jueves, 18 de febrero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN BOSQUE

Querida Mariana: ¿hace cuántos años apareció el hombre sobre la Tierra? ¡Saber! Pero es poco tiempo, en comparación con la existencia de la Tierra. Sin embargo, la presencia del hombre ha hecho que los bosques se vayan extinguiendo poco a poco (bueno, a pasos acelerados en los últimos tiempos.) El otro día, mi amigo Roberto Augusto Fg mandó el siguiente mensaje: “Alguien debería de preservar especies de árboles que se están perdiendo en Comitán, como el chulul, el nantserol, el nochí (zapote amarillo).” Su mensaje es puntual, certero. Yo agregaría que, al lado de la preservación de esas especies, deberíamos (los amantes del lenguaje y todo mundo) preservar los nombres de esos árboles. Por ahí hay especialistas que pueden rastrear los orígenes de nombres que fueron tan cercanos a los comitecos de hace apenas treinta años. Un día, en el Colegio Mariano N. Ruiz, llegó el ingeniero Octavio Galindo (ex alumno y ahora padre de familia de la institución) y me llevó al huerto y propuso hacer lo que Roberto Augusto sugiere. Pero, ¡ay!, llegó la pandemia y el proyecto se suspendió. El ingeniero Galindo sembraría árboles endémicos y les colocaría un letrero con su nombre y características, para que los alumnos fueran a la huerta y se familiarizaran con dichos nombres. Hay varias escuelas que tienen sus jardines botánicos y eso ayuda a preservar el conocimiento. Los lectores sabemos que no es lo mismo leer una novela que describa un camino en medio de árboles, que un camino en medio de pinos y flamboyanes. Esta última imagen es más rica, más plena, olemos el aroma del pino y nos regodeamos en los naranjas de las flores del flamboyán. ¡Sí!, así como cada uno de nosotros tiene un nombre propio y nos gusta que así nos llamen, es bueno que llamemos a las cosas por sus nombres. Jodido el Molinari que a todo le llama chunche. ¡No! Cada chunche tiene su nombre. En el sitio de la casa de mi infancia recuerdo un árbol de aguacate y un arbolito de limón. Como crecí al lado de ellos los recuerdo y recuerdo sus nombres. El sitio era grande, pero no tenía más árboles, porque había jaulas con conejos y corrales para gallinas y gallos. Pero, en casas de otros amigos, los sitios estaban llenos de árboles, árboles que yo nunca identifiqué con sus nombres. Roberto Augusto mencionó el chulul. El chulul sí lo identifico. ¡Ah!, tan sabroso el fruto que da. Pero es probable que muchos jóvenes no identifiquen a este árbol. Conocí el famoso chulul, que estaba sembrado en el patio central de la casa de doña Lupita, en la calle que sube al templo de Guadalupe. Ese árbol, que fue referente para muchos comitecos, ya no existe. Existe todavía, por fortuna, el chulul del XXV y el chulul de la casa de mi amiga Zoraida y hay más, muchos más, pero no tantos como había antes. Es comprensible, las casas enormes del Comitán de antaño han desaparecido y con ellas los sitios y con éstos los árboles y con la desaparición de los árboles ¡los nombres! ¿De veras hay un árbol que se llama nochí? Roberto Augusto dice que es el nombre del árbol que da el zapote amarillo. ¿De verdad hay un zapote amarillo? ¡Uf! Sólo conozco el zapote negro, mi mamá lo compra cuando va a Socoltenango (bueno, iba, antes de la pandemia). Le quita la pulpa y le agrega jugo de naranja y un poco de miel de abeja y es un delicioso postre. Los lingüistas, biólogos, y demás fauna amante de la cultura comiteca, pueden aportar mucho. La sugerencia de Roberto Augusto coincide con la intención fabulosa de Octavio. Los comitecos debemos recuperar esos árboles propios de la región. He leído en textos que hablan del Comitán de mediados del siglo pasado de un árbol característico de los sitios del pueblo: Matasano. ¡Qué nombre tan genial! ¡Tan apabullante! De niño me habría dado temor, pero, sin duda, cuando un tío me explicara la gracia del árbol quedaría tranquilo y ahora lo identificaría a la primera. Hay matasanos en Comitán todavía. Los malcriados dicen que algunos médicos son matasanos. ¡Groseros simpáticos! ¡No! El matasano es nombre de un árbol. Mi mamá dice que el matasano es el árbol que da el zapote blanco. El zapote blanco es un fruto comestible que, además, empleaban para curar muchas dolencias. Los que saben dicen que su sabor es parecido al de la papaya. Posdata: Perdón, pero mi cabeza no entiende. ¿Por qué un árbol cuyo fruto ayuda a curar enfermedades se llama matasano? No mata lo sano, mata lo enfermo. En fin. En los años cincuenta, muchos chiquitíos comitecos, se treparon a estos árboles y comieron el zapote blanco y las mamás lo usaron para casos de insomnio. Cuando la tía Petronila le quería dar un tecito de zapote blanco a su marido, el tío Pancho se negaba, escondía su cabeza debajo de la cobija y decía que no lo tomaría; según el tío, consumir zapote blanco le restaba potencia a su vigor sexual. Ponía a dormir a su pajarito. Andá a saber. Por eso, digo yo, que los expertos nos ayuden a descubrir los misterios, que los biólogos nos señalen los nombres de los árboles y que los lingüistas nos revelen datos de nombres tan extraños, pero simpáticos, entrañables.