sábado, 29 de agosto de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA UNA FÁBULA




Querida Mariana: las fábulas son simpáticas. Parecieran escritas especialmente para personas que aman a los animales. Lupita repite, a cada rato, eso tan conocido de: “Mientras más conozco a los humanos más quiero a mi perro”. Esta frase se la atribuyen al poeta Lord Byron, pero la autoría es irrelevante, porque bien pudo decirla cualquier amante de los animalitos. Hay muchos humanistas que sostienen que las personas que aman a los animales, por encima de la gente, cometen excesos; aseguran que el ser humano es la razón de ser del universo, antes que los animales, pero cuando uno ve las atrocidades que cometen las personas y voltea a ver la candidez de los animales la frase anotada sube otro peldaño.
Y digo que las fábulas son simpáticas porque a todo mundo le gusta escucharlas, descubrir cuál es la moraleja que encierran e imitar las voces astutas de los zorros, las dormilonas de las tortugas y las de pito mal tocado de las serpientes. En el jardín de niños, las maestras cuentan fábulas a sus alumnos y, en algunos colegios, los niños representan tales textos. Ah, es tan bonito ver a los pequeños vestidos de zorras y de cuervos, repitiendo la famosa fábula que se atribuye a Esopo.
Dicen los conocedores que los fabulistas se adelantaron a su tiempo y que lo que cuentan tiene una pervivencia con las situaciones actuales. Por ejemplo, dicen, la fábula del zorro y del cuervo no es más que la representación de la voracidad del sistema capitalista. Ah, los poderosos son tan astutos que, con devaneos y seducciones, hacen que el cuervo abra la boca y suelte el queso. Circula por ahí un librincillo de superación personal que se llama “¿Quién se ha llevado mi queso?”, que no es más que una versión remasterizada de una fábula láctea. En este caso son dos ratoncitos y dos hombrecillos que no se preocupan por su subsistencia ya que encontraron una habitación llena de queso. Pero, ¿qué sucede cuando el queso se agota? Este mensaje está escrito a manera de fábula y está dirigido a grandes empresarios que se enfrentan a situaciones de cambio.
¿Cuál es una de las características de la fábula? Los animales ¡hablan! Por esto, Marina, en tono de broma, siempre molestaba a Efraín: “Vos sos personaje ideal de fábula: sos un animal que habla”. Marina insistía en que Efraín decía “pura caballada”.
En Comitán, igual que en cualquier parte del mundo, las maestras siguen contando fábulas. Y los niños se siguen maravillando con esa capacidad fantástica que adquieren los animales, al pensar y al hablar. A mí me gustan las fábulas que rompen arquetipos y cambian paradigmas. Por ejemplo, siempre se dice que las tortugas son lentas. Bueno, basta verlas en los jardines. Sacan la cabeza como si afuera siempre estuviera lloviendo. Se mueven con lentitud, dan un paso y luego, ya que comprobaron que su pata está firme, dan el otro paso. En contraste, un animal que se mueve rápido es el conejo. ¡Ah, cómo corre de rápido el conejo! Por esto, el fabulista buscó los dos extremos y contó una fábula bien bonita: la del conejo y la tortuga (en España, al conejo le dicen liebre. Acá no empleamos este término; sin embargo, a cada rato decimos que nos dieron gato por liebre). No contaré acá la fábula, porque, sin duda, vos la sabés de memoria, pero sí recordaré un elemento que nos trasmite el texto: la arrogancia de la liebre, ah, por todo el mundo andaba diciendo que ella era la más veloz y, a cada rato, se burlaba de la lentitud de la tortuga. “Lero, lero, que lerda sos”, decía la liebre brincando sobre un montículo, mientras la tortuga, ¡ay, Dios mío!, se desplazaba como un tren viejo. Pero un día, la tortuga retó al conejo y le dijo: “¡Cuánto a que te gano!”. Ah, ya podés imaginar la reacción de la liebre, se revolcó de la risa y somató el piso con sus patas delanteras, como si el piso fuese un tambor. “¡Va!”, dijo la liebre, se recostó en el césped, colocó sus manitas detrás del cuello, cruzó las patas y, sobrada, le dijo a la tortuga: “Ahora, comenzá, te doy chance”. Ah, la tortuga comenzó a correr (si correr se le puede llamar a arrastrar una pata y luego otra, en un movimiento similar a una veleta cuando no hay viento). Todas las apuestas estaban a favor de la liebre. La gente decía: pobre, tortuga, no sabe en la que se metió. Bueno, vos sabés en que termina la fábula y la moraleja que ella deja. Las maestras, después que cuentan esta fábula, dicen a sus alumnos que pongan atención porque les dirán la moraleja; es decir, la enseñanza. Y dicen que jamás hay que creerse demasiado, ni menospreciar al otro. ¡Bonita fábula!
Ya dije que a mí me sorprende la capacidad de habla que los fabulistas le otorgan a los animalitos; asimismo me sorprende la capacidad de otorgar caracteres bien definidos a los protagonistas; es decir, si nosotros queremos decir que alguien es muy sabio, emplearemos la figura del búho; si queremos un personaje astuto, pues emplearemos una zorra; si, por el contrario, buscamos un personaje tierno y afectuoso usaremos un osito. Pero, de igual manera me encanta la posibilidad de cambio de paradigmas, cuando una tortuga es capaz de vencer a una liebre.
Mi sobrina Margarita me sorprendió el otro día. Estábamos en el zoológico de La Trinitaria, mirábamos los monos. Cuando un mono pareció medir la distancia de una rama y comenzó a columpiarse dispuesto a salvar el vacío y pasar a la otra rama, mi sobrina me jaló del pantalón y dijo: “Tío, ¿por qué los animales olvidaron hablar?”. Me quedé frito. ¿Qué decir? “Sí -dijo ella, al ver mi cara de tiuca extraviada-, en las fábulas todavía hablaban”.
Los animales ¿olvidaron el habla? En ocasiones, la Pigosa (la perrita de la casa) nos queda viendo y yo (qué tonto) estoy en espera de que comience a decir algo; es decir, no me sorprendería que hablara. Quique asegura que el perro que Javier tenía en su rancho “Tzipal” ¡hablaba! Cuando Quique narra la anécdota todo mundo se bota de la risa y cree que, en efecto, el perro hablaba; por eso, cuando el rancho fue puesto a la venta costaba un millón sin chucho y un millón doscientos con chucho.
Los niños que ven caricaturas en la televisión o en el cine y escuchan fábulas en el salón de clases toman como la cosa más normal el hecho de que los animales hablen. Margarita dice que ellos sí saben hablar, pero que son tan generosos que hacen silencio a fin de no atosigarnos con más palabrerío. Pareciera que ya es suficiente con toda la bulla que los humanos hacemos. ¿Cuál es el personaje idóneo para una fábula en que un animal sea bullicioso? ¿A ver, cuál? ¡Claro, una chachalaca!
Tal vez tienen razón los que insisten en decir que las fábulas son simples anécdotas de los sucesos actuales. Esto es así porque los fabulistas son fieles testigos de la realidad y la realidad humana, debemos admitirlo, tiene muchas semejanzas con el comportamiento animal. Cuando voy al parque (qué pena) me gusta ver a los que por ahí caminan y me entretengo en hallarles parecido con los animalitos. He visto a dos o tres tlacuaches que están pendientes de las gallinitas que caminan altaneras; también he visto a dos o tres gatos que caminan sobándose a los cuerpos de sus jefes. Ah, qué bonitos se ven esos sapitos que brincan y brincan cerca de la fuente; de igual manera es un disfrute observar a esos viejos lagartos que, como troncos, se asolean a mitad del día. Sí, perdón, también he visto dos o tres ratas que se esconden detrás de los árboles y que andan agazapados como si fuesen tlacuaches (deben tener un problema de identidad o, a propósito, practican un camuflaje ilógico).
¿Te acordás del juego de animalitos? Una vez lo jugamos en tu casa. Tus papás estaban en el patio, tomando té, y nosotros jugamos en la sala. Se trataba de imaginar que éramos un animalito y decir las características de él o de ella. Vos elegiste ser un delfín y yo escogí un gato. ¿Lo recordás? Ah, fue difícil que el gato llegara hasta lo alto del acantilado y te saludara, porque vos andabas adentro del agua (el territorio natural de los delfines). Te pregunté por qué eras un animal de agua salada, porque los delfines no nadan en ríos de agua dulce. Me dijiste que nadabas en agua salada porque te gustaban mucho los limones. Con tus dientes de sierrita roíste la cáscara y lo dejaste desnudo, sólo con su mínimo abrigo blanco. Me encantó ver cómo partiste en dos el limón y luego, como si fueras una experta “bar woman”, hundiste el limón en el agua de mar y chupaste una de las mitades y el ácido del limón no te puso algún gesto de títere. Era la combinación ideal. Y luego me preguntaste por qué yo había elegido ser gato y te dije que porque a los gatos no les gusta el agua y yo no sé nadar y no me gusta mojarme cuando llueve y cuando voy a Los Lagos los veo desde la distancia. Entonces reíste con la boca abierta, como ríen los delfines, pero después tu cara se entristeció, porque vos y yo no podíamos estar cerca.

Posdata: Sé que tu novio, cuando juega con vos, elige ser un tiburón. Pienso que él sí puede estar a tu lado, a mitad del mar. Me entristezco.