sábado, 1 de mayo de 2021

CARTA A MARIANA, CON MONEDAS

Querida Mariana: esta máquina “dice” que no sirve. Yo digo que sí, que sí sirve. Porque, a final de cuentas, la misión de estas máquinas es ¡tragar monedas! Que no activa el juego es otra cosa; es decir, cumple su cometido de tragar la moneda, pero no activa el juego. En realidad, a estas máquinas les llaman tragamonedas; tragaperras, les dicen en España. Los que saben dicen que en aquel país a las monedas les llamaban perras, cuando la moneda era de denominación baja le decían perra chica, y si la moneda era de mayor valor le decían perra gorda. Todo mundo quería tener perras gordas en sus bolsas, pero a veces, vos lo sabés, es temporada de vacas flacas y las perras son chicas. No sé a qué mente brillante se le ocurrió inventar estas máquinas traga monedas, pero fue un descubrimiento genial. Son unas minitas de oro. Como toda máquina no necesita alimentarse más que de energía eléctrica. Trabaja veinticuatro horas los trescientos sesenta y cinco días del año y no cobra salario, ni pide vacaciones ni requiere seguridad social. ¡No! Basta que le den mantenimiento para que trabaje a favor de su dueño. Esta máquina, mediante la inserción de una moneda de diez pesos mexicanos, permite que el jugador se emocione y vislumbre la posibilidad de ganar un balón de fútbol soccer, con el logotipo del equipo del Toluca o de los Pumas. He visto jugadores que en máquinas similares ganan muñecos de peluche. ¡Ah!, qué alegría cuando el gancho atrapa al muñeco, sube, viaja a través del espacio y lo deposita en el cubo que desliza el peluche hasta la boca donde la niña o muchacha recibe el juguete y lo abraza. También he visto la carita de desaliento cuando el gancho no atrapa el muñeco o, el colmo, cuando se cae al momento de subir. El papá o el novio buscan en la bolsa y meten otra moneda, a veces, gastan tres o más monedas y no logran el objetivo. Porque, lo sabe medio mundo, estas máquinas traga monedas están diseñadas para hacer difícil la captura del regalo. Las máquinas traga monedas más famosas del mundo son las de Las Vegas. Amigos que han viajado a ese lugar me cuentan que en los salones hay cientos de máquinas donde los jugadores meten las fichas (que fueron adquiridas previamente). Las máquinas de Las Vegas no tragan monedas ni perras, tragan fichas que significan paga. De los miles de jugadores que participan cada día, dos o tres son los afortunados que logran salir con ganancia. La mayoría pierde. Es el gran negocio del mundo. Pero, estas máquinas no sólo sirven para jugar, también sirven como máquinas expendedoras. Vos metés una moneda y recibís una bolsa de Sabritas, un jugo de manzana, una coca cola o un paquete de tres condones. En Comitán no hay máquinas expendedoras de condones, pero sí hay máquinas que reciben monedas y te dan un pastelito. No está lejano el día que un inversionista comiteco tenga este tipo de máquinas para ofrecer dulces tradicionales. Imaginá a la embarazada que a las once de la noche se le antoja una oblea. El marido bien puede decir: ¿en dónde querés que yo consiga una oblea a esta hora? Ah, no sé (es la respuesta) si luego tu hijo sale con cara de oblea no me echés a mí la culpa. Y cuando el futuro papá imagina a su hijo con una boca como de oblea, sale y trata de cumplir el absurdo antojo de su mujer. ¡Oblea, oblea! Sólo a ella se le ocurre querer una oblea. ¿Por qué no se le antojó una Sabrita, en cualquier Oxxo puedo conseguir una bolsa de papitas? Lo hace sólo para fastidiarme. Si no estuviera embarazada pensaría que lo hace para que yo salga de casa y ella… Cuando exista este tipo de máquinas no habrá problema, el futuro papá saldrá, irá al portal y ahí, frente a la máquina expendedora de dulces tradicionales, comprará dos obleas y, para calmar su antojo de papá primerizo, una trompada. Sí, sí, querida Mariana, en el futuro habrá en Comitán máquinas expendedoras de condones. Eso evita la siempre presente pena cuando vas a la Farmacia del Ahorro y pedís un paquete de condones. Los que están esperando su pedialite o su pomito de vick vaporub te quedan viendo como si hubieses pedido un frasco de veneno y no pueden evitar la mirada de: ¡ah, mirá, la Mariana tendrá juegos de cama esta noche! Para estos tiempos de pandemia, en muchas ciudades del mundo ya hay máquinas expendedoras de cubrebocas, gel antibacterial y guantes de látex. En la Ciudad de México hay lugares donde estas máquinas ya están a disposición del público. Si me exigís que yo sea honesto y te diga si en alguna ocasión he hecho uso de estas máquinas tengo que decir que no. Jamás he metido una moneda en una de estas máquinas, bien para jugar o para adquirir algún chunche. ¡No! Las he visto en muchas partes, pero… ¡No! Miento. Ya recordé, una vez sí metí fichas en una máquina de video juegos. Sí, fue en la Ciudad de México, en la plaza que existe en la terminal de Insurgentes del Metro. Mi Paty y yo estábamos en viaje de luna de miel, era más o menos el mes de julio de 1982. Ese día fuimos a Chapultepec a mirar changuitos, elefantes, jirafas (ah, qué animales tan soberbios), y leones. Luego le dije que fuéramos a la plaza de la terminal del Metro Insurgentes, porque recordaba unos taquitos al pastor que comía ahí cuando fui estudiante. Al final no hallamos el local de los dichosos taquitos, pero sí entramos a un local donde muchos jóvenes jugaban videojuegos. Como cualquier visitante extraño dimos una vuelta para ver qué y cómo lo hacían. Cuando tuvimos en la mano el secreto saqué un billetito y lo cambié por fichas. Mi Paty estaba frente a una máquina donde un King Kong subía por un edificio (se supone que el Empire State). El objetivo del juego era eludir algunos ladrillos que caían de la parte alta y hacer que el simio alcanzara la cima. Mi Paty tomó la palanquita y yo metí la ficha en la ranura. El juego comenzó, mi Paty movía la palanquita, pero miramos que nada ocurría, el simio subía uno o dos pisos, en medio de una lluvia pertinaz de ladrillos y uno de éstos golpeaba su cabeza, perdía el equilibrio y se escuchaba un grito que se perdía en el vacío y al final ¡pongoch!, el Kong quedaba tirado en el suelo. Reímos. Metí otra ficha y la historia se repitió. Al cuarto intento, Paty dijo que la máquina no funcionaba. Tratamos de buscar otra máquina, pero en ese momento, un chico metió la moneda en la ranura de la máquina del simio y vimos que con gran pericia, el mono saltaba de un lado a otro y escalaba los pisos y, después de unos minutos, logró la cima. La pantalla se iluminó con cuetes y estrellas y declaró vencedor al chico, le mostró una estadística y supimos que él estaba, por el tiempo alcanzado en el lugar trescientos veintidós. Con cierta vergüenza, dejamos que el chico se retirara y Paty volvió a tomar la palanquita y yo metí otra ficha en la ranura. Ya, ya, ya podés imaginar el resultado. Y lo mismo sucedió cuando yo tomé la palanquita, una y otra vez el mono caía y ¡pongoch! terminaba despanzurrado en el piso. Cuando me quedaban tres o cuatro fichas y habiendo pasado de la risa a cierto enojo y pena, Paty me dijo que le diéramos las fichas al chico que había logrado el lugar número trescientos veintidós. Tal vez en una de esas subía en el ranking. Sí, esa fue mi primera vez y última. Nunca he estado en Las Vegas, pero sí estuve en la feria de agosto en mi pueblo, cuando la feria se celebraba en el parque central. En las calles que rodeaban el pequeño pero afectuoso parque se instalaban las loncherías, las llamadas zacatecas y los juegos mecánicos. Las zacatecas eran los locales donde comerciantes procedentes de San Cristóbal de Las Casas vendían dulces regionales (ah, las exquisitas jaleas en cajitas redondas de madera. Uno partía la tapita y uno de los pedazos se utilizaba como cucharita). También había locales donde colocaban juegos de chingolingo y de ruleta. Ah, era como estar en Las Vegas, de Petatiux. Uno daba monedas para obtener fichas en la ruleta y las colocaba en el número que te latía. El croupier, también de Petatiux, hacía girar la ruleta y la bolita iba saltando de número en número, cuando la inercia terminaba, la bolita señalaba el número ganador. No, no, decía mi papá. El hombre que controla el juego tiene un dispositivo debajo de la mesa, este dispositivo lo activa en el número donde no hay fichas, decía. Pero a mí me gustaba sentir la emoción de la posibilidad de ganar. Ahora, ya viejo, he leído novelas y cuentos donde narran con precisión la pasión por el juego. ¡Ah, cuántas historias de hombres y mujeres que han quedado en la desgracia, porque han puesto su riqueza en manos de la diosa fortuna! Posdata: La conseja popular dice que el juego de azar no es recomendable para lograr dinero. ¿Querés tener dinero? ¡Trabajá! Las máquinas tragamonedas están diseñadas para que sus dueños ganen dinero en forma fácil. Llegan, las colocan en un espacio determinado y hasta ahí llegan los jugadores a dejar sus perras. Cada semana, el dueño llega a la máquina, abre la alcancía y retira decenas de monedas y rellena la panza de cristal con pelotas o peluches. ¡Es un negocio redondo!