miércoles, 12 de agosto de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECEN CUATRO ÁRBOLES




El patio y los corredores del Centro Cultural Rosario Castellanos siempre están iluminados. Algo tiene ese espacio que es como un cernidor divino. No es casualidad que lleve el nombre de Rosario; tal vez los espacios se contagian con los nombres que los nombran.
Los visitantes que llegan a este lugar quedan encantados, se paran en los corredores y observan el campanario del templo de Santo Domingo, las tejas de los corredores y los murales pintados, uno por Manuel Cunjamá y otro por Rafael Muñoz. Pero no sólo eso imprimen en su espíritu, ¡no!, los visitantes también aprecian el cielo azul que se recorta en un espléndido rectángulo superior. Es un poco como si el viajero estuviese frente a una mesa y pudiera elegir un trozo de cielo; un poco como si al marchante le preguntaran: “¿Para llevar o para comer acá?”. Por eso, los comitecos dicen que los cielos de Comitán ¡se beben!, se paladean.
La mañana de esta fotografía era un día común, lleno de luz, pero sosegado; las palomas volaban de un lado a otro, sin prisa. De pronto, el corredor tomó una luz especial, un murmullo, como de chisquirines, interrumpió el sosiego cotidiano. Óscar Bonifaz, Juan Carlos Gómez Aranda, Gabriel Guerra Castellanos y Sabrina Villaseñor aparecieron, casi como si fueran chisquirines que, en lugar de pedir agua, regaban luz.
Los encuentros pueden darse en cualquier lado, en cualquier esquina, pero cuando se dan en espacios especiales el instante toma otro color, un color ambarino. Este color parece ser el que domina este encuentro. Juan Carlos abraza a su maestro (maestróscar, le dice), mientras Gabriel y Sabrina ríen. Debe ser que ya Óscar contó una anécdota. A veces es difícil que cuatro hilos conformen un tejido. Por lo regular, los seres humanos (ya lo dijeron los sabios) andan como islotes, en el trabajo, en la escuela, en el anzuelo cotidiano; pero a veces (¡prodigio!), la carnada los seduce y pican y entran a la pausa que los incorpora a ese lienzo que es la línea universal. Entonces dejan el encierro y salen a la luz y visitan esos espacios que son como La Meca o como Jerusalén. Y cada uno pepena pepitas de luz para engarzarlas y hacer los rosarios que sirven para cuando la luna enseña el otro lado. Esa mañana sucedió ese milagro: Óscar, Juan Carlos, Gabriel y Sabrina eran una cinta de luz, amarrada a la cintura de Rosario Castellanos. Sabrina pepenaba colores para los cuadros que pinta; Juan Carlos untaba afecto en las ventanas de sus afectos; Gabriel botaba los análisis internacionales y, como hormiguita, levantaba hojas verdes en ese patio que recuerda a su mamá; y Óscar, ¡ah, el maestro!, se abría como se abren los cielos cuando la tormenta cesa y el sol reparte su luz.
¡Árboles! Eran cuatro árboles plantados a mitad del corredor. Y ahí estuvieron por un rato, mientras las chinitas revoloteaban a su alrededor, sobre sus frondas, a mitad de su corazón.
Para cuando el kiosco de la tarde, para cuando la playa de la madrugada, para esos ladrillos donde duerme la esperanza, las sombras de estos cuatro árboles seguirán iluminando el mediodía.