sábado, 15 de agosto de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE ALGO COMO UN ATARDECER




Querida Mariana: se terminan las vacaciones. Los viajantes regresan a Comitán. Muchos fueron a Europa, otros visitaron las playas mexicanas y algunos más fueron a Uninajab o a Los Lagos. Lo último no tiene sentido peyorativo. Tan importante es conocer Londres o la Riviera Francesa que conocer la poza de Uninajab.
Quienes fueron a lugares donde hay mar, como Huatulco, Acapulco o Cancún, se botaron en la arena, tomaron una cerveza fría, acompañada por un cóctel de camarones y, en la tarde, a la hora que el sol se ocultaba, disfrutaron de la puesta de sol. Sí, es bello ver cómo se oculta el sol en la línea del horizonte. El mar permite ese enfoque, imposible de apreciar en ciudades o en ranchos. En las ciudades, los edificios no permiten ver la puesta de sol sin barreras, lo mismo sucede en los ranchos, donde las montañas alteran la visión. Ni siquiera en el desierto se da una puesta de sol a plenitud. En el mar, la línea de horizonte se traga el sol como si éste fuese una moneda entrando a una alcancía (perdón, mi niña, por la comparación tan pobre, pero el sol lo veo como una moneda de oro, precisa y exacta).
Eugenia fue una vez a Mazatlán. A su regreso me contó que su impresión mayor había sido una puesta de sol. Me dijo: “El sol era como una medallita que se resguardaba en mi corazón”. Me gustó esa comparación.
Los hombres comparamos los objetos y las personas. En Comitán sintetizamos esas comparaciones con los apodos. “El tacuatz” tiene ese apodo porque se parece al tlacuache. He escuchado que algunas personas comparan la vida de los seres humanos con el ciclo de los días. Algunos dicen que la juventud es como la primavera; otros comparan a la vejez con el atardecer. Me gustaría platicar con quienes hacen esta última comparación, me gustaría preguntarles ¿por qué comparan la vejez con la puesta de sol? ¿Cuál es el símbolo? ¿Qué nos quieren decir a quienes ya nos acercamos a la última etapa? Yo tengo cincuenta y ocho años, ¡cincuenta y ocho años! Si los Dioses me permiten vivir, dentro de tres obtendré mi credencial del INAPAM. Ah, los eufemismos. Antes el INAPAM (Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores) se llamaba INSEN (Instituto Nacional de la Senectud). Como sonaba un poco fuerte eso de que alguien entrara a la senectud lo cambiaron por el de adultos mayores. Lo cierto es que quien obtiene su credencial ya entra al cuarto en donde sólo entran los viejos. Dentro de tres años seré un viejo; es decir, entraré al invierno de mi vida. Por ello llama mi atención la comparación con el atardecer, porque (insisto, si vivo) estaré en mi atardecer. Ah, es bonito imaginar que vos te sentarás en una silla en el corredor y me mirarás como si yo fuese un sol ocultándome en la línea de horizonte, de manera lenta, sosegada, apacible. Ya dejé atrás el fulgor del amanecer y el deslumbre del mediodía. ¡Ah, qué años tan intensos! La primaria y secundaria fueron discretas, casi detrás de la esquina, pero la preparatoria fue como subirse a un carretón sin frenos. Así comparo mi adolescencia, alguien (no sé quién ni por qué) me subió al carretón y, desde la cima más alta, me aventó. ¡Dios mío, qué inercia de aparato! Conforme bajé, la velocidad se intensificó. Yo levanté los brazos, sentí el viento en mi cara y gocé el descoyuntamiento del aire. Claro, todo mundo sabía el resultado. Llegó el instante en que el juego no fue divertido, quise bajarme, pero la velocidad era tal que no quedaba más que el descarrilamiento y así sucedió. El choque fue tan intenso que quedé con el espíritu lleno de polvo y de escoriaciones. Estos últimos años (el otoño, dijeran algunos) no ha sido más que un tratar de resanar huecos por donde, en lugar de colarse la luz, se colaron girones de oscuridad.
Mi niña, estoy a punto de entrar al cuarto en donde hay árboles desnudos y donde las ramas no tienen más traje que un vestido húmedo, frío, lleno de nieve.
Pucha, pero así como lo digo, pareciera que es una imagen dantesca, algo que es como un congelador donde todo será una simple hibernación. Por ello, porque no creo que la vejez sea un invierno eterno es que pregunto: ¿por qué comparan la vejez con el atardecer? Los atardeceres son serenos, bellos. ¿Cómo entonces tener una vejez digna como un atardecer en Zipolite? Y digo Zipolite porque esa playa oaxaqueña (todo mundo lo sabe) es una playa nudista. Ah, debe ser maravilloso sentarse en la arena a ver la puesta de sol en medio de muchachas bonitas que están encueraditas, dispuestas a recibir los últimos rayos de sol del día y las miradas de los viejos querendones como yo. Sí, si llego a vivir el atardecer de mi vida, me gustaría ser un atardecer en Zipolite.
Si hago caso a la comparación de la vejez con la puesta de sol, entonces, este periodo previo debo aprovecharlo para llegar en un estado óptimo; es decir, que mi atardecer no sea en medio de grandes edificios ni recortado por el lomo de las montañas. ¡No! Mi atardecer debe ser sin barreras, sin obstáculos. Que todo mundo (es una exageración) pueda sentir esa bofetada tenue que recibe el que se sienta en una playa a ver un atardecer.
Todos los viajantes, cuando regresan, hablan maravillas de lo que vieron, de lo que conocieron. Imagino a las muchachas bonitas, con sus bikinis azules, con sus pieles bronceadas, sentadas frente al horizonte; imagino sus nalguitas recibiendo la caricia de la arena tibia de las seis de la tarde; las imagino con las piernas dobladas, y sus brazos rodeando sus rodillas. Imagino a esas muchachas llenándose de ese color ámbar y guardándolo en su corazón, para siempre. ¿Cuántos colores aparecen en el cielo a la hora de una puesta de sol? Los colores son amarillos, rojos, azules y naranjas, en todas sus tonalidades. Creo que tienen razón los que comparan la vejez con el atardecer. En la niñez, los colores imperantes son el blanco y el verde (alguno que otro gris); en la adolescencia hay morados fuertes, rojos violentos y azules compensatorios. En la vejez, lo que fue una policromía enardecida se convierte en un tapete difuminado que es como una caricia de Dios.
Vengo de regreso, mi niña. Ya viví todo lo que debí vivir en su momento. Ahora dedico mis días (desde el amanecer al anochecer) a actividades mesuradas. Ya no bebo trago, ahora bebo cielos tenues; ya no como carne, ahora devoro libros; ya no bajo a grutas húmedas, ahora camino por campos donde los pájaros picotean el césped.
Javier pasó a saludarme el otro día. Javier, a sus casi sesenta años, está lejos de ser un viejo. Siempre pasa a contagiarme de emoción por la vida. Ahora está a punto de mudarse a una nueva casa que construyó, una casa que diseñó pensando en su vejez (“si llegamos”, acotó). Cada uno de los espacios está pensado para que lo habite alguien que llegará a tener ochenta años y más. Sí, Javier vivirá muchos años y los vivirá con la pasión que demanda ese dicho que dice: “El cuero es el que se arruga”. Porque él y yo coincidimos en que el cuerpo resiente el paso de los años, ahora él, por una caída que tuvo, renguea. Ah, Dios mío, si esa caída la hubiese sufrido cuando tenía doce años al otro día estaría como si nada. Pero, la vida nos desgasta, nos va quitando hojas verdes y nos va dejando como ramas secas. Pero, eso sí, debo reconocer que el ánimo de Javier, su optimismo y emoción por la vida, son infinitos y eternos. Llega a la oficina y contagia con su buen humor. La pena es una teja, una simple teja. Él, a cada rato, manda a trastejar, para que el agua no se cuele a la hora de la tormenta.
Por ahí, los sabios indican que cuando ya entendimos la clave de la vida es hora de partir. Dios es generoso. Me permite recorrer este vislumbre de atardecer en mi pueblo, recorriendo mis calles, comiendo chinculguajes, escuchando marimba, bebiéndome sus cielos; me permite estar al lado de mi Paty, de mi mamá y de mis afectos; me permite (de vez en vez) recibir a mi hijo Fernando en casa. Este atardecer es como un puente para la otra orilla, para la puerta final; pero es un puente lleno de lianas fuertes. A mis cincuenta y ocho años, el día de hoy soy el hombre más sano del universo y hago lo que me gusta: escribo, pinto y leo, leo mucho.

Posdata: te extrañará recibir las líneas de esta carta, porque vos no pensás en la carrera que echa el tiempo. Cuando era joven escuchaba con regularidad que los viejos decían que el tiempo volaba y que el año ya había pasado. Apenas ayer era abril y ya estábamos en septiembre. Dios mío, para mí el tiempo era un tren viejo que tardaba siglos en llegar a la estación de diciembre, a la estación donde el Viejito de la Nochebuena me dejaría regalos. Y ahora, ahora mi niña, ya llegué a la edad en que el tiempo se pasa volando, cuando vengo a ver ya terminó el año y comienza el otro. ¿Qué sucede con el tiempo que vivimos los viejos? Debe ser que como el tiempo es eterno no acusa el paso de él sobre él mismo.