martes, 17 de mayo de 2016

LA MESA CUADRADA





“Dejalo ahí sobre la mesa”, dijo Eugenia. Era un pastel. Un pastel para la celebración de la tarde. Un pastel de chocolate blanco.
Romina buscó la mesa en el comedor, pero nada halló. Empujó la puerta abatible y entró a la cocina. Tampoco ahí había una mesa. Salió con el pastel entre las manos. Eugenia repitió: “Dejalo sobre la mesa”. Entonces, Romina dijo lo que cambió todo el ambiente: “¿Cuál mesa?”.
Mientras Romina nada dijo todo parecía normal. Don Evandro leía el periódico, sentado en la mecedora; doña Arminda tejía al lado de la ventana, sentada sobre un banco pequeño; y Eugenia, también al lado de la ventana, quitaba hojas secas a una planta.
Romina se quedó a mitad de la sala, con el pastel entre las manos. Ya comenzaba a molestarle. Buscaba algún lugar para depositarlo.
“¿Cómo que cuál mesa? Esa que está ahí frente a tu carota”, dijo Eugenia, sonrió y, silbando, siguió buscando, entre las hojas verdes, las secas.
Don Evandro dejó el periódico sobre sus piernas y vio a Romina. Doña Arminda depositó su tejido en el piso, sacó un pañuelo de papel debajo del puño de la blusa y lloró. Romina ya estaba cansada. Caminó al centro de la sala y colocó el pastel en el piso.
“Te lo dije”, dijo don Evandro, en voz alta y volvió a su lectura. “¿Qué me dijiste?”, preguntó Eugenia sin dejar de revisar la planta. Tomó una tijera podadora y, con delicadeza, cortó una ramita. “Que ya no hay mesa”, dijo su papá.
Romina caminó, jaló un pequeño banco, se sentó y pensó que tampoco estaba la sala ni el librero. Doña Arminda levantó los ojos llorosos y volvió a sumergirse en su llanto. El pañuelo era un hilacho ya.
Romina pensó que Eugenia quería ocultar lo obvio. Tal vez había necesitado vender esos muebles y… ¿Las camas estarían en las recámaras? Preguntó: “¿Me prestás tu baño?”. “Sí, claro. Ya sabés dónde está”, dijo Eugenia, mientras levantaba la maceta y la colocaba a contraluz de la ventana.
Romina caminó por el pasillo, abrió la recámara de los papás y halló lo que había imaginado: ¡Nada! En el lugar donde habían estado las camas había un par de colchonetas tiradas en el suelo, en lugar de almohadas unos rollos hechos con cortinas deshechas. ¡Tampoco estaban los roperos! Volteó para asegurarse de que Eugenia no había abandonado la sala, caminó diez pasos más y abrió la puerta. Le bastó entreabrirla para darse cuenta que la recámara de su amiga también estaba vacía. Regresó.
“Se están tardando. Creo que tendremos que cantar las mañanitas sólo nosotros”, dijo Eugenia. Doña Arminda soltó un grito leve, casi ahogado, se llevó las manos a su boca y lloró de nuevo. Don Evandro volvió a dejar el periódico sobre sus piernas, se quitó las gafas y preguntó si ponía el disco de las mañanitas con Pedro Infante, pero doña Arminda volvió a gemir. Romina se dio cuenta que don Evandro se había equivocado. No había modular ni la colección de discos.
A Romina, ahora sí, le llegaron las ganas de hacer pis. “¡Pendeja!”, pensó. ¿Qué diría Eugenia si volvía a pedir pasar al baño?
“Bueno. Vamos a cantar las mañanitas”, dijo Eugenia. “¿Te vas a lavar las manos?”. “Sí”, dijo Romina y se pasó la mano por la frente, tranquila porque podría hacer del uno. Caminó de nuevo por el pasillo, abrió la puerta del baño y se topó, de nuevo, con el vacío. No había cortina, ni lavabo, ni taza. Lo extraño era que el piso estaba completo. Donde había estado la taza no había el hueco de la conexión con el drenaje; ni existía el cespol de la regadera. Las baldosas estaban completas, como si ese cuarto jamás hubiese servido de baño.
Romina estaba detenida del pomo de la puerta. Escuchó que alguien cantaba en la sala: “Están son las mañanitas que cantaba el Rey…”. Mientras caminaba por el pasillo, la voz se intensificó: “…hoy por ser día de…”. Entró a la sala: Eugenia, hincada sobre el piso había cortado el pastel. Tenía un pedazo en la mano, sonreía.
“Dale a mi mamá”, le dijo a Romina, pero Romina vio hacia todos lados y no halló a su mamá. “¿Dónde está tu mamá?”, preguntó. Eugenia volvió la cara, vio a Romina y dijo: “¿Cómo dónde? Ahí está, ¡frente a tu carota!”.
Pero en la habitación sólo estaba Eugenia, hincada sobre el piso, frente al pastel, sin vela. En la base de la ventana estaba la maceta con la planta sin una hoja, como si estuviera completamente seca. Debajo estaba el bordado de la mamá de Eugenia. Pero ya no estaba el banco, ni la mecedora, ni el periódico. Eugenia, en voz muy baja seguía cantando: “…ya los pajarillos cantan, la luna ya se metió”.