viernes, 1 de enero de 2016
PRIMERA MAÑANA
Me gusta ver la calle el primer día del año. A las seis de la mañana abro el ventanillo de la puerta de calle y miro. Todo está tranquilo. Como dicen en mi pueblo: “No pasa ni un alma”. Veo sobre el asfalto montones de basura, residuos de triques, cáscaras de mandarina y una que otra vara de “cuete”. En casa, mi tía duerme. Parece que lo mismo sucede en las demás casas, porque en la calle nadie pasa, ni un carro, ni una persona, ni un perro. ¿En dónde se meten los perros el primer día del año? Tal vez siguen escondidos, temerosos por la cohetería de la última noche del año. Me levanto temprano, porque la tía Eusebia me tiene prohibido ver la calle, el primer día del año. Ella dice que no es bueno salir de casa en estas fechas. Por eso, el treinta y uno de diciembre vamos ella y yo al templo, a dar gracias a Dios por las bendiciones recibidas el año viejo y a pedir porque el año nuevo nos llene de amor y de salud. Ella dice que esto es lo importante, aunque luego la veo tronarse los dedos e ir de un lado a otro porque no hay dinero. ¿Por qué no pide amor, salud y dinero? Dice que es bueno ser cuch, pero no tan trompudo. Cuando regresamos del templo, a las siete de la noche, a más tardar, ella echa llave a la puerta de calle, comprueba que el ventanillo tenga puesto el seguro y me dice que es hora de cenar. Cenamos ante la mesa. Ella en una cabecera y yo en la otra. Durante todo el año la cena la hacemos cada quien por su lado. Yo entro a la cocina y pongo a calentar el café y dos tortillas con nata. Ella saca la panera y toma una rosquilla, cuenta que todo el pan esté completo y cierra la panera. A mí me gusta cenar sentado en las gradas del patio. Miro el cielo, miro las frondas de los árboles, escucho el murmullo de los pájaros que ahí están resguardados, a veces veo la luna con su cara de plato completo, a veces la veo con su cara de plato mordisqueado, pero con la curvatura exacta, como si la mordida no se la hubiese dado un cocodrilo.
Me gusta ver la calle el primer día del año. Aprovecho levantarme temprano. La tía, igual que yo, se acuesta a las ocho de la noche el treinta y uno, pero el día primero se levanta tarde, dice que así debe ser, para que nos vaya bien durante el año. No sé por qué es así. A mí me parece que no es buen augurio comenzar el año levantándose tarde, pero ella insiste, dice que medio mundo lo hace así. Yo no le hago caso. Es el único día del año que soy rebelde. Me levanto temprano, camino de puntillas para que ella no despierte, abro la puerta que da al patio, levanto los brazos y miro al cielo. Allá arriba, igual que en la calle, todo está en silencio. El primer día del año el cielo está más asilenciado que nunca, como que se agotó por tanta bulla y cohetería de la noche anterior. Miro entonces como que fuera una ventanita que me muestra lo que hay más allá; como si el rectángulo del patio fuese otro ventanillo y yo pudiera ver lo que sucede allá lejos. Todo está en silencio. Nada se oye. Puedo oír, si me pongo listo, la respiración del universo.
No tardo más de diez minutos, no puedo hacerlo. Si la tía me descubriera viendo a la calle no sé qué me haría. No me gusta que la tía me regañe. No creo que fuera buen augurio comenzar el año con un castigo. Los castigos de mi tía son severos, ella dice que sólo así seré un hombre de bien (ya tengo treinta y dos y dice que sigo comportándome como niño), a cada rato recuerda que a mi mamá le prometió cuidarme. Lo está haciendo. Yo debo ser agradecido, dice.
Me gusta ver la calle el primer día del año. Cuando me acerco a la puerta y abro el ventanillo siento una emoción como si mil colibríes movieran sus alas en medio de mi corazón. Abro el ventanillo y recibo el aire de afuera. El de afuera es un aire diferente al de casa, es como si allá afuera estuviese un animal invisible que echara su bocanada a la hora que abro. Huele diferente la calle. Huele diferente la mañana del primer día del año. Cuando cierro el ventanillo regreso a mi cama, caminando de puntillas. Lo hago así para que a la hora que mi tía se levante me encuentre dormido, me despierte y me diga: “Feliz año, hijo”, haga que me levante, le dé un abrazo y yo le diga: “Feliz año, tía”. Me ve a los ojos y yo los cierro para que no descubra en ellos que tengo el aire iluminado de la calle, en el primer día del año.