sábado, 14 de mayo de 2016

CARTA A MARIANA, CON SABOR A COMITÁN





Querida Mariana: ¿qué es lo auténtico? ¿Es bueno ser auténtico? En este mundo globalizado es difícil hallar la autenticidad. Pocos pueblos logran resistir el embate de lo global.
El lenguaje también ha caído ante el influjo de lo extranjero. Hubo un tiempo en que el español le buscó una salida digna al vendaval globalizante: la palabra computador, que se originaba del inglés “computer”, tuvo su sucedáneo en la palabra ordenador. En España, todo mundo prendía el ordenador, mientras en América medio mundo prendía la computadora. Lo cierto es que España perdió la apuesta porque ahora nadie dice la palabra ordenador cuando se refiere a la computadora.
Ahora, España ya no hace más esfuerzo en tal sentido. El iPhone es iPhone acá, en España y en China. ¿Para qué inventar una palabra castellana cuando el ritmo de la moda nos empuja a adoptar con gusto las palabras inglesas?
El exceso llega cuando se adopta palabras inglesas sólo para dar una falsa idea de refinamiento. Incluso, la palabra refinada ya pocos la emplean porque para dar idea de ello decimos que algo es “nice” o “cool”. ¿Quién dice ahora que algo bien hecho está mero lek?
Poco a poco, sin darnos cuenta, hemos perdido nuestra autenticidad. Nuestra mayor herencia (el brillo de nuestras palabras) la cambiamos por los clásicos y bobalicones espejitos.
Por ello, querida mía, cuando veo que existe un intento de preservar nuestras palabras lo aplaudo con entusiasmo, porque ello nos permite, todavía, sentirnos auténticos en un mundo tan liso y parejo.
Es una pena que no se adopte un decálogo donde se indique la importancia de que los negocios locales no adopten nombres extranjeros. Un ideario que refuerce la idea de que nombrar con palabras inglesas o francesas un negocio no es más que remarcar un soberano complejo de inferioridad. ¿Por qué un negocio mexicano debe llamarse “Pretty Woman”? Tal vez el propietario creyó que si lo nombraba así su negocio tomaría una categoría diferente y podría compararse con un local sito en Nueva York.
Los complejos nos abruman. Esto lo saben los grandes creadores de la mercadotecnia y del manejo de las masas (los acomplejados usarían el término “marketing”).
En los años sesenta, los negocios sencillos tenían nombres humildes. Hoy, los comitecos recuerdan con emoción esos nombres, porque, sin saberlo, ellos colocaron un pedestal donde, todavía, se levanta la estatua que da lustre a nuestra identidad y originalidad. ¿Quién no recuerda “La tienda de doña Angelita” o “la tienda de doña Hermila Coronado”? En ese tiempo no había necesidad de nombres rimbombantes, bastaba con decir que doña Angelita era la propietaria de ese local, y esto, tan simple en apariencia, significaba un rasgo distintivo de nuestro carácter, porque era sublime entrar a la tienda, con mostradores y estantes de madera, y hallar a la dueña del negocio. Un poco como si en la tienda de perfumes Carolina Herrera halláramos a la propia Carolina poniéndose un poco de perfume en la mano y ofreciendo el aroma a sus decenas de clientes. ¿Qué tiene Carolina que no tuviera doña Angelita? Existe un complejo que nos hace creer que el nombre de Carolina Herrera es superior al de doña Angelita, una sencilla comerciante comiteca, alejada del glamour. Para el mundo, en apariencia, doña Angelita es como una mota de polvo, pero no es así: Digamos que pronunciar el nombre de Carolina Herrera es como nombrar la Vía Láctea, y nombrar a doña Angelita es dar lugar a aquella estrella que no tiene nombre y se encuentra a millones de años luz de la Tierra. Pero, debemos aceptar que esa estrella sin nombre es vital para el universo.
Fue emocionante saber que la tienda de don Arturo Rivera Alfaro la nombró como ARA. Si ahora recuerdo el nombre del propietario, con total certeza, es porque él, con ingenio (ingenio un poco repetitivo, común y corriente, pero ingenio al fin) empleó las iniciales de su nombre para pasar a la inmortalidad. Lo mismo sucedió en San Cristóbal de Las Casas, cuando mi padrino Ramiro Ramos Ruiz nombró a su negocio como Supermercado Las tres R.
Hay decenas de Wal-Mart en el país, pero ¿cuántos restaurantes que se llaman “Ta’Bonitío”? No hay, en todo el mundo, en todo el universo, un local que se llame así como se llama el restaurante del Hotel Delina. ¡Eso, mi niña amada, es signo de autenticidad! Eso ayuda a que el universo no pierda su personalidad. ¿Has visto alguna foto de lo que los astrónomos alcanzan a ver del universo? Vemos que cada planeta tiene sus propias características. Esos anillos de Saturno son espléndidos. No hay otro planeta que tenga esa belleza. ¿Qué decir de Marte, el llamado Planeta Rojo? ¿Qué decir de la cara cacariza de la luna con su imagen de conejo? Todo en el universo es diferente, auténtico. ¿Por qué, entonces, Dios mío, en este Neo liberalismo, los terrícolas insisten en ser parejitos como robots? ¿En qué momento se nos subió el complejo y, como el diablo de los cuentos infantiles, nos susurró la idea de que lo de afuera es mejor que lo nuestro?
El otro día caminé por una calle donde recién inauguraron un restaurante. No sé la calidad del servicio. Yo espero que sea de una atención digna, como sí la ofrecen en el “Ta’Bonitío”. No sé de la calidad de su comida y del servicio que ofrecen, pero sí aplaudo, con gran emoción, el nombre con que lo bautizaron: “Restaurante El Kanip”, que un amigo me explicó es el nombre tojolabal con que se designa a la flor de calabaza. ¿A poco no es una belleza de nombre? Oí cómo suena: ¡Kanip! ¡Ah!, se antoja llegar, sentarse debajo de la sombra de un árbol y pedir una quesadilla de kanip.
Sé, me han contado, que en el “Ta’Bonitío”, ofrecen chinculguajes gourmet. Es un lugar de categoría que no tuvo necesidad de importar algún nombre con ascendiente francés. Este restaurante es, digo yo, ejemplo de cómo puede prestigiarse la cultura local. Acá no hay complejo, al contrario ¡hay orgullo por lo nuestro!
Lo mismo sucede con los nombres de los equipos de fútbol. Ahora, ¡Dios mío!, hay una tendencia maligna a nombrar a los equipos locales con nombres de equipos europeos. Hay (de verdad) un equipo que se llama Barcelona y otro que se llama Real Madrid (¡ay!, qué nostalgia con aquel Real San Sebastián).
¿Un equipo de estas zonas se llama Real Madrid? ¡Cómo, en el nombre de Dios, si ahí juega el Tiuca y el Cheves, este último un jugador timboncito que acostumbra reventarse dos caguamas al final del partido, gane o pierda su equipo! Por más que le busqué (y mi prima Amanda hizo lo mismo, con gran emoción) no encontré a Cristiano Ronaldo enredado por ahí.
Perdón, Mariana, somos acomplejados, nos da pena enseñar con orgullo lo nuestro. No reconocemos que la originalidad es elemento fundamental de la identidad y la identidad es la que constituye la diversidad del mundo. Y digo que somos acomplejados porque, la mera verdad, no hay un solo equipo en España que se llame “Los cositías”; es decir, ellos se enorgullecen de lo suyo y exportan su cultura. Y ahí andamos nosotros vistiendo playeras del Barcelona y del Real Madrid, con un orgullo como si fuésemos españoles de cepa. ¡Padre eterno! En lugar de vestir playeras con la palomita de “Nike”, bien podríamos portar esas playeras tan bonitas que tienen palabras nuestras, como “Cositía de corazón” o “¡Qué fiero tu modo, vos!”.
¡Qué pena! Seguimos cambiando el oro por espejitos jodidos.
Me da gusto caminar por el barrio de San Sebastián y hallar el letrero de “Paletas Estelita”, empresa ciento por ciento comiteca y que produce las riquísimas paletas de chimbo. ¡Ah!, qué ricura. ¿Qué tienen que hacer los helados Holanda ante esas nieves de cacahuate? ¡Nada! Helados Holanda hay en todo el mundo, pero las paletas Estelita sólo las produce este hermoso pueblo. Digo que me da gusto caminar por el barrio de San Sebastián y me emociona hallar el restaurante “Sabores de Comitán”, donde preparan panes compuestos, chalupas y huesos estilo Tío Jul. ¿Mirás qué belleza de palabras y de sabores? Ahí está nuestra identidad. Gente de todo el mundo se acerca a estos negocios y disfruta de nuestros sabores, de nuestros aromas, de nuestros modismos, de nuestro lenguaje, de nuestro modo de ser, en tres palabras: ¡de nuestra cultura!
El otro día, en el programa “Crónicas de Adobe”, de Radio IMER-Comitán, el maestro Temo Alcázar dio la receta de los panes compuestos que preparaba tío Tavo, el famoso creador de las macharnudas. Los comitecos podemos vivir, perfectamente sin coca cola y sin hamburguesas, pero no podemos vivir sin panes compuestos y sin atol de granillo. Esto somos y deberíamos bulbuluquearlo por todas partes del mundo con gran orgullo, pero todo el ánimo se desinfla cuando nos topamos con nombres ingleses o franceses (los nombres de caché).

Posdata: No soy experto en gastronomía, pero el otro día se me ocurrió preparar un chinculguaj gourmet que lo nombré “Chinculguaj a la Mariana”, en tu honor. Paso copia acá de la receta para que los restaurantes de categoría los incluyan en su menú. No deben pagarme regalías, bastará ver tu nombre en el menú para darme por bien servido. Caliente un chinculguaj en el sartén, llévelo al plato, riéguelo generosamente con miel pura de abeja y espolvoree pepita molida. ¡Ah, bocatto di cardinale! La mezcla de sabores dulces con lo salado hacen de esta propuesta algo que, en serio, no lo comen ni en el Maxim’s, de París.