lunes, 31 de agosto de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LAS SOMBRAS VUELAN




La mancha amarilla es la fachada del templo de Santo Domingo; la mancha oscura sobre la fachada es la sombra del árbol que se ve en primer plano (que también aparece como una mancha). La mancha azul es el cielo, y las motas que salpican el cielo son garzas. Perdón, hay más, hay una sombra reclinada sobre el tobogán cuadriculado de tejas.
¿De veras todas son manchas? No lo sé. El maestro Rey, cuando impartía sus clases de Ejercicios Lexicológicos, decía que una mancha es una zona que tiene un color diferente al resto. Y acá, parece comprobarse tal aserto. Tomemos un ejemplo: ¡el cielo! Acá se ve impecable; es decir, la naturaleza nos lo entregó limpio, diáfano, como cristal recién lavado. De pronto, por esos prodigios del universo, una bandada de garzas manchó ese cristal. Claro, fue apenas un instante, porque al siguiente, el cielo volvió a quedar impoluto. Pero esa mancha fue como una sonrisa, como un aguijón de vida. Los niños que estaban en el parque vieron hacia el cielo y señalaron a ese grupo de aves que no graznaban, que no mugían. Y digo que no mugían porque una vez, niño, mi abuela me contó un cuento donde un grupo de vacas ¡volaban! Pero, ¿cómo?, preguntaba a mi abuela, ¿cómo vuelan? Y ella decía que tenían alas, alas de color verde. Pero mi abuela ya murió y ya no me cuenta cuentos. Su muerte fue como una mancha en mi cristal de vida. Su muerte fue tan brutal que, igual que el vuelo de estas garzas, no fue más que un vuelo de un segundo, pero jamás mi cielo volvió a tomar su rostro de loza intocada.
Si recordamos la definición del maestro Rey veremos que todo es una mancha. Y estas manchas (que llamamos sombras) son provocadas por la luz del sol en retirada. Es impresionante lo que logra el sol antes de las seis de la tarde. Primero debemos recordar que es como el sonido de un cacho de toro o como el sonido de una trompeta de concha que avisa, como si fuese campana de templo, que las aves fieles deben volver a casa. Por ello, en esta fotografía, la parvada va con rumbo a la Ciénega, va a buscar su querencia. Segundo, el sol, a esta hora de la tarde, logra el prodigio de que la sombra de un árbol (como el que acá se ve) trepe, como si fuese un tzucumo, sobre la fachada del templo y (¡ah, milagro!), la sombra del árbol sea mucho más grande, mucho más, que la fronda del propio árbol. Con lo cual, el sol da una lección de vida a los tontitos que repiten a cada rato eso de “no debes confiar ni en tu propia sombra”, legándoles el nuevo apotegma que indica: “tu propia sombra siempre es más grande que vos”, con lo cual se da una lección de humildad, porque si la sombra desaparece cuando no existe la luz, significa que ningún ser humano brilla en la oscuridad; y tercero, el sol al atardecer no es más que una mano que cubre a la Tierra con su manto negro. Y, ¡ah, otro prodigio!, el sol al amanecer no es más que la misma mano quitando el manto negro. ¿En dónde, el sol, oculta ese manto negro, de seis de la mañana a seis de la tarde? ¡Fácil! Lo fragmenta en manchas, en sombras.
No hay un solo objeto sin manchas. Por eso, llama la atención cuando una muchacha se cree impoluta y se declara virginal. Ah, pobre, no sabe lo que dice. Todas las muchachas están llenas de manchas, un poco como decir que sus espíritus están llenos de acné.
Así como en Cancún o en Acapulco hay mucha gente que acude a la playa a ver la puesta de sol, en Comitán, mucha gente acude al parque antes de las seis de la tarde, se sienta en una banca metálica y espera el momento en que el cielo, éste sí impoluto, se mancha con el vuelo de las garzas. Es apenas un instante, pero los niños brincan y señalan el cielo. Mi abuela decía que el vuelo de las aves eran los guiños que nos enviaba Dios para que viéramos el cielo. Decía que los seres humanos no tenemos la costumbre de ver el cielo, siempre vemos el suelo. Aseguraba que sólo elevábamos la mirada cuando aparecía una culebra de viento o cuando un arco iris aparecía o cuando, con los ojos llenos de lágrimas, implorábamos la ayuda de Dios. ¿Por qué no mirábamos el cielo cuando nada sucedía allá arriba? El vuelo instantáneo de una parvada de garzas es el guiño para elevar la mirada y reconocer que ahí el sol no puede pintar manchas. Por esto, el cielo, siempre es más sublime que el suelo.