viernes, 30 de abril de 2021
CARTA A MARIANA, DESDE UN LUGAR DE LA SELVA DE MI CASA
Querida Mariana: vos sabés que soy gato casero. Casi no salgo. Ahora, en tiempo de pandemia, ¡menos!
Admiro a quienes siguen acudiendo a sus centros de trabajo; admiro mucho a las personas que van por las calles ofreciendo sus productos o sus servicios. Mi admiración permanente para todos los integrantes del sector salud que siguen sirviendo a la sociedad en estos tiempos azarosos. Pero, asimismo, admiro a quienes han permanecido en casa.
Vos sabés que, desde el inicio de la pandemia, hice caso a las recomendaciones y he estado en casa. Trabajo desde acá. Una amiga me mandó un mensaje el otro día y me dijo que era yo un privilegiado, que me envidiaba, porque ella había seguido con su rutina laboral.
No, nada tenía que envidiarme. Cada una de las personas vive esta pandemia desde su experiencia. Yo soy un viejo de sesenta y cuatro años de edad, estoy (lo sabés) en un proceso de sanación. Soy una persona vulnerable. Por eso he permanecido confinado en casa. No es ningún privilegio. Estoy enclaustrado porque así lo exigió este tiempo.
A pesar de que soy feliz en casa y estoy acostumbrado a permanecer en mi hogar, esta decisión no ha sido fácil de llevar. El solecito le hace falta a mi cuerpo. Quienes estamos acá confinados andamos ya como panes compuestos, todos blancos. ¡Ah!, Michael Jackson se habría empanizado sin necesidad de costosos tratamientos.
No, estar en casa no es para envidiarse. El enclaustramiento provoca desasosiego. Hace falta el contacto social, hace falta la alegría de caminar las calles con libertad, hace falta el sol que camina en la calle, hace falta la calle, la plaza, el campo.
Mi mamá, mi Paty y yo salimos para recibir la primera dosis de la vacuna. Nos trepamos al auto y fuimos a la Plaza Las Flores, y ahí, en el estacionamiento, recibimos la vacuna Sinovac. Ese día no tuve desasosiego porque todo mundo respetó la sana distancia y todo mundo llevaba cubrebocas. Ah, si siempre fuera así, no habría mayor problema para salir a la calle e ir a cumplir con las diversas obligaciones que cada uno tiene. Pero nuestra sociedad no tiene un comportamiento responsable. Vos has visto, cuando has tenido que salir, que muchas personas no respetan la sana distancia y andan sin cubrebocas, escupiendo por todos lados, caminando como si el virus no existiera, como si no fuera tan letal.
Ya recibimos la segunda dosis; en teoría, más o menos, un mes después de recibir la vacuna, tendremos un escudo que nos brindará una protección de cincuenta por ciento (es el porcentaje de la vacuna Sinovac). Esto permitirá que los vacunados tengamos cierta tranquilidad. Digo cierta tranquilidad, porque esto no significa que ya estemos libres de contagio. ¡No! El riesgo persiste. Los especialistas han explicado que la vacuna, en caso de contagio, evita un cuadro trágico. La enfermedad no ataca con la virulencia que ha enviado al panteón o al cuarto de cremación a más de dos millones de personas en el mundo. Pero, como todos sabemos, esta enfermedad es desconocida para legos y para expertos. El mundo se ha convertido en un laboratorio experimental, en una enormísima sala donde las personas somos conejillos de indias. Seguiremos caminando en territorios minados, en arenas movedizas. ¡Nada nos otorga una certeza de bienestar! Bueno, dicen muchos, la vida siempre ha sido un movimiento de equilibrista sobre el vacío, nunca ha existido un certificado de inmunidad, de cero riesgos. Pero, de igual manera, jamás en mis sesenta y cuatro años de vida, la vida había pendido de hilo tan frágil. Los creyentes no nos soltamos de la mano divina. Es lo que nos sostiene.
¡No! Ningún privilegio significa estar confinado. El globo de incertidumbre es más asfixiante, no vuela, a medida que pasan los días el ave pierde su capacidad de vuelo. Estar confinado no es grato. Los trece meses de confinamiento han sido muy pesados.
¡No! Nada para envidiar. Durante el tiempo de confinamiento he visto, desde casa, cómo muchos amigos han caído fulminados por el rayo certero e inclemente del Covid-19. Nada garantiza la sobrevivencia, pero el confinamiento, hasta el momento, ha evitado que me contagie.
Posdata: si todos los ciudadanos nos comportáramos responsablemente el virus ya habría cedido. Estudios de expertos indican que, si todo mundo llevara cubrebocas y siguiera los protocolos sanitarios, en un lapso de cuatro meses cesaría el virus. Pero no. El mundo es el mundo, un mundo irreflexivo, intolerable, absurdo, cactáceo. Y así seguimos y seguiremos.
China, país donde comenzó el relajito, registra al momento cuatro mil seiscientos y pico de fallecidos. ¡Cuatro mil seiscientos y pico! Y en México la estadística oficial registra más de doscientas quince mil muertes. ¿Por qué tan abismal diferencia? No sé. ¡Qué voy a saber! Pero, tal vez, acá hay un rasgo cultural, un comportamiento social que hace la diferencia. No lo sé. Ni le doy vuelta. Ni pienso en eso de que los mexicanos crecemos escuchando canciones que dicen que “la vida no vale nada”. No lo pienso.
Ahora, Dios nos libre, el peligro se acentúa en nuestro país, porque algunos de los que recibieron la vacuna creen que ya lograron la inmunidad total y, dos o tres días después, tiraron el cubrebocas en el basurero y ahí también, en forma definitiva, eliminaron el distanciamiento sugerido y vuelven a abrazarse, como si la vida fuera la misma de antes de la aparición del virus. ¡No! El virus sigue y es una amenaza permanente.
No me gusta pensar en qué momento se contagiaron los amigos que fallecieron. Tampoco ellos tuvieron conciencia. No existe un detector electrónico que alerte la cercanía del virus. El único indicador de alarma es la conciencia de que uno debe, hasta donde sea posible, estar aislado del posible contagio; uno debe mantener una distancia mínima de dos metros con respecto al otro individuo, portar cubrebocas (lentes de seguridad o careta si es posible) y no estar en espacios cerrados o en medio de multitudes. ¡Qué difícil!
Cuando apareció el virus de la influenza, el sector salud recomendó que evitáramos dar la mano o dar el beso de saludo. Te juro que dos de mis amigos se molestaron cuando no respondí al saludo de mano. Traté de explicar, pero fue en vano. Se molestaron, se sintieron ofendidos. ¿Cómo explicar que así nos protegíamos ambos? ¿Cómo explicar que esta contingencia se vence con la actuación responsable de todos? ¡Uf, labor casi imposible!
Soy un gato casero, disfruto mi casa, pero estos trece meses han sido difíciles. Nada que envidiar. Dibujo, leo, escribo, pinto, medito, pero me hace falta salir a la calle, saludar a los amigos, sentarme en una banca del parque central, beberme el cielo de mi pueblo.