viernes, 28 de agosto de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA LLENA DE BESOS




La historia es sencilla. Puede pasar en cualquier calle del mundo globalizado. La mamá llevaba a la niña de la mano. La niña veía a una mujer vendiendo mango. La vendedora estaba sentada en el dintel de la puerta de un negocio de telas. Ella ofrecía bolsas de mango colocadas en un canasto. Un hombre se acercó y pidió una bolsa, la mujer abrió la bolsa, le echó limón, sal y preguntó si con polvojuan o con salsa. El hombre pidió polvojuan. La vendedora tomó una cuchara y regó el polvojuan de manera generosa sobre los trozos de mango maduro. A la niña se le escurrió un hilo de saliva por las comisuras de la boca. Su mamá la apuraba. Algún pendiente tenía por resolver, porque parecía una locomotora jalando un vagón sin carga. Para no tropezar, la niña vio el piso, lleno de lajas y de besos. ¡Qué! ¿Besos? Sí, justo donde iban a pasar, varios kisses estaban regados por el suelo. La mamá jaló a la niña, pero ésta se paró en seco y dijo: “Mira, mami, besos regados”, y luego preguntó: “¿Los puedo levantar?”. Los besos estaban regados como si a alguien, apenas segundos antes, se le hubiesen caído de la bolsa sin darse cuenta. La dueña de los besos no había reparado en el accidente y había continuado su camino como si nada. Y ahora la niña, con su mamá apurada, se había parado frente a esos besos caídos.
La historia es sencilla, pero uno (humano al fin) puede complicarla. Puede ser que la historia no sea la del accidente, sino la del acto a propósito. Puede ser que el pretendiente llegó ante la muchacha y le entregó la bolsa de kisses con la mejor sonrisa y ella, la muchacha bonita, pero descorazonada, haya abierto la bolsa, tomado un puño y arrojado al suelo, un poco como para que el muchacho termine de entender que no quiere nada con él. Ahora bien, puede que no sea la historia boba y común de una telenovela, sino que los besos hayan caído del cielo, como si ocurriera una lluvia sin aviso, como si el cielo nevara o soltara una catarata de granizo. Y la historia puede ir más porque cualquiera puede imaginar que una diosa del Olimpo riega, como si regara pétalos, besos para que los mortales sepan reconocer el dulce sabor. Aunque también puede ser la misma historia telenovelera pero divina, porque se sabe que los dioses griegos también tienen la propensión a repetir los sentimientos de ira, odio y despecho, que los humanos; y alguna diosa, en lugar de abrir la palma de su mano de manera bondadosa, tomó un montón de kisses y los aventó a la tierra (como si ésta fuese un basurero) junto con palabras altisonantes dedicadas a su dios infiel, qué te estás creyendo, que con un montón de chocolates, vas a hacer que olvide tus leperadas con la diosa Tetis (y bueno, si la diosa se llama Tetis debe ser por algo bueno).
Lo cierto es que la niña está parada y pide permiso a la mamá para levantar algunos de esos besos caídos. La petición es correcta. La mamá le ha enseñado a su hija que cuando algo de comer se le caiga al suelo ya no lo levante, pero acá, los besos están forrados por un papel plateado que impide que la tierra y demás polvos de la banqueta contaminen el chocolate. La mamá nada dice, sólo jala a la niña quien, sin querer, en el rebumbio del jaloneo pisa un beso. ¿Vieron? ¡Oh, qué pensarían las diosas del amor y de la pasión! Un beso (acaso el más reconocido acto de afecto) fue pisoteado, como si fuese una simple cáscara de lima o un montoncito de caca de una mascota. Pero la niña ya no tiene tiempo para arrepentirse o para reflexionar qué símbolo marca su futuro de amante, de muchacha deseada. La mamá ya la jalonea y deja atrás los besos. La mamá no puso atención a esos besos caídos. Se sabe que las mamás, después del noviazgo infinito y de la esperanza dulce del parto, dedican todos sus afanes a cuidar a sus crías y, tal vez, esta mamá apresurada va camino a casa a ver a los otros dos críos menores que quedaron al cuidado de una sirvienta desobligada.
La historia es sencilla y acá puede ponerse punto y aparte. No eran más que unos chocolates tirados. Los kisses tienen la forma de un pequeño cono, como si fuesen volcanes a punto de hacer erupción. Cuando alguien, de manera cuidadosa, los coloca sobre la mesa, siempre los asienta en la base circular y deja hacia arriba el cono eruptivo, los labios que dan razón de ser a su nombre. ¡Ah, es tan sugerente obsequiar una bolsa de kisses a la muchacha amada! ¡Ah, es tan seductor que ella tome uno de los chocolates, quite la cubierta plateada y ponga el chocolate en su boca y sin decir algo incite a su amado a quitárselo con sus labios! ¡Ah, es el pretexto perfecto para darse un beso! Acaso la muestra más sublime del deseo y del amor. Y acá, en esta banqueta de Comitán, alguien (¡Dios mío!) tiró unos besos al piso y la gente pasó por encima de ellos, de esos besos que la niña sabe que fueron besos pisados, extraviados, desperdiciados. ¿Alguna señal le envió el cielo para decirle que cuando niña se topó con una serie de besos tirados como si fuesen pordioseros durmiendo a mitad de la plaza, expuestos al viento y a la lluvia?