martes, 3 de mayo de 2016

LOS GECKOS





“¡Mirá, qué bonito!”, dijo Elena. Miré. Sobre la puerta metálica, pintada en rojo, estaba el bicho. No sé cómo se llama. Arcadia les tiene pavor, dice que estos bichos tienen la piel helada, cuenta que una vez le cayó uno sobre la cabeza y cuando lo agarró: “Hacé de cuenta que estaba yo agarrando hielo”.
Elena se acercó un poco más, pero yo le dije que tuviera precaución. No le fuera a pasar lo que le pasó a Arcadia.
“¿Ya miraste qué bonito?”, insistió Elena. Dije que sí. Como nunca he tenido una experiencia como la de Arcadia no les tengo pavor a estos animalitos. Dicen que ahuyentan cucarachas. Ahora que en casa hay tantas cucarachas sería bueno un ejército de estos bichos, pero, luego, ¿cómo evitar la proliferación de éstos? Ah, cucarachas jodonas, nada saben del equilibrio ambiental.
“¿De qué color es?”, preguntó Elena. No supe responder, iba a decir que de un color pálido, pero supe que me metería en profundidades. A Elena le dije que no sabía. ¿Quién puede decir qué color tiene este animal que pareciera estar enfundado en un uniforme militar? Entiendo que tiene esa apariencia porque le sirve para camuflarse, pero acá, sobre la puerta roja, lo único que hacía era sobresalir. Entendí que estos animales están “hechos” para vivir en la selva y en los bosques y no en las modernidades de nuestra civilización. Ya quería decirle: “A ver, a ver, camúflate”. Ya quería ver si era tan lista como para volverse roja y desaparecer en medio de tanto rojo.
Elena me preguntó si, como a las lagartijas, a este bicho le volvía a crecer la cola si se la cortaban. Me sorprendí ante la pregunta de Elena. Ella siempre se ha mostrado como una niña amorosa y respetuosa de los animales. ¿Era capaz de cortar la cola a este bicho? “No, bobito, no. Yo no le cortaría la cola, pero ¿si alguien abre la puerta y se la apachurra?”. Dije que tampoco sabía. Oh, qué tristeza. En realidad nada sé de nada, nada de todo. Vi que Elena se desesperaba porque a cada pregunta yo contestaba que no sabía. Vi que Elena puso sus manos cerradas en puño sobre su cintura y movió la cabeza como diciendo: “Entonces ¿de qué sabes?”. Y entonces yo le pregunté si sabía que estos bichos, hace muchos, muchos años, habían tenido alas. No, dijo ella. Sí, dije yo. Tenían alas, igual que las mariposas. Volaban de un lado para otro. Pero un día, un águila se inconformó, dijo que era algo contra la naturaleza. ¿De dónde los geckos habían asomado con alas? Eso era peligroso, porque si los pumas los veían podían seguir el mal ejemplo. ¿Imaginan -dijo el águila- lo que sería de la tierra si los pumas y tigres y leones tuvieran alas? Todos los pájaros de la tierra imaginaron a los pumas con alas y se encogieron porque les dio miedo. Un tucán, que era muy imaginativo, imaginó a un tiburón con alas, el pico se le puso color hormiga. ¿Qué hacer?, preguntó el colibrí que no dejaba de batir sus alas. Doña Canaria estaba contenta porque el colibrí era como un ventilador, pero don Loro estaba molesto porque el movimiento del colibrí lo ponía cada vez más nervioso.
El águila, con las alas detrás de la espalda, dio una y otra vuelta, y una más, pensando qué hacer para evitar que los geckos tuvieran alas. ¿Por qué no se las quemamos?, dijo la ardilla voladora. No, dijo el búho, lo quemaremos también a él. El chichintor, que siempre tenía un libro bajo sus alas, dijo: “Va a sonar a una bobera, pero ¿por qué no usamos el poder de la palabra?”. Todos callaron. El águila dijo: “A ver, soltá tu bobera”. El chichintor se subió a una rama donde todos pudieran verlo y con su voz de tiple dijo: “Es muy fácil, se sabe que la palabra es poderosa cuando se repite como mantra. Que el águila, que es el ave mayor, le pregunte al gecko si quiere poseer el conocimiento de la eterna juventud. Por supuesto que el bicho dirá que sí, entonces el águila le ordenará que diga: Sí, inhala, y le explicará que inhalar es lo que nos da vida eterna”. El águila vio a todos y dijo: “Tenías razón, es una bobera”, pero el chichintor movió las alas apresuradamente y dijo: “No, no he terminado, el gecko debe decirlo como si fuera un tren, uno tras otro. Entonces, todos se asombraron del conocimiento del chichintor y aplaudieron. ¡Claro, esa era la solución! Llamaron al gecko y el águila siguió las instrucciones del chichintor, cuando el gecko estuvo de acuerdo comenzó a decir: “Sí, inhala; sí, inhala; sí, inhala…”. El águila dijo que debía decirlo de corrido, como si fuera un tren, uno tras otro. Y el gecko dijo: “Síinhala, síinhala, síinhala, síinhala, síinhala, síinhala, síinhala…”, y conforme lo decía más rápido se iba quedando sin ala, hasta que quedó liso, liso, frío, frío.
“¿Y ya no le volvieron a salir?”. Ya no, dije. “Entonces sí se corta la cola, ¿ya no le vuelve a salir?”. Dije que no sabía. Elena volvió a poner sus brazos en la cintura y mover la cabeza como diciendo: “Nunca sabe nada”.