jueves, 31 de diciembre de 2015
SOLA EN CASA
La tía Ramona prendía una veladora todas las tardes. A las seis, en punto, entraba al oratorio y prendía una veladora que dejaba frente a la imagen de San Ramón. Le pedía al santo que su hijo Alfredo no saliera con sus amigos. La Pigosa (que es la perrita de la casa) no prende veladora alguna, pero diera su vida porque mi Paty o mi mamá no salieran de casa. Para la Pigo todos los días son despedida de fin de periodo vacacional.
La tía ponía la telenovela, pero no miraba la televisión, veía los movimientos de Alfredo. Si veía que éste entraba al baño y lo oía cantar alguna de Pedro Infante, sabía que se estaba engominando el cabello para salir. La tía temblaba cuando veía a su hijo entrar a su recámara porque sabía que se estaba poniendo la camisola negra, dispuesto a irse de juerga. Cuando escuchaba el silbido de los amigos desde la calle, a la tía la cogía un temblor de manos, iba al oratorio y, con la temblorina, soplaba y apagaba la veladora. “Me fallaste, Ramoncito”, decía, y se sentaba en el sillón que quedaba frente a la puerta para esperar el regreso del hijo, ya en la madrugada. A veces, San Ramón le hacía el milagro. Mi tía miraba que su hijo entraba a la recámara y cerraba la puerta; la tía caminaba en puntillas y acercaba el oído a la pared: escuchaba la radio. Era señal de que esa noche no saldría. La tía, entonces, sonreía, silbaba y cantaba las canciones de Pedro Infante o de Libertad Lamarque que sonaban en la radio. Entraba al oratorio y prendía una veladora más. “Por eso te quiero, Ramoncito”, decía y besaba la imagen del santo.
Siempre que mi Paty o mi mamá salen de casa, me acuerdo de la tía, porque la Pigo sufre lo mismo que sufría ella, o tal vez más. Cuando la Pigo ve que asoman las maletas en la sala ya sabe que alguien dejará la casa por varios días. Su inquietud inicia, va de un lado a otro de la casa, como buscando sosiego, un sosiego que no encuentra. Sube al sillón y desde ahí mueve sus orejas y está pendiente de cada movimiento. Así como la tía prendía la televisión pero no la veía, así la Pigo levanta la cabeza y está pendiente de todos los movimientos de los de casa, si ve movimientos de desplazamientos normales ella permanece inalterada, casi contenta diría yo, pero si advierte un movimiento extraño, como el de que alguien entre al baño, se lave los dientes, se peine, entre al cuarto, se ponga un suéter y tome un bolso, la perrita comienza a chillar. Chilla como si estuviese abandonada en el desierto y nadie, nadie, pudiera ofrecerle un parasol para calmar la inclemencia de los rayos.
Es como si estuviese en un puerto y presintiera que alguien subirá al barco que está a punto de zarpar. Mi Paty dice: “¿Qué sentirá?”. Yo meto mis manos a las bolsas del pantalón y digo que no sé. Pero veo que el animal sufre. Cuando subimos las maletas al auto, la perrita “llora”. Emite unos chillidos como de rata a la que la aplastaron la cola y no encuentra remedio a ese dolor.
Recuerdo que cuando, en los años setenta, me despedía de mis papás para ir a la Ciudad de México, lugar donde estudiaba, mi papá se quedaba en el umbral de la puerta y desde ahí me veía. Si yo volvía la mirada, miraba a través del cristal trasero del taxi que mi papá seguía ahí. ¿A qué hora se metía a la casa? Siempre pensé que en cuanto el taxi daba vuelta mi papá se metía, pero un día mi mamá dijo que no, mi papá se quedaba ahí por varios minutos, viendo la calle sin verla.
La Pigo sufre. Cuando mi mamá va a la calle, ella sufre, pero cuando mi Paty es quien sale de casa, ella sufre el doble. Sufre un dolor de perro (de perra, en este caso). ¿Qué siente? No lo sé, pero ella, igual que mi tía Ramona, sería feliz si nadie de casa la abandonara. Ahora sé que la mirada de mi papá era la misma mirada. Él hubiese deseado que yo no tuviera necesidad de abandonar la casa, de abandonarlos a ellos, aunque la ausencia fuera temporal.
Cuando mi mamá o mi Paty salen, la Pigo queda lamentándose, a veces se mete debajo de una mesa que está arrinconada, va hacia el rincón y se hace bolita, como si su desamparo encontrara refugio en ese lugar húmedo, oscuro y solitario. Como la ventana de la sala da al frente de la puerta de calle, la perrita sube a la parte alta del respaldo del sillón y se echa ahí. Queda como una esfinge a mitad del desierto.
Una tarde, la tía Ramona me contó que cuando Alfredo estaba en la preparatoria permitía que los amigos de él llegaran a su casa y tomaran en la sala, ella les preparaba botanitas y dejaba que usaran el tocadiscos para escuchar las canciones de Infante, Negrete y de Javier Solís. Alfredo y sus amigos tomaban hasta emborracharse. La tía ya tenía preparada dos recámaras con camas individuales para que los amigos durmieran ahí su borrachera. Ya los amigos sabían que no podían salir una vez que entraran a la casa, porque la tía, a las ocho de la noche ponía cadena y candado a la puerta de calle, para evitar que los muchachos se expusieran a los peligros del exterior. A la mañana siguiente, la tía se levantaba temprano, quitaba la cadena y preparaba los caldos y las cervezas heladas para ofrecerles a los muchachos. Pero un día, los muchachos dejaron de llegar y Alfredo comenzó a salir. A la tía no le quedó más que encomendarse al santo de su devoción. Pero, la mayoría de veces San Ramón no atendía sus peticiones. Cuando Alfredo salía, la tía estaba con el televisor prendido, pero no lo miraba, sus ojos estaban siempre en otra parte. Tal vez en la misma donde están los ojos de nuestra perrita cuando mi Paty o mi mamá la abandonan; la misma en donde estaban los ojos de mi papá.
La Pigo se queda mucho tiempo echada sobre el lomo del respaldo del sillón, ahí se está horas y horas, hasta que escucha que alguien mete la llave en la puerta de calle. Cuando ve que es alguna de ellas, se para y comienza a rascar el cristal de la ventana. Es como si prendiera otra veladora y cantara alguna canción de Infante o de Jorge Negrete. Baja al piso y rasca la puerta de la sala y cuando ella se abre se abalanza a las piernas de ellas y les da mil vueltas y mueve la cola y echa a correr por toda la casa, llega a la pared y, como si fuese campeón de natación, se impulsa y hace el recorrido contrario. Ya, ya, escucho que gritan mi mamá y mi Paty, pero yo pienso que está bien. Tantas horas de sufrimiento bien merecen un festejo atolondrado.
¿Qué siente la perrita cuando mi Paty sale de casa?
El Misha (que es el gato de la casa) no tiene estas reacciones, él, echado sobre un almohadón, apenas abre los ojos cuando alguien se va de casa y vuelve a hacer la misma operación cuando alguien regresa. Claro, si es hora de comida, baja y comienza a hacer zalamerías en las piernas de ellas.
Mi tía Ramona, sin duda, en una vida pasada fue una perrita. Por eso sufría cada vez que Alfredo salía de casa. De igual manera que la Pigo sufre cuando mi Paty o mi mamá abandonan la casa. ¿Por qué sé esto? Porque yo siempre estoy en casa. Cuando, eventualmente, salgo, el Misha sigue durmiendo y la Pigo se contagia, porque no le da el mal de la tía Ramona. Por algo será.
El periodo vacacional concluye. Muchas personas regresarán a los lugares donde radican, abandonarán las casas donde crecieron, dejarán a sus papás. ¿Qué sienten los que se van? ¿Qué sienten los que se quedan? ¿Quién se sienta en el sillón frente a la puerta y espera, con ansias, el retorno del que se va?
miércoles, 30 de diciembre de 2015
ME FALTAS
Lupita se paró ante la mesa, con su dedo índice nos señaló a todos y dijo que éramos unos cobardes y unos tontos, que Sabines era el mejor poeta del mundo (dijo del mundo mundial, pero acá no lo consigno porque es de mal gusto). Aventó la silla desplegable y salió del salón. Jorge, cortándose las uñas, echado hacia atrás de su silla, dijo, sin vernos: “El mejor poeta del mundo mundial es Efraín”, y siguió cortándose las uñas, tan campante. Guadalupe dos (porque Lupita es Guadalupe uno), quien estaba sentada en la cabecera de la mesa, al lado de una torre de libros de poesía, dijo que seguimos siendo unos pobres provincianos, porque no pasamos de nuestra parcela, ¿acaso no sabemos que hay más mundo? Tomó el libro que estaba arriba de la torre y leyó: “Saltaron hacia abajo desde los pisos en llamas: / uno, dos, todavía unos cuantos / más arriba, más abajo. / La fotografía los mantuvo con vida, / y ahora los conserva / sobre la tierra, hacia la tierra. / Todos siguen siendo un todo / con un rostro individual / y con la sangre escondida. / Hay suficiente tiempo / para que revolotee el cabello / y de los bolsillos caigan / llaves, algunas monedas. / Siguen ahí, al alcance del aire, / en el marco de espacios / que justo se acaba de abrir. / Sólo dos cosas puedo hacer por ellos: / describir ese vuelo / y no decir la última palabra.”, dejó el libro en su lugar, en la parte más alta de la torre de libros y dijo que eso era poesía, que era un poema de Szymborska. ¿Han leído a Szymborska? No, ¿verdad? Por eso se conforman con sus poetas locales, pues quédense con ellos, quédense con su Sabines. “A mí me gustan “Los amorosos””, dijo Ernesto, mientras comenzaba a levantar los libros que, como palomas en el parque, estaban desperdigados sobre la mesa. Guadalupe dos abrazó la torre de libros y dijo que no habíamos entendido el poema de Szymborska, que no habíamos entendido nada, que el poema se llama Fotografía del 11 de septiembre y que habla de…, pero calló y después de un segundo dijo que nosotros no entendíamos nada, que Lupita (Guadalupe uno) tenía razón, que éramos unos tontos y cobardes.
Todo este alboroto había nacido en el instante en que Romeo dijo que hiciéramos la prueba, que imagináramos que el verso que está en esta fotografía no tenía el nombre del autor (la fotografía la había reproducido sobre la pared blanca, a través del cañón que siempre usamos en las sesiones del taller de análisis de poesía), que lo leyéramos en voz alta y dijéramos si nos gustaba o no. Erwin fue el primero que dijo que parecía verso de una canción de Juan Gabriel; Isabel siguió con la broma, dijo que más bien parecía verso de una canción de Arjona. Gamaliel pidió que fuéramos serios; Juan dijo que todos estábamos siendo serios, que, en verdad, el verso era malísimo. Lupita dijo que no se valía hacer esa lectura, que no éramos lectores de versos sino de poemas, que los poemas no debían fragmentarse, que el verso estaba fuera de su contexto literario, propuso que leyéramos completo el poema. Fue entonces cuando Margarita se paró (estaba sentada casi frente al centro de la mesa), nos vio a todos y dijo que no había necesidad de imaginar, que Ricardo Pérez (¿Se acuerdan de Ricardo, verdad?, preguntó) había hecho la prueba en un taller en Venezuela (ahí, en donde contados son los que conocen a Sabines), había leído un poema de Jaime, haciéndolo pasar por un poema escrito por él y, ¿qué creen?, pues todos señalaron errores y dijeron que era un lugar común. Lo cual comprueba -dijo Romeo- que algunos poemas de Sabines son una bazofia. No todos, claro, hay algunos muy buenos, pero hay otros que no debió publicarlos. Es que la cáscara más resbaladiza, dijo Erwin, no es la del plátano sino la del poema de amor, ahí el que no cae resbala. Cómo no, dijo Guadalupe dos, en manos de titiriteros la palabra se vuelve temblorosa. Ahí fue donde Lupita se enojó y dijo que éramos unos tontos. Ella ama la poesía de Sabines.
Cuando las aguas se calmaron, Margarita propuso que regresáramos a los poetas clásicos, como lo habíamos hecho al abrir el taller de análisis poético. Propuso que sigamos leyendo a los locales, pero que no los analicemos, que cada quien haga su propia lectura y que no la externe, porque, parece, que somos muy delicados de piel y todo nos causa escozor. Nos da pena mostrar nuestras debilidades. Todos, en ánimo de preservar la concordia, votamos por la moción y la aceptamos. Guadalupe dos fue quien expresó más emoción. Vaya, retornamos al buen camino. Basta de ver volar golondrinas, cuando bien podemos conmocionarnos ante el vuelo de las águilas. ¡Ya, ya!, dijo Margarita, cerremos la discusión. Romeo picó sobre el tablero de la computadora y la siguiente imagen apareció. Era un verso de un poema de Hernán. Juan se paró y apagó la laptop. Mejor leamos a Pessoa, dijo, y buscó un libro en el estante de la derecha. Sí, dijo Margarita, y que quede como regla que no leamos poesía local de algún poeta vivo, luego se puede enterar que no nos gustó y ¡ya ven cómo se ponen!
lunes, 28 de diciembre de 2015
REGALO DE NAVIDAD
Como si fuese prima hermana de El Principito, Morgana me tocó el brazo y dándome dos piquetes con su dedo índice dijo: “Tío, dibujame dos chuchitos”. Armando, papá de Morgana, había dicho una hora antes que ella le había pedido a Santa Clos dos perritos, como regalo de navidad. Armando, con el vaso de ponche a la mitad, dijo que Santa no le concedería su deseo a Morgana, porque una mascota no era un juguete, pero Elena, mamá de Morgana, al contrario, pensaba que sería bueno que ella tuviese un perrito (más bien una perrita, porque éstas son más limpias, les basta echarse para hacer pipí, no que los perros…). “¿Y vos, qué opinás?”, me preguntó Armando, con esa voz que siempre pone cuando quiere que yo esté de su lado. No, no, a mí no me pregunten, esto es cosa de Santa, dije, un poco como para no enredarme en asuntos que ni me vienen ni me van. ¿Dos perritos? No podríamos ni con uno, en la televisión dicen que no es conveniente regalar animales en navidad, luego en enero están en la calle. Además, tu hija no es muy responsable que digamos. Por eso, por eso, Margarita dice que una mascota los ayuda a ser nobles y a ser responsables, ¿oíste?, responsables. ¡Margarita, Margarita! ¿Qué va a saber Margarita, si ella ni animales tiene en su casa? Los únicos animales que tiene son las gallinas que tiene la tía Eulogia en el sitio. Las gallinas no requieren la misma atención que requiere un perro. Alejandro, ¿las gallinas son mascotas? No epero mi respuesta, él mismo se contestó: ¡Qué van a ser mascotas! La tía Eulogia las tiene para engordarlas y venderlas en el mercado. Así que Margarita es la menos indicada para decir si Morgana debe o no tener una mascota. “Vos, ¿qué decís?”, insistió Armando, pero yo, como dicen en Comitán, me hice tacuatz y pedí otro poco de ponche. La pausa funcionó, porque Armando olvidó lo de las mascotas, se paró a poner una película en el lector de devedé y me preguntó si ya había visto alguna de la Guerra de las Galaxias. Él, que es fanático, me dijo que hizo una larga fila la mañana de estreno de la más reciente. “Un robot, como R2D2, eso le debería traer Santa a Morgana. Los robots no ensucian la casa y no se pierden. Tienen un chip integrado que los hace casi tan inteligentes como los seres humanos”. Pero Armando no puso alguna película de la serie, puso “Birdman”, película de Iñarritu, que obtuvo el Óscar como mejor película. Elena regresó a la sala y me dio un vaso con ponche caliente, me preguntó si quería piquete, dije que no. Morgana entró y me dijo que le dibujara dos chuchitos, me quitó el vaso de ponche, lo puso sobre la mesa de centro y me dio un paquete de colores y un cuaderno de dibujo. ¡Niña, no estés molestando a tu tío!, dijo su papá, pero como la película ya había comenzado la ignoró. Elena subió las piernas al sofá, se tapó con una colcha y vio la pantalla. “Por favor, tío, por favor”, dijo Morgana y salió. Me quedé con los plumones y con el cuaderno sobre mi regazo. Quienes me conocen ¡saben que dibujo! Pero no dibujo correspondencias con la realidad. Desde siempre, no sé por qué, dibujo alteraciones de la realidad, como si en mi cabeza los animales y objetos reales no correspondieran a mi mundo. En mi mente, siempre, han existido animales diferentes, pero he comprobado que, igual que en el libro de El Principito, a la hora que enseño una boa con un elefante adentro de su panza, los adultos dicen que parece un sombrero, pero que le falta anchura, y todos los niños descubren que es ¡una boa con un elefante adentro de la panza! Así que, mientras mis primos veían Birdman yo pinté lo que acá se ve: dos chuchitos. Morgana entró justo a la hora que terminaba el dibujo, se acercó, sonrió y dijo: “Gracias, tío. Sí, sí, son dos chuchitos bien bonitos. Te prometo que los cuidaré mucho”. Elena nos vio, se paró y dijo en voz alta: “Mor, Santa mandó una carta y dijo que sólo un perrito encontró, porque muchos niños en todo el mundo le pidieron mascotas. ¿Te parece?”. Sí, mamá, sí. Ah, qué alegría, tendré tres chuchitos. Sí, los voy a querer mucho. Y se puso el cuaderno sobre su pecho y sonrió. En cuanto Morgana salió, Armando dijo: “Pero, que conste, yo no pondré un solo centavo para su alimentación y no quiero, entiéndelo, bien, no quiero que el pinche animal deje mierda por toda la casa”. No te preocupés, dijo Elena, tu hija y yo veremos que te moleste lo menos. Armando me vio y dijo un lugar común: “Ay, primo, no sé para qué me casé” y siguió viendo la pantalla.
Morgana me llamó por teléfono el veintiséis. Estaba feliz. Tenía tres chuchitos, me dijo. Repitió que los cuidaría mucho. Luego dijo: “Te paso a mi mamá”. Elena dijo: Gracias. Has hecho feliz a mi hija. Pero, yo, ¿por qué? Elena explicó que a la hora que dibujé los chuchitos ella entendió lo que debía hacer. ¿De veras? Claro. Es muy sencillo cumplir con los deseos del otro, cuando los deseos son nobles. ¿Viste el dibujo?, pregunté. Claro, dijo Elena, están bien bonitos. El pequeño está en su cunita. Una cunita igual ya le mandé a hacer a Benito. ¿Benito? ¿Así se llama el chucho que le compraste? Sí, es un french poodle y le pusimos así en honor tuyo (quienes me conocen saben que me llamo Alejandro Benito). Ah, gracias, dije, gracias. Reí. ¿Sabías que los french eran los perros de la nobleza?, preguntó Elena. Ah, pensé, es tan fácil cumplir deseos cuando el deseo es noble.
El tacuatz ¿puede ser una mascota? He visto a personas que tienen a cuches como mascotas. Debe ser bonito tener un tacuatz como mascota: “¿Jugamos a hacernos tacuatzes?” y amo y mascota se tiran al suelo y dejan que el problema pase.
domingo, 27 de diciembre de 2015
UNA NUEVA EDICIÓN QUE DA LUCES
La versión más reciente de “Balún-Canán” tiene un prólogo de la doctora Andrea Reyes. La doctora Reyes es investigadora del Scripps College, de California, USA y, en los últimos tiempos, se ha dedicado a estudiar la obra y vida de Rosario Castellanos.
El prólogo se centra en las críticas que Rosario recibió al publicarse la novela: “¿Cómo una niña de siete años tiene la capacidad de ser la narradora?”. Además, se insiste en retirar a “Balún-Canán” la etiqueta de “novela indigenista” y se propone insertarla en lo que Bajtín llamó “Novela del aprendizaje”, donde se está “ante la imagen del hombre en proceso de hacerse”. En “Balún-Canán” aparece una niña que al término de la novela ya no es la misma del inicio. Esta categorización es, en apariencia, la síntesis de cualquier obra literaria, porque, en la literatura, como en la vida, todo es un proceso de cambio. No obstante, es correcto tratar de eliminar la etiqueta de “novela indigenista” que la propia Rosario rechazó.
En una relectura de escaneo que hice a la novela, hay pistas de un error que ya enmendó la doctora Reyes. Recientemente, Coneculta-Chiapas publicó un opúsculo que da cuenta de una entrevista que Reyes realizó a Raúl Castellanos, el medio hermano de Rosario y Benjamín, el hijo bastardo que don César tuvo antes de casarse con la mamá de Rosario. Como un agregado final, la doctora Reyes asume el error en que incurrió al dar como buena la información (hallada en Internet, ¡por el amor de Dios!), de que Bajucú era una de las haciendas de la familia de Rosario. Las haciendas fueron dos (versiones comprobadas de amigos comitecos muy cercanos a Rosario): El Rosario y Chapatengo. En la contraportada del libro: “Las haciendas de los Llanos de Comitán”, también editado por Coneculta-Chiapas, aparece un mapa de Chiapas donde están señaladas ambas fincas. La finca que aparece en la novela, nombrada Chactajal, corresponde a El Rosario, dadas las pistas que deja la autora. Rosario narradora dice que para llegar a Chactajal pasaron por Lomantán, Bajucú y atravesaron el río Jataté. La doctora Reyes ignoró estas pistas y, en el libro “Recuerdo, recordemos. Ética y política en Rosario Castellanos” da como buena la información equivocada que aún está en el Internet de que la hacienda de Bajucú perteneció a la familia de la escritora. Se sabe que, en efecto, una mujer de nombre Rosario Castellanos fue propietaria de dicha hacienda (de ahí la confusión). Pero, los comitecos sabemos que hay un mundo de diferencia entre una Rosario y la otra. La dueña de la hacienda fue conocida con el mote de doña Chayotona y quienes la conocieron cuentan que la señora fue avara y miserable. Dicen que, a la hora de la comida, se acercaba a una choza de sus siervos y tomaba las tortillas que las mujeres echaban al comal; asimismo, ya en plan de leyenda, cuentan que hizo muchos “entierros” de dinero. Para esta operación se hacía acompañar por un ayudante que era sordomudo. Bajucú, entonces, perteneció a Rosario Castellanos, La Chayotona.
“Balún-Canán” apareció en 1957. En 1959, el enormísimo Günter Grass echó al mundo “El tambor de hojalata”. En “El tambor de hojalata” quien narra es un niño que se resiste a crecer, narra desde su visión de niño de tres años. Claro, Günter, al inicio de la novela dice que lo narra desde su condición ya de adulto, desde un siquiátrico donde está recluido. Rosario cometió el error de no decir, lo que es obvio, que narraba desde su condición de adulta. Tal vez no lo hizo porque no deseaba ser tan transparente a la hora de vaciar muchos rasgos biográficos. ¡Ah, su historia personal es tan cercana a la historia que se cuenta en “Balún-Canán” que nadie puede dudar que la protagonista es ella misma! ¿Por qué la niña narradora de la novela no tiene nombre? Ya algunos críticos lo han señalado: Porque Rosario no tenía nombre. Por eso escribía, para nombrar al mundo y, con este acto, nombrarse ella misma. La hacienda Chactajal que aparece en la novela es la hacienda El Rosario. El cambio de nombre va en la misma dirección.
Bienvenida la nueva edición con el prólogo interesante de Andrea Reyes. Bienvenida la aclaración que la doctora Reyes hace al reconocer que se fue con la finta respecto a la hacienda Bajucú. Claro que más dudas aparecen ahora, porque en la entrevista con Raúl Castellanos, éste dice que la familia de Rosario habitó en tres diferentes casas de Comitán, ¡tres! No, Dios mío, los comitecos sólo tenemos registro de dos: la que está casi enfrente de la salida del Pasaje Morales y la que está frente al módulo de atención turística, del palacio municipal. Doña Lolita Albores contaba que cuando don César venía de Comitán se hospedaba en su casa, ahí tenía su propia cama. ¿Hubo otra casa donde habitó Rosario?
sábado, 26 de diciembre de 2015
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UNA RANITA AL LADO DE UN LEÓN
“Acá estuvo mi casa”, dijo el tío Armando, cuando llegamos al pueblo donde nació. Señalaba un punto indefinido. En el lugar que estuvo su casa, ahora está un parque, con árboles, pájaros y una fuente de estilo indefinible. En su memoria estaba la casa, pero en el terreno ya no. Así que era imposible determinar el punto exacto, ya que el terreno no coincidía con su memoria. Caminé junto con él, mientras veía el esfuerzo que hacía para ubicar su recámara, el cuarto, la cocina y el baño de la casa. Como si fuese un agrimensor dio dos, cuatro, seis pasos y se paró al lado de un árbol, dijo: “Acá estaba la sala”. Donde estuvo la radiola ahora estaba un registro de luz. La casa sólo estaba en su memoria. Parece que sólo en la memoria es que permanecen inalterados los muros de las casas que son derruidas.
“La ranita encantada” es mi amiga en el Facebook. Ella subió esta fotografía que, entiendo, corresponde a los años setenta. Basta ver las campanas del pantalón cuadriculado. La ranita está sentada, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas, en el borde de un estanque que recibía el chorro de agua que brotaba de las fauces del león. Por supuesto que el estanque ya no existe. Estaba en un vértice del parque central de Comitán, contra esquina del edificio de la presidencia municipal. Al estilo del tío Armando podíamos, ahora, señalar la base donde está la escultura de Luis Aguilar (“Las dos Lolas”) y decir: “Por acá estuvo el león, por acá anduvo la ranita”. Pero, igual que al tío, nos costaría mucho trabajo decir con exactitud en dónde estuvo. Para lograr tal hazaña deberíamos revisar fotografías de aquel tiempo y confrontarlas con fotografías actuales, para, más o menos, determinar en dónde estuvo el león. Algunos amigos míos juran que este estanque tenía peces (peces japoneses, dicen ellos). Yo no recuerdo eso. Yo recuerdo el estanque como está en esta fotografía: ¡sin agua! No recuerdo haber visto jamás que el león expulsara agua de sus fauces, pero sí recuerdo que, en medio de su trompa, había una manguera que, sin duda, servía para soltar el chorro.
En esta fotografía se advierte un barandal metálico pintado en color rojo quemado. Hubo un tiempo en que tal protección no existió. Juan dice que él bajaba las gradas y a la mitad de la escalera flexionaba las piernas y se aventaba al estanque, Juan, igual que yo, recuerda que siempre estaba sin agua. Brincaba el murete que (acá se ve) estaba hecho de piedra, subía de nuevo al punto indicado y volvía a aventarse, como si fuese uno de esos clavadistas que se avientan en la quebrada de Acapulco. Juan dice que siempre caía parado y que jamás se quebró algo. Tal vez algún presidente consideró que era un riesgo que los escalones no tuviesen protección y mandó a hacer un barandal modesto, casi simple. Desde entonces, la diversión de Juan terminó.
Nadie podría decir la ubicación exacta de ese estanque. Sólo hay acercamientos, pequeños atisbos. Siempre es así. Enrique, quien vivió en la manzana de la discordia, derruida en los años ochenta, se para ahora al lado de la fuente y (perdón por la insistencia) al estilo del tío dice: “Acá estuvo mi casa”, pero no puede ubicarla con precisión. Para que las cosas sean precisas deben estar en su lugar, y, ahora, la manzana de la discordia y el estanque del león ya no existen en el plano de lo físico. Sólo permanecen inalterados en las memorias de Quique, de la Ranita y de miles y miles de comitecos que vivimos esa época.
El león está ahora en el tanque de los caballos. Muchos comitecos se han quejado del abandono en que permanece. Ahora, el tanque (que nunca tiene agua, pero sirve para alimentar la nostalgia) tiene una protección metálica que impide que la gente se acerque. Como si de veras el león fuese una fiera de la sabana, algún presidente lo encerró detrás de una reja, como si estuviese en un zoológico. Este encierro causó una lejanía, pero evitó que, como en años anteriores, muchachos traviesos y vándalos le tumbaran sus dientes y le pintaran unos lentes que lo hacían ver bien punk.
Sé que si ahora los urbanistas hicieran el trazo del nuevo parque conservarían este estanque y el león, lo conservarían porque sabemos la importancia de preservar los lugares que alimentan la memoria de los seres humanos. Cuando nos enteramos que en países en guerra derruyen edificios recordamos que acá, también, en tiempos de paz, hubo gente que derruyó nuestra memoria colectiva.
Por fortuna, la ranita encantada nos dice que no fue un sueño; nos recuerda que, en algún momento, este estanque formó parte de nuestro imaginario colectivo. Sin este estanque, ella no fuese ranita, tal vez fuese un tsizim. Gracias a este estanque, sin agua, la ranita encantada sigue platicando con el león. ¡Ah, qué fábula más interesante! Ella, al estilo del tío Armando, desde la ciudad de Tapachula, dice cada mañana: “Hace muchos años yo viví al lado de un estanque que existía en Comitán”.
viernes, 25 de diciembre de 2015
ENTRECRUZAMIENTOS
Recibí dos regalos. El viejito de la nochebuena me hizo dos presentes: un libro y un frasco de penpenchiles. El penpenchile protegido en un frasco de cristal y las hojas de papel protegidas por una cubierta de cartulina con barniz.
De niño, como cualquier niño, hacía mi carta al viejito, con mis pedidos. Ahora, ya viejo, nada pido. Pero, por fortuna, no falta quien se acuerde de mí. Recibí dos regalos, los recibí con emoción, porque recibir libros me produce un gozo especial. No esperaba dichos obsequios. No los hallé debajo del árbol, los encontré a mitad del camino. Entré a una librería y ahí los propietarios me dijeron que me esperara. Dos minutos después, Samy y Sol me entregaron un libro envuelto en papel de regalo. Me sentí consentido. A final de cuentas, quien recibe sabe que es un consentido. Yo sé que soy un consentido de Dios, porque todos los días me da presentes, pasados y futuros. Luego fui a la central de abasto a comprar tortillas “moradas”. Una alumna universitaria me vio, corrió y me dijo: “Para tus frijolitos” y me entregó el frasco con penpenchiles. Recibí el frasco con el mismo gusto con el que recibí el libro. Hace tiempo, otro alumno me ofreció un frasco con chile de simojovel.
Entendí el mensaje. El libro es una novela de Piglia, escritor argentino, y el frasco contiene chiles cultivados en algún sitio comiteco. Entendí el mensaje: somos universales, pero profundamente locales. Entendí que mi mundo está conformado de esas dos esencias: el diálogo permanente con autores de muchos países del mundo y la lectura atenta a mi entorno: Comitán. Ahora, en mi mesa de lectura tengo cuatro o cinco libros que leo al alimón: el de una autora española (Milena Busquets), los de tres autores mexicanos (Del Paso, García Bergua e Ibargüengoitia), los de una autora bielorrusa (Svetlana Alexiévich), el de un autor español (Juan Bonilla) y los de Piglia (autor argentino); y en mi mesa del alimento físico tengo una lata de aceite de oliva (español), un frasco con miel (de Socoltenango), un plato con chinculguajes, un envase plástico con ciruelas pasas (de Chile) y un frasco de penpenchiles comitecos. ¿De qué campo el maíz de las tortillas moradas? ¿Qué manos siembran ese maíz y lo cosechan? ¡Hay tantas personas anónimas que me ofrecen presentes todos los días! Me encantan los libros porque sé quiénes son los que abren sus manos para ofrecer lo que cosecharon de sus mentes.
Mi alumna me alcanzó y me dijo: “Para tus frijolitos”. Así lo hice. En cuanto llegué a casa quité la envoltura al libro de obsequio y lo puse sobre la mesa. Fui a la estufa en donde estaba la olla con los frijoles, calenté tres tortillas moradas y abrí el pomo de los penpenchiles, pequeños gránulos verdes, naranjas y rojos. Abrí el libro y comí. No sé cómo hago esta operación de manera tan natural. Llevo años comiendo y leyendo a la vez. Por esto, los libros, a veces, terminan con las hojas manchadas de jugo de papaya o de caldo de frijol. Es como la continuidad del mensaje: que lo universal se alíe con lo local y viceversa.
Entendí el entrecruzamiento. Este año, el viejito de la nochebuena me proveyó de las dos esencias fundamentales: alimento para mi cuerpo y alimento para mi espíritu. Como a mí me fue otorgado, pido que a los demás también les sean otorgados estos dones, por siempre. Que quienes abrieron sus manos y sus corazones para entregarme esos dones también el universo sea generoso con ellos.
Ya no le pido al Viejito de la nochebuena. Dejo que todo fluya. Sería desagradable saber que alguien me obsequiara un auto BMW o un yate como esos que posee Luis Miguel. Soy feliz con las cosas sencillas del mundo: libros y penpenchiles. ¿Para qué más? Ha habido años que he recibido puro chile. Ahora, el destino fue más pródigo, al chilito le agregó librincillos.
Yo, que poco tengo, sólo mis palabras ofrezco. Acá van.
miércoles, 23 de diciembre de 2015
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN ÁRBOL TORCIDO
Dicen que árbol que crece torcido jamás su rama endereza. El tío Armando, cada vez que abríamos una cerveza en el patio, recordaba tal dicho. Lo decía molesto, como si nosotros, sus sobrinos adolescentes, fuéramos árboles que ya no tendríamos remedio. Siempre recuerdo al tío Armando cuando paso por esta calle de la fotografía y veo el árbol torcidísimo que funciona a manera de dintel del pequeño local que es una peluquería. Ah, qué torcido creció este árbol. Es un hecho que jamás enderezará su rama. Pero, ¿alguien le pone algún requiebro a esta torcedura? ¡Yo no! Una vez, el escritor y poeta Fabio Morábito dijo que si creciéramos enhiestos ¿qué podríamos contar? Parece que todos los árboles (aplíquese a los seres humanos) crecen un poco torcidos. La rectitud no existe: “Caras vemos, torceduras no sabemos”. Siempre que me veo ante el espejo; es decir, cada mañana, recuerdo que estoy hecho de la misma sustancia con que están formados los maleantes, los sabios, los mendigos, los miserables, los ángeles. Nuestra sustancia, al parecer, es una materia que no tiene la formalidad del acero (bueno, el acero, sometido a fuegos intensísimos, también se enchueca).
Nosotros, jóvenes al fin, no le hacíamos mucho caso al dicho del tío Armando. Lo dejábamos con su coraje. El tío, siempre exigente, con los demás y consigo mismo, alimentaba la teoría de que Dios nos había hecho a su imagen y semejanza, pero el demonio (así lo decía) era quien se encargaba de echar fuego a la fragua para que nuestro ser se torciera. Y ahí andábamos todos torcidos bebiendo cerveza debajo del árbol de mango, que daba una sombra bien refrescante. Eran tiempos en que bebíamos sin tregua. Los amigos íbamos cayendo y terminábamos casi casi con la forma que tiene este árbol que despliega sus cientos de banderas en el dintel de la puerta.
La calle donde está este árbol tiene un asombro especial. Acá se puede ver un mural de la serie que pintó un recordado maestro comiteco en la barda de su residencia. El maestro plasmó una serie de murales con imágenes de Chiapas. El caminante se detiene ante este prodigio y siente que ahí hay algo que dignifica el instante. Se nota que el peluquero también tiene conciencia de esa mano que es como una caricia, porque interrumpió la continuidad de la banqueta con un arriate lleno de geranios. El caminante se encuentra con un escollo, pero no se enoja, al contrario, bendice este racimo de vida a mitad del camino. El árbol torcido pareciera nacer en medio de ese hato de geranios, pareciera ser lo que es: una rebelde que no se conformó con ser una simple flor a nivel de piso. Ese árbol torcido, torcidísimo, se atrevió a ser primo hermano del patito feo y se levantó por encima del suelo y se convirtió en una hermosísima buganvilia, ¡ah!, de qué manera tan soberbia se desparrama en las alturas. Sabe que es el acompañante fiel de esa serie de pinturas que adorna la sencillez del muro.
El tío se metía a su cuarto y lamentaba que estuviera abonando plantas que jamás sus ramas enderezarían. Mientras uno de nosotros tocaba la guitarra, los demás cantábamos aquella de “No soy de aquí ni soy de allá, no tengo edad ni porvenir…”, que era un poco el himno de todos aquéllos que éramos como árboles torcidos que no sabíamos por dónde agarrar el tren que nos llevaría a una buena estación. La vida es tan incierta, tan frágil. Tal vez esto era la única certeza que teníamos: la fragilidad, por ello, tratábamos de apoyarnos en ese mundo ilusorio de la bebida; tal vez por esto, el tío se enojaba, porque él sabía que ese no era el camino, pero ¡qué íbamos a saber nosotros! Apenas éramos unas ramas endebles, cualquiera de los adultos pasaba y con sus pies nos torcía un poco. Además, nosotros mismos nos doblábamos ante sus órdenes y ante sus exigencias o, bondadosos, dejábamos que los niños colgaran sus columpios sobre nosotros. Éramos endebles, cualquier ventarrón nos hacía para uno y otro lado; no teníamos bien cimentadas nuestras raíces. Pero, después de muchos años, cuando encuentro a alguno de esos primos y lo miro a los ojos veo, lo juro, algo como un resplandor naranja, como si fuese otra buganvilia más que, a pesar de la torcedura de sus ramas, fue hacia arriba y deja que, como antes, los pájaros hagan nidos en sus frondas y los niños cuelguen columpios en su columna vertebral y jueguen a que vuelan. Lo que sí no permiten mis primos es que un adulto les ponga el pie encima. Ya no son árboles débiles, se hicieron fuertes. Por eso, cuando paso por esta calle y veo la buganvilia y su tronco retorcidísimo creo que la vida no es más que crecer a pesar de saber que jamás enderezaremos las ramas. ¡Ah, qué fastidio sería, como dice Fabio, crecer enhiestos!
lunes, 21 de diciembre de 2015
UNA LECTURA INOCENTE
Lucky y yo caminábamos por el parque recreativo. Lucky ya había terminado su tarea. Caminamos a través de las mesas de cemento, donde los paseantes toman la torta y el refresco. Llegamos al fondo del parque. Ahí hay aparatos que los adultos usan para ejercitar, un señor, con pants y un estómago generoso, hacía abdominales. Lucky dijo que el señor estaba haciendo abdominales y luego se dobló de la risa (como si ella misma las hiciera). Dijo: “Hacer abdominales, qué chistoso” y volvió a reír.
A Lucky le gusta salir a caminar. Es agradable caminar cuando la tarde tiene cara de chupamirto libando miel. Llegamos al edificio donde funcionó una cafetería. La cortina del local estaba cerrada y las paredes manchadas con dibujos. Lucky leyó los mensajes que, como era previsible, estaban insertos en el catálogo de “Fulano estuvo acá” y “Te amo, sutana. Atentamente, sutano”. Dibujos, muchos dibujos. Lucky se detuvo frente a estos dos, que se ven acá: “Mirá, tío -dijo-, una fuente y una flor conejo”. Yo, tragué saliva y sonreí. Seguimos caminando. Subimos al parque de San Sebastián y ahí compramos dos paletas de chimbo, nos sentamos en una banca y dejamos que la tarde pusiera su mano limpia sobre nosotros.
Ya en casa reflexioné en la pérdida de mi mirada niña, de mi mente niña. Lucky había visto una fuente y una flor conejo. Yo, ¿qué había visto? Otra cosa, una cosa muy lejana a esa mirada niña, a esa mente niña. ¿Qué ven los otros? ¿Los que llegan en donde estuvimos nosotros? No sé cuál fue la mirada del dibujante, del que hizo los trazos con plumón negro. Quisiera pensar que fue un trazo niño, que dibujó una fuente; porque, sí la veo con mirada niña alcanzó a ver que en la base de la fuente ha crecido la maleza; alcanzó a ver que la torre tiene un remate a manera de veladora, de cuyo pabilo brota el agua, el agua limpia donde los niños juegan a la lluvia. Si el dibujo lo veo con mirada niña, con mente niña, veo que, en efecto, el de la derecha es una flor conejo, una de esas flores de dos pétalos cuyo centro siempre es una carita sonriente. Hay fuentes con mil formas, mil fuentes con formas diversas; de igual manera, hay miles y miles de flores. Las flores conejo son propias de las regiones cálidas, los biólogos mencionan que crecen a la orilla de los caminos y que, igual que los animalitos del mismo nombre, se reproducen con gran facilidad. Las flores conejo más hermosas son las que tienen blanco el peciolo y naranja la hoja. Los artistas comentan que esta variedad es simbólica, ya que el color blanco recuerda a los animalitos y el color naranja remite de inmediato al vegetal que comen.
Yo, qué pena, a la hora que Lucky sonrió y señaló con el dedo índice los dibujos, vi otra cosa. No pude cancelar mi mirada de cueva oscura. En realidad, ahora que escribo, advierto que no es mi mirada la que perdió su inocencia. Sé que las niñas de mis ojos siguen intocadas. La torcedura se da en mi mente. Mi mente es la que transforma la esencia de los objetos y de los actos. A veces voy solo al parque, me siento en una banca y veo a las muchachas bonitas que por ahí caminan. A veces recuerdo que cuando niño hacía lo mismo en compañía de Jorge. Jorge y yo veíamos a las muchachas bonitas, igual de bonitas a las que ahora veo. Recuerdo que en ese tiempo jugábamos a “adivinar” los colores de las fachadas de las casas de ellas. Era un juego muy sencillo y simple: mirábamos los colores de sus blusas, de sus faldas, de sus zapatos, de sus cinturones, de sus pulseras y de las cintas enredadas en sus cabellos; entrecerrábamos los ojos e imaginábamos las fachadas de sus casas y, a la cuenta de uno, dos, tres, decíamos en voz alta el color que creíamos tenía la fachada. A veces coincidíamos, a veces no, pero siempre (era la regla del juego), debíamos decir un color que ella llevara puesto. Como yo nunca me hubiese atrevido, Jorge se paraba y con su carita dulce de esfera de árbol de navidad preguntaba a la muchacha de qué color era la fachada de su casa. Jorge nunca falló, tenía una habilidad y carisma especiales. Yo escuchaba el color que ella decía. A veces yo ganaba, a veces ganaba Jorge. La apuesta era un dulce. En ese tiempo, mi mirada era la misma. Mi mente es la que se llenó de moho.
domingo, 20 de diciembre de 2015
DE NOVELA, CERCANA A LA TELENOVELA
Era como de telenovela. Martha, mi amiga de toda la vida, me llamaba por teléfono y me citaba en su casa. Yo sabía que, por enésima ocasión, me contaría el suceso que le pasó con Emanuel, quien en ese momento era el novio de Herlinda, su mejor amiga y que estaban a dos meses de casarse. El suceso bochornoso fue el tema de comentario durante una semana en el pueblo.
Cuando yo llegaba a su casa, ella ya estaba instalada en su papel de víctima (los lectores entenderán que lo que a ella le pasó fue una cosa gravísima, pero luego de oírla durante tanto tiempo, a mí ya me causaba cierto enfado).
Lo que a Martha le sucedió, sucede frecuentemente en muchos lados del mundo. La historia es muy simple y perversa: alguien finge estar enfermo para lograr un objetivo. Si uno revisa la prensa hallará cómo muchos han fingido, como fingió Emanuel, tener una enfermedad terminal. ¡Emanuel! Qué ironía. Emanuel significa Dios con nosotros. ¡Cómo puede Dios estar en el interior de un tipo tan asqueroso como él!, decía Martha, mientras ponía un poco de azúcar a su té y le daba vueltas y vueltas con la cuchara. La prensa registra un caso (de cientos) en donde un político fingió tener cáncer de pulmón, con ello logró que la gente votara por él en las elecciones para diputado. El supuesto enfermo acudía a las casas de los presidentes de barrio y ahí, enfrente de la multitud, pedía el voto de ellos, decía, con una cara de manta deshilada, que era su última voluntad, “en manos de ustedes está cumplir la voluntad de un moribundo”. La prensa consigna que el día de elección logró la mayoría de los votos y se convirtió en diputado. Meses después dio a conocer que la Virgen había hecho el milagro: ¡estaba curado del mal! Poco a poco apareció la verdad, todo había sido un montaje, él jamás había estado enfermo.
Emanuel llegó una tarde a casa de Martha e hizo toda la parafernalia que hacen este tipo de personas. Él dijo: “Los médicos dijeron que tengo no más de dos meses de vida”, ella sonrió y le dijo que no era bueno que dijera eso, que con eso no se jugaba. Él, de acuerdo con su estrategia, la abrazó y lloró. Le pidió que no se burlara, su tragedia era real. Ella, comenzó a dudar. Él, como si fuese un experto estratega, comenzó a disparar obuses en contra de la puerta de la fortaleza de ella y, poco a poco, la fue minando. Él dijo: “Ya no llegaré a la boda”. Ella se afligió, pensó en su amiga. (Acá, los lectores pueden llevarse la mano en la frente y decir: “¡Oh, tragedia!”, porque esto fue lo que Martha pensó). Él, dijo que Herlinda podría sobrevivir, hallaría a otro hombre y viviría feliz. Él, ya dispuesto a meter la estocada final, dijo: “Sólo tú puedes confortarme en los últimos momentos de mi vida”. Ella, en tono de Julieta, preguntó: “¿Yo, cómo?”. Él dijo: “En tus manos está que yo muera tranquilo”, se levantó, abrió la puerta y salió. Ya los lectores podrán imaginar el infierno en el que quedó Martha. En los días siguientes, Martha vio caminar a Emanuel por el frente de su casa, cada vez lo veía más pálido y más desvalido. Emanuel cada vez se ponía más colorete blanco en la cara y fingía caminar con más dificultad. Cuando consideró llegado el momento, Emanuel tocó en la casa de Martha y pidió verla por última vez. Martha abrió y le ofreció un asiento. Emanuel dijo que ya estaba en las últimas, esa sería la última vez que se vieran. Martha cerró los ojos y, en silencio, se preguntó por qué Dios le había mandado esa prueba.
Ya los lectores saben el desenlace de esta historia. Martha cedió a la petición de Emanuel. Dos días después llegó Herlinda a su casa, aventó a Martha, cuando ésta estaba en el piso, Herlinda la pateó y, por último, le dijo que no podía creerlo. ¿Por qué le había hecho eso? Ella, su mejor amiga.
En los celulares de todo el mundo estuvo circulando el video que Emanuel había grabado. ¿Por qué Emanuel había armado toda esta historia si lo que quería era cancelar la boda?
Martha me contaba la historia, cuando menos, tres veces al año. Siempre refregaba esa línea de púas en su mente y en su corazón. Así fue hasta que una tarde me dijo que se iba a Barcelona. Yo di gracias a Dios. Pensé que la distancia pondría ungüento a su historia y haría que yo descansara de tanta repetición, pero luego recordé que cuando Emanuel dejó el pueblo había ido a vivir a Barcelona.
sábado, 19 de diciembre de 2015
CARTA A MARIANA, CON AROMA A NAVIDAD
Querida Mariana: ¿Estamos obligados a dar un obsequio en navidad? Ahora está de moda “El intercambio de regalos”. Doña Martha me cuenta que es integrante de un grupo que, año con año, en una comida que organizan, y que incluye marimba y dos pajuelazos de tequila, intercambian presentes. Una semana antes, en una cena donde sirven tacos estilo tío Jul y panes compuestos, hacen un sorteo y a doña fulana le toca dar un regalo a doña sutana y a ésta le toca dar un regalo a doña mengana y así con todas las del grupo. Han llegado a un acuerdo: los regalos no deben tener un costo menor a cien pesos ni mayor de doscientos. Esto es así porque hubo una navidad en que doña merengana abrió el regalo y vio que era un llavero oxidado. Doña merengana hizo el coraje de su vida. ¿Qué necesidad? ¡Ninguna!, digo yo, pero el mundo está enredado en una carrera de consumo y nadie puede hacerse a un lado. Bueno, sí, algunos, como toreros, hacemos el pase y dejamos que el toro del consumismo consuma a los otros. Mis amigos y conocidos ya saben cómo soy y evitan agregarme a la relación de “Intercambio de regalos”, “Abrazos por compromiso”, “Cenas con copa de sidra” y “Frases hechas”.
¿Puedo hacer otra pregunta? La nochebuena es, como pregona la canción, ¿“Noche de paz, noche de amor”? Así debería ser, pero no es así. Estas épocas, lo sabemos, son épocas de exceso. Cuando voy a los supermercados con lo primero que me topo es con unas torres, casi tan grandes como dicen que era la Torre de Babel, enormes torres de cajas de ron, de brandy o de güisqui. Y hago la comparación con la Torre de Babel, porque, se sabe, que los constructores de la torre hablaban lenguas diferentes y no pudieron comprenderse. Algo semejante ocurre en la nochebuena, cuando los amigos, parientes y demás contertulios (ah, qué palabrita tan mamila) ya están con dos o tres tragos entre pecho y espalda, comienzan a desconocerse, como si hablaran idiomas diferentes, y la noche de paz y de amor puede terminar en noche de guerra y de odio. El muchacho, ya bolo, insiste con la muchacha bonita que le dé una prueba de amor. ¡Ay, por el amor de Dios! A la muchacha no le agrada la propuesta y rechaza al tipo, empujándolo; el tipo, como ya está butul de bolo, la toma del brazo y la jalonea; es el instante en que el papá de la muchacha bonita interviene, toma del brazo al impertinente y le da un empellón que lo envía al piso. En el trayecto en que la posición de pie se convierte en pecho a tierra, el borracho, con sus brazos, pasa a tirar una silla en la que, ¡oh, Señor!, está sentada doña Rubicunda, cuyo nombre reafirma la galanura de su cuerpo, cuerpo que, ¡San Caralampio bendito!, va a dar con todos sus cientos cincuenta y dos kilos al suelo. El esposo de doña Rubicunda se levanta y, en lugar de auxiliar a su esposa, quien con gritos y pujidos se queja, va en contra del joven impertinente, coloca ambas manos en el cuello de su camisa, lo jala hacia sí y, en un movimiento calculado que tiene más de ballet que de karate, suelta la mano derecha, la lleva hacia atrás y la impulsa contra la cara del pobre enamorado. Es en este instante en que dos o tres hombres, más conscientes, se levantan y tratan de poner orden, hacen lo imposible por regresar a la casa la imagen idílica de la noche de paz y amor que habían subido horas antes en el Facebook. El lenguaje del bolo se modifica, al principio del festejo es uno y, conforme el trago hace efecto, se transforma en otros muchos.
A mí (ya lo sabés) me choca esa categoría de los abrazos forzados. Entiendo que, empujado por la publicidad, todo mundo quiere ofrecer amor y lo hace a través de abrazos. Si de por sí soy escaso para esas manifestaciones de afecto, en esta temporada se agudiza mi aversión a abrazos de gente con la que, en términos generales, no tengo gran cercanía. Nunca falta (¡Padre, concédeme dos kilos de tolerancia!) el compañero de trabajo que asume debe darme un abrazo para decirme que me desea una feliz navidad. Todo el año, cuando pedí una mano, él me la negó, porque ya no “es hora de trabajo”, porque “no pagan horas extra” o porque (es su de por sí) evita cualquier acto que signifique “trabajo de más”. Y en navidad, con la misma cara que tiene Santa Clós, llega a mi oficina, abre los brazos desde la puerta y me lanza el “Feliz navidad”; camina hasta mi escritorio y espera (Dios mío) que yo deje de hacer mi trabajo, me ponga de pie y, de igual manera (eufórico y falso), yo abra mis brazos y le diga lo mismo. Desde una vez, niña bonita, a todo mundo le deseo feliz navidad, noches de paz, noches de amor, próspero año nuevo y mil bendiciones más. Sí, lo deseo de corazón. A nadie le deseo el mal, pero de esto a que tenga yo que estar soportando mil abrazos y besos que me recuerdan al de Judas ¡hay un mundo de diferencia!
Y, de veras, no soy el señor Scrooge, el protagonista del cuento navideño de Charles Dickens, que odiaba la navidad. ¡No! Soy un hombre que odia el afán mercantilista de la época y que odia la falsedad. Me gusta la navidad y tengo recuerdos muy gratos de ella. Me parece perfecto que el mundo tenga oportunidad de estrechar vínculos familiares. Muchos comitecos que radican fuera de su ciudad natal aprovechan esta temporada para regresar a su pueblo y comer palmito, escuchar marimba, beberse los cielos infinitos de Comitán y abrazar a sus seres queridos y amigos que acá viven. ¡Ah, qué bonito el abrazo sincero! ¡Qué deleznable el abrazo comprometido! Ahora, los ambientalistas recomiendan que el pashte y la lama no se extraigan de su entorno natural, pero es lindo ver un nacimiento con la lamita al derredor y el pashte colgando de alguna rama seca. Me gusta la tradición de montar nacimientos en las casas. En una esquina de la sala, el ingenio y el cariño hacen que de la nada aparezca una escenografía alucinante. Ya Raúl Trujillo dijo que es inadmisible el hecho de que el niño Jesús sea más grande que la rueda de la fortuna de plástico que muchos colocan en los nacimientos. ¡Ah, ese es el prodigio del pueblo! A veces, sin pensarlo, nos envían mensajes y señales divinas. A veces, en la vida (de acuerdo con mi tía Elena, quien es muy creyente, casi mocha) el poder del niño Jesús es tan grande que vence todas las adversidades representadas en la rueda de la fortuna. Los que siempre repiten lugares comunes a cada rato dicen que la vida es una rueda de la fortuna, porque a veces estás arriba o a veces estás abajo. Mi tía baja cada fin de semana al barrio de San Sebastián, le prende una veladora al Niñito Fundador y le pide que la batea de su rueda siempre esté arriba y, hasta el momento, el niño Jesús siempre le ha hecho el milagro, porque ella goza de armonía, vive en una casa bonita y la suerte le sonríe. Recuerdo cómo mi mamá, con un simple pedazo de espejo hacía un lago, con un poco de pintura azul pintaba los bordes y colocaba dos o tres patos de plástico; alrededor del espejo (¡del lago, señor, del lago!) colocaba franjas de lama y un tejido muy delicado de pahste, esto hacía que el lago se viera como un lago de Montebello. Encima de la lama, de manera cuidadosa, colocaba dos o tres figuras de venados de plástico que comían sal de venado de un árbol que mi mamá había hecho con cartón y pintado con pinturas acrílicas. ¡Ah, qué belleza de escenografía! Mientras tanto, yo le pegaba bolitas de algodón a las armazones (delicadas y pequeñas) que simulaban borreguitos. ¡Ah, porque eso sí, no puede haber un nacimiento que se precie de serlo sin la presencia de borreguitos! Muchos borreguitos que, sabemos, jamás serán barbacoa. Me gusta la navidad porque las casas se iluminan con arbolitos. Recuerdo con mucho cariño a doña Esperancita Solís de Pulido, quien, año con año, reunía a los niños del vecindario y de su familia, para que ensayaran una pastorela que era representada en el patio central de su casa. La tarde de representación, pastores, diablos, vírgenes, santos y uno que otro animal corrían nerviosos por los corredores. Los papás, sentados en sillas de madera, esperaban el momento de la actuación de sus hijos. Ahí estaba sintetizada la convivencia familiar que propicia esta temporada. Al término de la representación los niños mostraban una cara feliz (no era necesario saber si estaban nominados para recibir el Óscar) y tomaban ponche. Los grandes bromeaban, detrás de una mesa, una señora decía: “Acá, yo sirvo el ponche”, y, al lado, un señor con sonrisa pícara decía: “Acá, yo doy el piquete”. Había un juego en el lenguaje, hablaban el mismo lenguaje. Por esto todo mundo lo entendía. A veces dicen que nadie es indispensable. Mentira, mentira. Cuando murió doña Esperancita la tradición se perdió. Extrañamos a doña Esperancita, siempre, más en esta temporada.
Posdata: ¿Estamos obligados a dar un regalo en navidad? Pues los niños esperan con emoción la llegada de Santa Clós o, como antes le decíamos acá en Comitán, el Viejito de la Nochebuena. Vos y yo, siempre, hemos insistido en que al paquete de juguetes, los papás y mamás incluyan un libro, un libro infantil con muchas ilustraciones. Aprovechemos esta temporada en que muchos ángeles aparecen en las pastorelas y demos alas a los niños a través de la lectura, a través de la imaginación. Acá en Comitán tenemos la librería “La proveedora cultural” que ha estado con nosotros más de sesenta años y la Librería Lalilu que apenas cumplirá un año, pero que se ha significado como un espacio maravilloso de fomento de artes y de lectura.
jueves, 17 de diciembre de 2015
FERNANDO Y LA GUERRA
Si tuviese que enviar un mensaje a Fernando Avendaño sería éste:
“Querido Fernando, ya recibí tu disco. Lo recibí en tiempos de paz, y, si estoy metido en la guerra no es por tu disco, ni por vos, sino por el libro de la Svetlana que ahora leo. Vos sabés que soy snob y que, en cuanto conozco el nombre del ganador o ganadora del Nobel de Literatura, muevo cielo y mar para conseguir algo de su obra. Este año fue difícil porque, salvo un libro, la obra de la escritora bielorrusa no estaba traducida al español. Pero ya conseguí el libro que narra cómo miles y miles de mujeres soviéticas participaron en la segunda guerra mundial. Así que, Fernando, ahora que recibí tu libro lo sentí como un saludo de vida en medio de tanta muerte.”
Si tuviese que enviar otro mensaje a Fernando Avendaño sería éste:
“Querido Fernando, ya recibí tu disco. Emiliano, quien es compañero de trabajo, entró a la oficina y me dio el disco que vos y tu familia acaban de grabar. ¿Por qué Emiliano me lo entregó? Porque Emiliano vive al lado de tu ranchito e imagino que te lo topaste y le pediste favor que me lo entregara. Emiliano ya cumplió con el encargo y ahora te digo que ya escuché una de las canciones del disco, escuché “El diccionario”, canción que, en la década del setenta escuché en la cantina que se llamaba “La jungla”. Nunca supe por qué al dueño de esa cantina le gustaba tanto la música interpretada por Fernando Valadez, pero en cuanto el mesero nos servía la botella de litro que mi plebe y yo beberíamos en medio de risas y alguna anécdota triste, el dueño ponía el disco de Valadez y, sin nosotros saberlo, nos injertaba su nostalgia. Nostalgia que rebrotó ahora que escuché la versión que ustedes realizaron. Ahora que escuché tu disco pensé en que el nombre de la cantina no era el más conveniente, sin embargo así se llamaba: “La jungla”. En mi infancia (cuando vos llegabas a la casa para jugar juegos de guerra, en el sitio) la jungla era un espacio donde podía aparecer Tarzán, algún chango y uno que otro león. ¿Por qué el dueño de la cantina lo bautizó con tal nombre? Debió ser el mismo impulso que tuvo el dueño de una cantina que ahora existe en Comitán y que se llama “La granja”. ¿Por qué las cantinas tienen nombres de lugares donde los animales son la esencia? Debe ser porque después de terminar la botella salíamos como cuches, butules de bolos”.
Digo que si tuviese que enviar un mensaje a Fernando Avendaño sería éste:
“Querido Fernando, ya recibí tu disco. No sé cuántos discos he comprado en mi vida, pero han sido pocos, muy pocos. Soy comprador de libros. Libros sí he comprado cientos y cientos. Ahora que recibí tu disco leo un libro de la Premio Nobel de Literatura: Svetlana Alexiévich. El libro narra la participación de miles de mujeres soviéticas que participaron en la segunda guerra mundial. Son testimonios brutales de esas experiencias. El libro es conmovedor, hay páginas que, como si fuesen vendedoras de flores, extienden ramos llenos de un dolor rojo y amargo. ¿Por qué existe la guerra, Fernando? Tu disco vino a dar un poco de ungüento a mi corazón, porque ya escuché la canción “El diccionario”, canción que inicia con el siguiente verso: “Yo voy a hacer un diccionario, un diccionario del amor…”. Estas palabras sólo pueden decirse en tiempos donde la guerra está ausente, porque en tiempos de guerra todo mundo hace diccionarios donde las palabras: sangre, dolor y muerte son las únicas que llenan las páginas. Hay libros que están llenos de polvo y de humo. Imagino que hay discos también que contienen ese polvo que envejece objetos y miradas. Tu disco, querido Fer, llegó en el instante en que tenía la palabra dolor injertada en la mente; tu disco injertó la palabra nostalgia y vos y yo estaremos de acuerdo en que la nostalgia es preferible al dolor, porque la nostalgia puede convertirse en una hoja seca que sirva de abono para un renuevo”.
Digo que si tuviese que enviar un mensaje a Fernando Avendaño sería éste:
“Querido Fer, recibí tu disco. Te felicito. Admiro esa capacidad para unir a tu familia en torno a ese arte maravilloso. Has formado un árbol lleno de vida con tu esposa, tus hijos y nietos. Sos un tronco hermoso. Imagino que ahora celebrás la aparición de este disco, que, sin duda, anhelaste mucho tiempo; imagino que lo celebrás en tu ranchito y que lo hacés cantando, silbando, bailando y tomando algunas cervezas y dos o tres vasos de güisqui. No lo imagino de forma diferente. Sos un bohemio y la bohemia exige que la vida resbale como si fuese un niño en tobogán. Te cuento que cuando recibí tu disco estaba leyendo el libro “La guerra no tiene rostro de mujer”, de la escritora Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015. Pensé entonces que tu disco sí tiene rostro de mujer, un rostro como de aire enredado en esa utopía que se llama paz. ¿Cómo se llama tu ranchito? Ojalá no se llame “La selva” o “El desierto”, ojalá tenga un nombre más cercano al corazón del hombre, un nombre que me permita, ahora que llegue y brinde con vos por tu disco, conservar en mi espíritu aquel hilo de oro que siempre apareció cuando vos, en los años sesenta, llegabas a casa a jugar juegos de selva y de jungla”.
miércoles, 16 de diciembre de 2015
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON PREGÓN INCLUIDO
Mariana vio el letrero. Caminábamos por una calle rumbo a la plaza central del pueblo. Mariana dijo que esa era la máxima prueba de oratoria. ¿Por qué?, pregunté. ¿No mirás?, dijo.
En la primera línea, a pesar de la carencia de signos de interrogación, se entiende que es pregunta: ¿Quiere pan? Mariana dijo que si la respuesta es negativa, el caminante sigue su camino muy tranquilo y llega a su casa, en donde se quita los zapatos, toma el periódico, se sienta en un sillón, lee y espera que su esposa lo llame para la cena. Pero, ¿qué sucede en caso de respuesta positiva? ¿Quiere pan? ¡Sí, sí, quiero! Ah, bueno, muy sencillo lo que usted debe hacer es ir al comedor (que está a dos casas del portón negro, y hablar, hablar. ¿Sólo eso? Sí, sólo eso, sólo hablar. Ah, pero eso sí, usted debe hablar de 8 de la mañana 5 de la tarde, de lunes a viernes. ¿Cómo? No, usted no podrá comer sino hasta que haya cumplido la condición; es decir, a las cinco de la tarde con un minuto del viernes, podrá entonces cumplir su deseo de pan.
La pregunta entonces fue: ¿Qué sucede en los tiempos muertos?; es decir, ¿qué sucede de las cinco de la tarde a las ocho de la mañana del día siguiente en que el “quierepan” deberá volver para continuar con su misión? Mariana dice que ese tiempo no lo debe destinar a lo que sí lo destina el hombre que respondió de manera negativa. El hombre que no quiso pan y llegó a su casa tranquilamente, después de cenar unas quesadillas con salsa verde en molcajete y tomar su café con panela, regresa a la sala, prende el televisor y espera el noticiario de las diez. Al término del noticiario da las buenas noches, entra al baño, cepilla sus dientes y entra al cuarto, donde se pone el pijama, y se dispone a dormir. El hombre que respondió de manera positiva, a las cinco de la tarde, en cuanto cumplió con la meta del día, va a su casa y, como si estuviese en un concurso de oratoria, debe estudiar los temas que disertará al día siguiente, en el comedor. ¿Es preciso señalar que el famoso comedor es un comedor público y la gente acude, no tanto a desayunar, sino a esperar la presencia de aquéllos que dijeron sí a la pregunta?
¿De qué hablan los que hablan en el comedor? Hablan de todo. Se cuenta que en una ocasión alguien, agotados los temas nacionales de las reformas, del petróleo, de la libertad de expresión, de la importancia de los medios de comunicación y de los valores familiares, se atrevió a comentar algunos detalles y sucesos de la vida del pueblo. Las personas que estaban en las mesas disfrutaron los chismes aderezados con la gracia y simpatía del hablador, pero hubo un instante en que se hizo un silencio como de piedra, porque el hablador no se dio cuenta que en la mesa de la esquina estaba don Pancracio, que era el papá de la muchacha de la cual el hablante hablaba. Don Pancracio se puso rojo del coraje al escuchar que el susodicho mencionaba que Mariqueta había estado tomando de más en la boda de Enrique y Dorotea y que en el momento en que el cantante del grupo musical dijo que había que hacer una rueda y que todos para arriba y luego todos para abajo, a la hora que la Mariqueta, después de haber ido hacia arriba, con los brazos levantados, y luego flexionar las piernas para ir hacia abajo, se le escapó un pedo, un pedo sonoro que compitió con el tarolazo que imprimió el baterista. El hablante esperó la carcajada común que se había dado cada vez que terminaba una anécdota simpática de hechos locales, pero todo mundo guardó silencio y volvió la mirada hacia la mesa en donde estaba don Pancracio. Tal vez a don Pancracio no le hubiese molestado tanto la anécdota si la gente hubiese sido más discreta y no lo hubiese volteado a ver. Cuando don Pancracio sintió todas las miradas sobre él pensó que debía reaccionar, pensó que todo mundo esperaba que hiciera algo, ¿cómo era posible que se quedase tan tranquilo cuando el hablante había dejado en mal a su hija única? ¿Él, que era uno de los hombres más severos de la región? Lo bueno fue que el hablante se dio cuenta de su dislate y corrió hacia donde estaba don Pancracio, se aventó y le besó las botas, una y otra vez. Cada que despegaba los labios de las botas de piel de cocodrilo, decía: “No vaya a pensar que fue su Mariqueta. No, don Pan, no. Estoy hablando de la Mariqueta de otro pueblo, de alguien de Motozintla”. Don Pancracio, molesto, puso sus manos sobre el descansabrazos de la silla para levantarse, tal vez para darle de golpes al hablador, pero a la hora que hizo el intento de ponerse en pie ¡un sonoro pedo se le escapó! Se hizo un gran silencio, pero fue cortado por la risa de guajolote de don Pancracio. “Igual que la Mariqueta”, dijo. Esto cortó la cortina de hielo y todo mundo rio. Así fue como se salvó el hablante. Desde entonces, todos los “quierepan” hablan de la segunda guerra mundial, de la reforma educativa, de los plantones y de marchas, de la contaminación ambiental y demás temas que nada tienen que ver con los habitantes del pueblo. “¿Quiere pan? ¡Hable en el comedor!”.
lunes, 14 de diciembre de 2015
COMO PALETA
“Mirá, mami -dijo Monse-, la señora le saca punta al lápiz con un cuchillo”. Luego, mi sobrina me vio y dijo: ”¿Verdad que no debe hacerlo con un cuchillo?”. Antes que yo dijera algo, Romina le dijo a su hija: “Está afilando un palo para elote”. Ya después no sé qué dijeron, porque me paré y fui hasta donde estaba la señora, debajo de un toldo, adentro de un puesto en la feria de Guadalupe. ¿Afilando un palo? Eso había dicho Romina. Afilar: Hacer punta en una cosa. ¿Para qué la punta? Buenos días, le dije a la señora. Ella, sin dejar de hacer lo que hacía, dijo buenos. ¿Para qué lo afila? (uf, estaba en un tono de entrevistador que yo mismo me caía mal, pero ya lo he dicho, me cuesta mucho trabajo relacionarme con las personas). Ahora ella sí me vio, dijo que era para ensartar en los elotes, tomó uno y me enseñó cómo ensartaba la punta. Ella ensarta el palo en la base de la mazorca. “Quiere fuerza”, dijo y somató la mazorca contra el palo y éste contra la mesa. “Llevo más de treinta y cinco años vendiendo elotes hervidos”, dijo, sonrió, tomó otro palo y se puso a hacerle punta. Afilar: hacer punta en una cosa. Entendí (perdón, nunca había visto el proceso de cerca) algo que todo mundo entiende: el palo no podría entrar en la base de la mazorca si no tuviese filo. Por eso la mujer destinaba bastantes minutos en preparar los palos con punta, para que, a la hora que el comprador llegue, ella pueda ensartar (con cierta dificultad, porque “quiere fuerza”) el palo en la base de la mazorca. Antes, los vendedores de elotes hervidos no le ponían el palo. Ahora he visto a vendedores de mangos pelados que hacen lo mismo: ensartarle un palo para que el comprador pueda tomarlo con la mano y comer el mango o el elote. Siempre, el palo debe tener punta para que entre en el fruto. Monse no estaba equivocada, mi abuelo Enrique, tajaba el lápiz con un cuchillo para hacerle punta. Claro, Monse también tiene razón cuando dice que eso es peligroso. Monse, en su escuela, usa un sacapuntas de plástico para hacer la punta a sus lápices de colores. La señora me vio y dijo: “Se debe de tantear bien, porque si se pasa, la punta se quiebra” y agregó lo que ya me había dicho: que tiene más de treinta años en el oficio; es decir, difícilmente ella se pasa, ya lo tiene bien medido.
A veces voy a Yashá y compro un elote hervido, en el puesto que está junto a la carretera que va a Altamirano. A veces me estaciono en la orilla y, en medio de una llovizna con cara de ardilla detrás de los árboles, como el elote. Ahí no le ensartan un palo. La mujer que los vende, saca los elotes de la cuba donde hierven y, con sus manos toscas cubiertas con una bolsa de plástico, parte el elote en cuatro partes, le echa un poco de limón, un puñito de sal y, con una cuchara de madera, un poco de polvo juan. Luego, con ambas manos, frota los trozos contra la bolsa, para que el chile penetre en medio de todos los granos. En el principio de los siglos, así debieron comer los elotes los moradores de estas tierras, sin palito, con la punta afilada.
Busqué a Monse y la vi comiendo un elote. Con la mano derecha sostenía el palito y se auxiliaba con la izquierda para que no se le cayera. Había pedido el elote con mayonesa, queso y salsa picante. Había despreciado el polvo juan que la señora había ofrecido. Monse me preguntó si podía conservar el palito, después que terminara el elote. Su mamá no dejó que yo respondiera, de inmediato dijo que ¡no!, que el palo afilado era peligroso. Por mi mente pasaron imágenes dantescas. Esa tarde, en el barrio de Guadalupe todo era armonioso, y sin embargo, ahí estaban las imágenes de mujeres que afilaban algo que no era un palo ¡con un cuchillo!; imágenes de mujeres que, con fuerza, metían palos afilados sobre algo que no era precisamente la base de una mazorca. En cuanto la mamá dijo que no, Monse bajó el elote y dijo que ya no quería, abrió la mano y la mazorca cayó a mitad de la calle, ahí por donde decenas de antorchistas caminaban con rumbo al templo; caminaban al lado del puesto de la señora, quien, desde hace más de treinta años, vende elotes hervidos. ¿Desde cuándo saca punta a los palos que ensarta en las bases de las mazorcas? Olvidé preguntarle su nombre. Acá sólo quedó consignado su oficio y el tiempo que lleva ejerciéndolo. ¡Qué pena!
Yo como elote hervido, sólo con limón, un poco de sal y un tanto de polvo juan. Por eso, a veces voy a Yashá, porque ahí el elote está recién cortado, tierno, suave. Además, hay un mundo de diferencia entre comer el elote viendo las casas, los autos y la gente, a comerlo en medio de montañas, árboles, ovejas y alambrados donde se paran los pájaros. Hay un mundo de diferencia entre ensartar un palo en la base de la mazorca que cortarla con las manos en cuatro pedazos. Los movimientos son otros. Envían señales diferentes al universo.
domingo, 13 de diciembre de 2015
MAÑANITA GUADALUPANA
Lo decidí, en la mañana. A las ocho con treinta y dos minutos, del día sábado 12 de diciembre, decidí ir al parque central para leer. A veces me gusta leer sentado en una banca, al resguardo de una sombra de árbol. De vez en vez levanto la vista del libro y veo a las muchachas bonitas. Recordé cómo Quique preparaba la ida a su rancho. Yo no viajo mucho, a lo más que llego es al parque central de mi pueblo. El parque está a seis cuadras de mi casa. Por eso, no debo hacer muchos preparativos, como sí los hacía Quique. Quique elegía una lámpara de cazador; una escopeta; cobijas; tortas de pierna, compradas en la Lonchería Yuly y empacadas en papel estraza; un par de botas, también de cazador; y una caja con cartuchos para escopeta. Si uno no se alarma ante el peligro de tales cartuchos puede decir que son simpáticos. Los recuerdo de dos colores: amarillos y rojos, colocados sobre la mesa eran como torres con las que podía jugarse a formar ciudades del futuro (muchos años después, en la Ciudad de México, Jorge Ismael, un compañero universitario, me enseñaría un cartucho transparente que permitía ver los perdigones de su interior. Éstos eran aún más divertidos. Pero, se sabe, los cartuchos no son divertidos, al contrario).
El preparativo de mi viaje, la mañana del sábado, fue menos emocionante, pero más sencillo: me puse una chamarra y tomé un libro (el viernes compré en la Librería Lalilu “La vida privada de los árboles”, del escritor chileno Alejandro Zambra). Dije: “Ahora vuelvo” y salí a la calle. Calle llena de basura (los desechos de los antorchistas); calle llena de camiones, igual de sucios (camiones con las plataformas llenas de colchas y ropa y de dos o tres que no podían definirse como bellas durmientes, porque tenían las monteras propias de medusas trasnochadas). Torcí a la derecha y ahí me topé con decenas de grupos de personas con los rostros ahumados y cantando, de manera desafinada: “María, María, María, / María, la madre de Dios…” Una muchacha, también con el rostro ahumado, me puso la antorcha, casi casi como si yo fuese San Juan Diego. Sentí el calor, no de la muchacha, sino de la antorcha. Debí moverme hacia atrás, pero ahí sentí un calor similar, no en mis mejillas sino en mis cachetes posteriores, vi y vi que era un anafre donde una mujer tenía elotes asados. La mujer no advirtió mi temor, sino que vio en mí a un potencial comprador y me ofreció un elote: “Están bien tiernitos, patrón”. Seguí caminando, casi como si estuviese en medio de jugadores de un equipo contrincante, ellos, con teas, insistían en repegarse a mí para, una: mancharme la ropa con el hollín de las suyas; o dos: quemarme las pestañas (tan escasas) con sus antorchas. Entendí que era un jugador solitario, porque todos, todos, entiéndase bien, pertenecían al mismo equipo, así me lo señalaba el uniforme todo sucio, pero con la imagen de la guadalupana al frente. Invoqué a la virgen y la escuché decir: “Hijo mío, el más pequeño. Nada te asuste, nada te altere…”, así que, como si fuese un jugador de fútbol americano, logré llegar a la yarda final, ahí donde me encontré lejos de las avalanchas humanas, pero me topé con ríos de orines. Como si fuese un matemático experto hice una ecuación mínima: cientos y cientos de antorchistas exigen “desvaciar” sus vejigas (para no quedar como un mentiroso, un niño, parado sobre la banqueta, al lado de un puesto de churros, con el pantalón a la mitad de sus muslos, se agarraba su pene, con ambas manos, y orinaba, casi casi con la misma tranquilidad como si estuviese en el baño de su casa o en un descampado). Al término de la bajada me topé con un camión enorme (proveniente de Oaxaca) que intentaba dar vuelta, mas lo estrecho de las calles lo metió en un embudo, su chofer tardó más de diez minutos en librar el obstáculo, se hacía para adelante diez centímetros y luego recorría la misma distancia pero en sentido inverso. El chofer sudaba, se llevaba la mano derecha a la frente y se secaba y luego continuaba con la operación de dar vuelta al volante, una y mil veces. ¿Por qué me quedé viendo eso? Porque no podía aventurarme a ir más allá. El camión (ya lo dije) con su trompa, casi besaba la casa de la esquina y hacía lo mismo con la parte trasera. Pasar por ahí significaba correr a toda velocidad para salvar el escollo y mis cincuenta y nueve años de edad y mi falta de pericia, así como la poca condición física que poseo, auguraba un fracaso total y quedar como pavo prensado, antes de nochebuena. Por fin, después de cien intentos, el chofer logró dar la vuelta. Hubo un espectador que aplaudió con emoción, casi casi como si presenciara un juego de fútbol y un jugador de Los Pumas hubiese anotado un gol. Yo, mientras cruzaba la calle, pensé en el problema que, en otra esquina, le esperaba al pobre chofer, a quien, los elementos de Vialidad, debieron haber prohibido entrar a las calles estrechas del centro. Lejos de los ríos de orines y de camiones atorados, me enfrenté a la subida. La pausa obligada permitió que tomara resuello suficiente y logré llegar hasta la cima. Ya en planito vislumbré el parque central que imaginé tranquilo, en oposición al parque de Guadalupe que estaba lleno de humo, de cohetes, de rodillas y manos sangrantes, de olores de aceites quemados y de más de diez bocinas que difundían una mezcla de música que iba desde villancicos navideños hasta la canción del taxi, pasando por un repetitivo sonsonete de Julión.
Respiré tranquilo. No lo hubiera hecho. Segundos después, conforme me acerqué al parque, escuché que la mezcla de sonidos era semejante. Acá no celebraban a la Guadalupana, acá simplemente trataban de atraer a los clientes con aguinaldo para que compraran ropa: en cada local comercial había un par de bocinas, acompañadas por dos o tres edecanes (estaban tan escuálidas que pensé eran antorchistas extraviadas). Los cantos y oraciones a la virgen habían sido trastocados en pregones similares al “Llévelo, llévelo”, “No se lleve una, no se lleve dos, a ver, dale otro, para que se lleve tres”.
Vi un taxi libre, le hice la parada y le pedí que me llevara a casa. Metí la llave, abrí, cerré la puerta y, una vez adentro, llevé el libro a mi pecho. Me hice la promesa de no volver a salir tan lejos. Para la próxima caminaré hasta la esquina y volveré.
Entendí por qué Quique se preparaba con tantos pertrechos para el viaje. Uno nunca sabe qué puede hallar en la selva.
Me senté en el único sillón que tenemos en la sala, abrí el libro y leí. No pude evitar comparar esta novelilla con la que leí el jueves, del mismo autor: Alejandro Zambra. Concluí que “Bonsái” sí es una buena propuesta. Ésta es flojona. Tal vez, Alejandro la escribió una tarde en que había mucha bulla y cohetería en su calle.
sábado, 12 de diciembre de 2015
CASA DE MUÑECOS
¿Han visto las casas de muñecas que no tienen las paredes del frente? Uno, en la juguetería, se para frente a la casa de juguete y observa la sala, la cocina, el baño, las recámaras, la sala de televisión y un cuarto de planchar, porque las paredes del frente no existen, precisamente para que pueda verse el interior de la casa. Bueno, pues el tío Eusebio mandó a construir una casa así. Nadie pudo explicar las motivaciones. ¿Recordaba la casa de muñecas de alguna prima, en su infancia? La mandó a construir a tres cuadras del centro, en la calle tercera, rumbo a Guadalupe, una de las calles más transitadas del pueblo. Un día, decenas de albañiles comenzaron a trabajar en el terreno, que estuvo olvidado por años. La gente pasaba, se detenía y alguna persona hacía el comentario: “Mirá, don Eusebio está construyendo una gran casa. ¿Habrá ganado la lotería?”. No, no había ganado la lotería, era el ahorro de muchos años de trabajo. Después de tres meses, la construcción ya estaba casi terminada. Faltaban, únicamente las paredes de la fachada. No faltaron los observadores que comenzaron a preguntarse por qué habían dejado para el último levantar esas paredes. En los años sesenta fue famoso el método constructivo de cimbrar descimbrando, que fue descubrimiento de un famoso ingeniero mexicano. Tal vez, el método constructivo de don Eusebio era una innovación. Todo mundo estuvo pendiente del instante en que colocarían las paredes del frente. Pero tal supuesto no sucedió. Los detalles avanzaron, los albañiles colocaron los azulejos, baños, tinas y tazas del baño; los carpinteros colocaron los estantes de cedro, en donde, los alumnos de tío Eusebio, clasificaron los cientos de libros de su biblioteca; la tía Eugenia señaló con el brazo derecho el lugar donde los empleados de la mueblería debían colocar el sofá y los sillones del juego tapizado en piel. Así, en cada habitación, todo quedó ordenado. La tarde en que el maestro electricista terminó la instalación, los dos tíos salieron a la calle, la cruzaron y se pararon en la banqueta del frente y admiraron el destello de los candiles de la sala, las lámparas del baño y las luces íntimas de las recámaras. La gente que pasaba se detenía al lado de los propietarios y, de igual manera, admiraban la magnificencia del alumbrado. Era tal la brillantez, que iluminaba toda la calle. Los automovilistas se detenían y admiraban la construcción. Don Alfonso dijo que ya había entendido, los propietarios habían cumplido su gusto: ver el interior iluminado, terminado, como nadie jamás en el mundo había visto su residencia. Todos estuvieron de acuerdo y aplaudieron la osadía del tío. La pregunta, entonces, fue: ¿Cuándo comenzarían a levantar las paredes? El mundo de acá se conmocionó cuando al día siguiente, en el mercado, en las redes sociales, a la salida del templo, las personas comentaron que esa noche inicial, los propietarios habían dormido ya en su residencia, a la vista de todos. ¿Cómo? ¿Así, como si estuvieran al aire libre, a la vista de todos? Doña Cuca dijo que era una soberana estupidez haber construido una casa tan bonita y estar expuesto a los ventarrones de la Ciénega y a los piquetes de miles de zancudos. Doña Ausencia, con cara de iguana trasnochada y gritos de chachalaca desnuda, preguntó por qué no le pusieron cortinas o cristales, si tanta era su gana de andarse mostrando sin pudor. Porque, muchos peatones y automovilistas comentaron que habían visto al tío sentado en la taza, con un libro en la mano; o a la tía despojarse de su ropa, frente al espejo, sentarse en la cama y ponerse su bata de dormir; los habían visto cerrar la puerta de calle, cuando parecía innecesario porque no había paredes que impidieran la entrada de algún delincuente o depravado.
Algunos dicen que si no hubiese sido por la orden judicial, los propietarios hubiesen continuado viviendo adentro de esa locura, y quién sabe qué hubiese pasado en estos tiempos de tanta violencia y delincuencia. A los dos días de estar habitando su residencia, el tío recibió una orden urgente que les prohibía, terminantemente, habitar la casa hasta que no estuvieran levantadas las paredes “porque va en contra de los ordenamientos de la buena moral”; es decir, como todo mundo los veía a la hora que se bañaban o a la hora que hacían paradas técnicas para desahogar una necesidad fisiológica, la autoridad exigía levantar las paredes frontales.
Al tercer día, se vio a decenas de albañiles levantar los muros, colocar las ventanas y, como hace todo mundo, cerrar los ventanillos con cortinas que salvaguardan la intimidad de los propietarios.
Pero, en el imaginario colectivo, quedó el recuerdo de la osadía del tío Eusebio. Cuando los amigos e íntimos le preguntaban sobre esta experiencia decía la clásica respuesta de “¡Lo volvería a hacer!”, pero cuando alguien iba más allá y le preguntaba si lamentaba algo, él prendía un cigarro, miraba al cielo, soltaba la bocanada hacia arriba y le daba la razón a doña Cuca: “Lo jodido no era que me miraran meando, lo jodido fue en la noche, la picazón de tanto zancudo”.
viernes, 11 de diciembre de 2015
UN COMITÁN CAMBIANTE
¿Hemos cambiado los comitecos? Por supuesto que sí. Alfredo vino de vacaciones y me dijo eso: que los comitecos hemos cambiado. Le dije que hemos cambiado porque nuestras casas han cambiado. Se sabe que las personas somos las casas que habitamos. Fuimos las casas que eran: casas con patios llenos de luz, con corredores donde trepaban las enredaderas y los helechos se descolgaban; fuimos las casas que tenían sitios llenos de árboles; las casas donde los cuartos estaban interconectados, donde, para ir al baño, debíamos cruzar por la habitación de los papás. Hoy somos las casas que son: sin traspatio, con cocheras llenas de autos, con cuartos independientes, con carencia de aire.
Los comitecos hemos cambiado al ritmo que cambiaron nuestras casas. Y la confusión es tal que no sabemos si nuestras casas cambiaron porque las cambiamos o ellas fueron transformándose al grito de la modernidad.
Alfredo, sentado ante una mesa del Italian Coffee, dijo que le lastimó ver una barda con gusanos metálicos en lo alto, como si no fuese una casa sino un campo de concentración. Recordó un viaje que hizo a Europa cuando aún existía el Muro de Berlín. Dijo que jamás imaginó que un café comiteco tendría un nombre de franquicia. No, nunca lo imaginamos. Nosotros crecimos con nombres más cercanos: Café del tío Jul, Lonchería Yuly, cenaduría de tía Petra.
Cuando Alfredo mencionó lo de la barda hicimos un ligero recuento histórico. Hubo un tiempo (los jóvenes no lo creerán) en que las bardas eran apenas pequeños muretes de piedras encimadas. La gente que caminaba por la calle podía brincar y entrar al sitio de la casa. Por supuesto que en ese tiempo todo mundo respetaba. Bueno, algunos traviesos brincaban para “robar” jocote o duraznos. Eran muchachadas. Poco a poco las bardas divisorias comenzaron a crecer en altura, casi casi de manera simultánea a como fueron creciendo los temores. La ciudad comenzó a hacerse violenta y los propietarios de casas levantaron las bardas perimetrales, hasta llegar a lo que hoy son: muros que en la parte superior tienen gusanos con púas para disuadir la intención malsana de maleantes. Hay una gran distancia entre aquellos muretes graciosos que dejaban pasar libremente el aire y las miradas, a estas murallas que tienen sus antecedentes en los bunkers. ¿Hemos cambiado los comitecos? Por supuesto que sí. Nuestro carácter ha dejado de ser el patio lleno de luz con sitios arbolados; ahora, los comitecos somos desconfiados, nuestro espíritu (sin saberlo ni desearlo) está circundado por esos gusanos con puntas metálicas.
Durante mucho tiempo, los comitecos supimos que estábamos hechos a imagen y semejanza de nuestras casas. Cuando llegaba algún desconocido nos mostrábamos recelosos, éramos como el zaguán de bienvenida, en penumbra y con cierta humedad; pero, dos minutos después nos abríamos como los patios centrales, llenos de luz, y los ajenos sonreían y nosotros con ellos. Los desconocidos se volvían nuestros y, por eso, soñaban con no abandonar ya esta tierra que era pródiga en luz y en afecto.
Hemos cambiado. ¡Cómo no! El mundo ha cambiado con nosotros. Ahora volvemos la mirada y encontramos en la frontera Norte un gran muro divisorio que nos dice que los de afuera no son bienvenidos. Lo mismo hacemos ahora nosotros. Viene gente del sur y amurallamos nuestras casas, porque estos desconocidos también han cambiado y son muy diferentes a aquéllos que llegaban al Comitán de los muretes de piedra. Como nosotros hemos cambiado también han cambiado ellos. Ya nadie puede reconocerse. A veces, incluso, entre los mismos comitecos notamos que algo ya no encaja. Son otros tiempos. Y lo que falta por venir.
Antes encontrábamos zanates en los alerones de las casas, zanates hurgones; ahora, en los alerones, encontramos cámaras de vigilancia.
Cambiaron nuestras casas; es decir, nuestro espacio vital. Ahora, la tendencia es construir edificios verticales. Los sitios de antes ya se consideran un lujo. Muchos comitecos viven, actualmente, en departamentos minúsculos o en casas de interés social. Cualquiera entiende que estos cambios modelan nuestro espíritu. Los niños de ahora ya no juegan al aire libre, en medio de una arboleda; ahora lo hacen en un cuarto, frente a una pantalla. Estos cambios han hecho que ahora seamos otros. Es irremediable.
Las fachadas de antes tenían un remate superior casi artístico que nos daban una imagen de paz y de sosiego. Hoy, los remates de las fachadas nos recuerdan escenas de guerra. ¡Hemos cambiado!
miércoles, 9 de diciembre de 2015
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ EL DESCANSA BRAZOS DE UN BALCÓN
A Rosario Castellanos le gustaban los balcones. Los balcones fueron los primeros rebeldes de las ciudades. Los balcones, igual que los alerones de los techos y las caídas de agua, fueron elementos que negaron someterse al plano de las fachadas. Claro que los balcones son los más insurrectos, porque los alerones y los tubos donde cae el agua de los techos tienen la ventaja de estar en lo alto. ¿Quién se atreve a regañar a alguien que está acostumbrado a estar en las alturas? Pero los balcones, con toda la alevosía del mundo, proclamaron su libertad con los pies bien puestos en la tierra. Los señores de los años treinta caminaban con sus bastones de madera de cedro y se topaban con esos salientes que, osados, se atrevían a remarcar su individualidad sobresaliendo de la lisura de la fachada. Don Concho, ya en los años noventa, fumaba un puro en el corredor de su casa y comparaba a los balcones con los jóvenes de los años setenta, decía que un día Comitán se conmocionó porque pasó un grupo de hippies con los pantalones acampanados, las camisas floreadas y las cabelleras largas. Todas las mujeres se santiguaron al paso de esos desarrapados y les echaron agua bendita a su paso para quemar el demonio que llevaban en su espíritu. ¡Ah, esas mujeres nunca supieron que la semilla ya estaba sembrada! Los jóvenes comitecos ya habían pepenado esos modos rebeldes de ser y dejaron que su cabello creciera libre sobre sus cabezas. El agua bendita y la paciencia de las beatas se agotaron a la par que las cabelleras crecían más y más. ¿Qué hacer ante tal afrenta? ¡Nada! Ya nada podía hacerse. ¿Qué hacer ante los balcones de las casas comitecas que, años antes, se habían rebelado y, soberbias, eran una sobresalidas? ¡Nada! Las banquetas no lo sabían pero comenzaron a perder su capacidad de libre tránsito. Por eso, ahora nadie debe mostrarse sorprendido cuando la tendera saca los trastos que vende y los coloca a mitad de la banqueta. ¿Qué hace la mujer que vende elotes asados? No hace más que seguir el ejemplo del balcón y adueñarse de un mínimo pero enorme espacio. Los peatones deben bajar al arroyo con riesgo de ser atropellados. ¿Esto que acá se cuenta es una exageración? No. Cuando un propietario de casa con balcón abre éste y coloca sus codos en ese descansabrazos que sobresale de la fachada, el peatón se siente intimidado. Si el peatón es un tipo de esos con botas y hebilla enorme puede caminar sin hacerse a un lado, en intento de que el propietario recoja tantito los brazos; pero si el peatón es un hombre de esos que en los años setenta estuvieron de moda (los que obsequiaban una flor y estaban convencidos de que debían fomentar hacer el amor y no la guerra) lo más probable es que se haga a un lado para no interrumpir la parsimonia de quien hace uso del balcón. ¿Sabe el dueño del balcón que está apropiándose de un espacio que debiera corresponder a todos los peatones? El balcón jamás entendió que la banqueta es el espacio público por excelencia y que pertenece a todos los andantes. El balcón, como si fuese la boca de un monstruo, prolongó las ramas del bosque encantado y canceló la posibilidad del libre tránsito.
Tal vez a Rosario le gustaban los balcones por esa virtud de desobediencia; tal vez de ahí aprendió que había “otro modo de ser”. Los balcones se hacen notar a fuerza de interrumpir el paso de los peatones. Las puertas de las casas nunca sobresalen del plano; algunas, por el contrario, están remetidas; pero, los balcones siempre (es parte de su personalidad) están, como mujeres que piden autostop, mostrando sus piernas para que la gente detenga su camino.
lunes, 7 de diciembre de 2015
PARA CUANDO LA VIDA ASOMA
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como manuales de redacción y mujeres que son como libros de poesía.
La mujer libro de poesía no es común. Se le encuentra en pasillos húmedos con luz tímida. Los hombres apasionados son felices cuando encuentran a una mujer poesía (aunque no sepan leer). Se entiende cuál es el prodigio de este tipo de mujer: es necesario abrirla para hallar la luz que la nimba. A los hombres les ilusiona la idea de acostarse con una mujer que, como pájaro o como nube, siempre está en el vuelo. Claro, la mujer libro de poesía no es accesible a cualquiera, pero el cualquiera siempre se atreve, porque el mundo le obsequió la idea tonta de que “verbo mata carita” (ya quiero ver a una mujer decidir entre Brad Pitt y el más famoso orador de la Sierra Madre). Pobres los “verbosos”, no saben que la mujer poesía no admite cualquier verbo, abomina la rima fácil o el verso común. La mujer libro de poesía está acostumbrada a ser iluminada por los más altos espíritus; por eso es que ella misma es como una lámpara de mil bujías, de esas que no deslumbran, de esas que se acompañan con la luz de quinqué del corazón.
La mujer libro de poesía es como un camino de difícil acceso, como si fuese un sendero, en medio de la montaña, lleno de hojas secas y árboles con racimos de pájaros. Ella (por más posmoderna que sea) no puede ser una supercarretera ni puede tener dobles pisos. Ella pepena todo lo que la mano alcanza. La vida enseña que debe uno coger lo que está a la vuelta de la esquina: el árbol, el laúd, la rama, el ave, la teja y el aire que juega en el pasillo húmedo donde ella tiene su espacio vital.
Duerme en espacios con luz tenue, porque es como uno de esos capullos que luego revientan para ir a la luz. Porque la mujer libro de poesía se siente bien a la hora que los hombres y mujeres ¡viven! A la hora que suben al autobús, en el instante en que piden una cerveza en medio de la multitud que acude a un partido de fútbol. Ella es feliz a la hora que se sienta en una butaca del Palacio de Bellas Artes y presencia el ballet o la ópera o un recital de piano. Ella se mueve como palabra en diccionario cuando acude a la plaza que celebra la feria de la Virgen de la Soledad (le encantan esos juegos contradictorios donde la festejada es la Soledad y acuden miles y miles de peregrinos).
¿Cómo la mujer libro de poesía encuentra, en momento sublime, su vocación? ¿En qué instante deja de ser la flor común y se convierte en la cinta de oro que borda las palabras? ¿En qué momento deja de ser la aguja y se convierte en el hueco donde se ensarta el hilo? Porque a la mujer libro de poesía no le interesa el bordado ni la manta, la mujer poesía siempre está en pos del vacío, de ese espacio donde, como antes del Origen, todo está por hacerse, por llenarse. La poesía, lo sabe cualquier lego, está llena del aire y de la luz que forman el hueco.
No es frecuente hallarla. En el universo hay trillones de estrellas, pero sólo una Andrómeda. A la hora que el hombre toma un puño de sal y hace el movimiento para salar la carne recuerda que el mar tiene millones de toneladas de agua y de sal, pero para que el mundo sea la sal y el agua deben estar separadas. Así funciona el corazón de la mujer libro de poesía: están juntas las palabras y el concepto, pero sólo cuando la palabra rueda sin ataduras conceptuales es cuando ¡la vida asoma!
Mañana dividiré el mundo en dos. Lo dividiré en: mujeres que son como manecilla de reloj y mujeres que son como el viento que juega tobogán.
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