sábado, 22 de agosto de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO YA ESTÁ DICHO



Con un abrazo respetuoso para la familia Rojas Irecta,
por las ausencias físicas de mi querido amigo Jorge Luis y de su hermano Víctor.



Querida Mariana: ayer fui al mercado Primero de mayo. Caminaba por donde están las mujeres que, en la banqueta, venden las manías (cacahuates) cuando escuché que una mujer, con chal negro y una bolsa del mandado, le decía a otra: “Sí, así es la vida, a veces son tiempos buenos y a veces son tiempos malos”, lo dijo con la certeza bíblica que anuncia: “hay tiempo de sembrar y tiempo de cosechar”. ¿De veras es así la vida? ¿De veras tiene que haber tiempos buenos y tiempos malos?
Mi tía Elena contaba la fábula del burro y del sapo. A nosotros (toda la primada) nos encantaba que la tía nos repitiera una y otra vez la fábula. Esto era así porque cuando le tocaba hablar al burro, la tía imitaba el rebuzno con tal fidelidad que pensábamos que, en efecto, el burro estaba ahí. Esta fábula tenía que ver con lo de los tiempos buenos y tiempos malos.
A mí la frase me cimbró. ¿Los seres humanos debemos conformarnos con vivir una vida que ya está predestinada? Doña Lily siempre dice que los años nones son años de dones y que los años pares son de pesares. Yo siempre pensé que esto era nada más un juego de rimas, pero, esa mañana me sorprendí ante la certeza del dicho de la señora del chal negro (¡pucha!, para acabarla de amolar. ¡Ah, hubiera sido tan bonito un chal de color amarillo o azul!).
La primada se reunía para jugar en el patio de la casa de la tía Elena. Teníamos prohibido ir al sitio en donde estaban los tanques de agua, sobre todo los que no sabíamos nadar. Durante la mañana, los boleritos bajaban a la casa de la tía y pagaban un peso por nadar en los tanques. En la tarde, la casa se abría para que todos los primos llegáramos a jugar en ese patio enorme, debajo de la fronda de un árbol gigantesco que daba una sombra que abarcaba todo el patio. ¿Qué jugábamos? A los quemados o a las escondidas. A mí me encantaba el juego de las escondidas, porque el de los quemados implicaba una actividad. Uf, había que estar muy pendiente de que la pelota no te tocara y yo, la verdad, no era muy hábil, ni en la carrera ni en esquivar los pelotazos que llegaban con la velocidad y fuerza de un granizal. Me gustaban las escondidas. Sobre todo me gustaba ser quien buscaba. Yo debía reclinarme contra el árbol, colocar mi cabeza sobre el brazo y contar hasta veinte. Ah, no se valía hacer trampa, así que, como si fuera el reloj del parque central, contaba: una, dos, tres… El conteo debía hacerlo en voz alta para que los demás supieran cuánto tiempo les quedaba para esconderse. Los demás, desde el instante en que yo cerraba los ojos y comenzaba el conteo corrían para todos lados, buscando dónde esconderse. Cuando terminaba de contar, abría los ojos y, como si fuese un zorro, aguzaba mis sentidos para ver dónde se habían escondido mis primos. En realidad a mí no me movía encontrarlos, lo que me encantaba era acercarme donde ellos estaban y escuchar sus respiraciones cortas y sus cuchicheos. A mí me encantaba imaginar qué hacían, porque ese juego tenía cierto misterio, un misterio que difícilmente se encuentra en otro juego. ¿En dónde se escondían? A pesar de que la casa era grandísima, había cierto límite. Ya te conté que el sitio donde estaban los tanques estaba prohibido, así que no quedaba más que la huerta, los corredores o los cuartos. Por lo regular se escondían adentro de los roperos, debajo de la cama o debajo del tapesco de la mata de chayote. No había más. Una vez (como de caricatura) un primo gordo se escondió detrás de un pilar de madera. Por ambos lados del pilar rebosaba su rechoncho cuerpo. Yo me hice tacuatz y pasé a su lado. Cuando terminó el juego me preguntó si de verdad no lo había visto, le aseguré que no, él sonrió. Supe entonces que, a veces, era necesario mentir para que el otro se sintiera bien.
Cuando terminábamos de jugar la tía nos llamaba al comedor. Nos lavábamos las manos y luego nos sentábamos ante esa mesa siempre cubierta con un mantel de plástico, con flores amarillas. Ah, era tan alegre esa mesa, toda la primada platicaba de mil cosas, mientras la tía, hacendosa, servía el café en tazas blancas y nos ofrecía pan de Las Torres. Las manos de la primada se abalanzaban en pos de una rosquilla chuja o de una semita. Yo siempre esperaba que todos se sirvieran (siempre he sido así). Si al término de la avalancha el plato quedaba vacío, mi tía reprendía a la bola de “chuchos” y, consentidora, me servía un pedazo de rosca de naranja. ¡Ah, era yo privilegiado! Un poco como si la tía confirmara aquella cita bíblica que dice que “los últimos serán los primeros”. Sí, Marianita de mi corazón, era muy alegre esa mesa llena de chiquitíos con los cachetes colorados por tanto juego. En el patio central la bulla de las chinitas se confundía con la algarabía de toda la primada, éramos como una parvada de chinitas. A las siete, mi papá llegaba por mí. Me despedía, con tristeza. Era tan alegre estar con ellos. Al llegar a mi casa, el pájaro de la soledad volvía a atraparme. Mi mamá tejía en la sala, mi papá (en la oficina) terminaba de hacer el corte del día. Buscaba refugio en la cocina, donde Sara ponía a hervir los frijoles en una olla de barro. El glu glu del hervor era el único ruido que se escuchaba y la brasa del fogón la única línea de luz.
No recuerdo bien a bien la fábula que nos contaba la tía. Un burro que cargaba un altero de leña se topó con un sapo que estaba nadando a mitad de un charco con agua sucia. Cuando el burro se detuvo tantito para beber agua, el sapo dijo: Croc, croc, ¡qué burro sos! Iiiia, iiia, rebuznó el burro y preguntó por qué. Croc, croc, porque en lugar de cargar ese altero debías jalarlo. El burro entonces, iiiia, uh, dijo que era más burro el sapo porque se bañaba en agua sucia. ¡Ah, es lo que vos creés!, dijo el sapo, croc, croc, esta agua es un agua mágica, quien se baña acá se vuelve invisible, y diciendo y haciendo, dio un salto y desapareció. Croc, croc, se escuchó detrás de un matorral. ¿Me mirás o no me mirás?, preguntó el sapo y el burro, iiiia, dijo que no. ¿Ya lo viste?, me volví invisible. Ahora -dijo el sapo, croc, croc- metete vos al charco para que te volvás invisible, así tu patrón no podrá hallarte y no cargarás esa carga tan pesada. El burro no terminó de oírlo, metió sus dos patas delanteras en el charco y no pudo más. Entonces el sapo salió del matorral y dijo: “Ah, qué burro sos, ahora sólo se volvieron invisibles tus cascos. Qué pena”, y como sus cascos estaban adentro del agua sucia, en efecto, no logró verlos y creyó lo que el sapo le decía en medio de carcajadas. Iaaa, iaaa, uh, lloró el burro. La tía nos preguntaba la moraleja y como todos nos quedábamos viendo sin hablar, ella concluía: “El burro, ¡burro siempre será!”. Todos aplaudíamos, pero a mí me daba tristeza saber que el pobre burro no podía eludir su destino y cuando estaba ya en casa, después que me despedía de Sara e iba a mi cuarto a rezar, pensaba qué clase de animalito era yo. ¿Qué destino me había impuesto Dios? ¿No podía cambiar la naturaleza? ¿Siempre tendría que ser una pobre chinita? Pero luego me alegraba, porque pensaba que había algunos con destino más cruel. ¿Ser un tzucumo no era acaso un destino más miserable?
Sé que la vida no es una línea recta. Sé que a veces la vida nos endilga algunos cuerazos con ortiga, como si todo se resumiera en el poema “Los Heraldos negros”, escrito por César Vallejo, y que en sus primeros versos dice así: “Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma. ¡Yo no sé!” Yo si sé que eso se da. Mucho de la vida está más allá de lo que, como humanos, podemos hacer. Una persona no puede hacer algo ante un temblor, ante un tsunami, ante una bala perdida, ante un rayo. El hijo de un amigo murió mientras jugaba fútbol en una cancha llanera. Cuentan que levantó la mano para pedir el balón, estaba en posición adelantada, cuando un rayo asomó en medio del cielo y lo fulminó. Era una de esas tormentas eléctricas en seco. Levantó la mano y, en lugar de recibir el balón, recibió un rayo fulminante. ¿Qué hacer ante eso? ¡Nada!
Sé que hay instantes difíciles, pero me resisto a aceptar que en la vida hay tiempos buenos y tiempos malos. No lo acepto porque esta división me obliga a pensar en periodos de tiempo muy largos. ¡No! La vida tiene instantes negros, que nos caen como la lluvia, pero podemos cubrirnos con paraguas hasta en tanto la misma vida no nos mande el último rayo, el que, cuando alzamos la mano para pedir el balón, se convierte en una línea quemante que baja del cielo. Todo lo que baja del cielo no puede evitarse, ni siquiera una hoja seca o una cagada de chinita.

Posdata: Hay tiempos buenos y tiempos mejores. Siempre que me topo con Óscar Bonifaz y le pregunto cómo está, me responde: “A toda madre”. Sí, hay tiempos madre y tiempos padre. Y estos tiempos son para siempre, son tiempos infinitos.