lunes, 30 de octubre de 2017

CARTA A MARIANA, DESDE LA ORILLA DE UN DOMINGO




Querida Mariana: Mi mamá y yo fuimos al panteón. Fuimos a dejar flores en la tumba de mi papá. El viaje fue como seguir la ruta de las presencias y de las ausencias. Siento algo extraño cuando digo: “Fui al panteón”. Otra cosa es decir: Fui al estadio, fui al antro, fui a la escuela, fui a la playa, fui al templo. Los últimos espacios hablan de vida.
Le hicimos la parada a un taxista. “Llévenos al panteón”. Suena extraño decir: “Al panteón”. El taxista escuchaba música de banda. “¿Le puede bajar volumen a su radio?”, pedí. El chofer atendió mi petición, pero vi que su cara se arrugó como se arrugan las hojas de betabel cuando se secan.
El taxista nos dejó frente al local donde venden flores. En cuanto bajamos escuché que le subió volumen al radio. “Son cien pesos”, dijo la mujer que nos despachó. Mi mamá le pidió a la mujer que cortara el tallo a los ramos de flores, para que los tallos no estuvieran tan largos y cupieran en los floreros al aire libre que tiene la tumba de mi papá. Porque donde reposa mi papá no tiene capilla, es como una mesa a cielo abierto, para que quien quiera se pueda sentar o trepar, sin mayor problema. La mujer decía que sí, pero no hacía el corte, extendía la mano y recordaba: “Son cien pesos”. Pagué. La mujer entonces hizo los cortes.
“¿Algún trabajo?”, dijo el hombre que estaba a la entrada del panteón. Vi a cuatro hombres que, en cuclillas, ofrecían sus servicios, por si algún propietario necesitaba limpieza, arreglo o pintada de tumba. Recordé a doña Lolita Albores que contaba que antes, los padres de estos hombres, ofrecían sus servicios diciendo: “¿Se lo limpio, se lo blanqueo?”. Un poco al estilo de mi amigo Fer, que el día de la presentación de ARENILLA-revista, muy amable me ofreció: “Cuando querás una tocada”. Él es un guitarrista excelente y, muy generoso, me ofreció tocar en algún acto, de pura cortesía. Pero llamó mi atención su manera de decírmelo: “Cuando querás una tocada”.
Mi mamá y yo caminamos por la avenida principal del panteón, que está flanqueada por árboles que dan sombra y llenan de aire limpio el espacio. Y digo que fue una ruta de ausencias y presencias, porque a la izquierda de la capilla me topé con la tumba de don Jorge Pérez y detrás de la capilla hallé la tumba donde reposan los restos del padre Carlos y del padre Raúl Mandujano; y a mi derecha vi la tumba de Mariano N. Ruiz, antes habíamos pasado al lado de la tumba de Belisario Domínguez y la de Pantaleón Domínguez, y luego, por una vereda de tierra apisonada, donde un hombre, sobre una escalera, repintaba el letrero de Perpetuidad Familia Aguilar; topé con la tumba de Jorge Gordillo y luego, veinte pasos antes de llegar a la tumba de mi papá, estaba la tumba de mi tío Ciro Bermúdez, quien, lamentablemente, falleció hace cosa de mes y medio. La tumba de mi papá está a escasos veinte pasos de la tumba de mi tío Ciro. Quedaron cerca, casi vecinos. Mi tío Ciro fue un hombre honesto y muy trabajador. Lo recuerdo con cariño, porque él siempre me trató con igual deferencia. Antes, mucho antes, a la hora que entramos, a escasos veinte pasos de donde está enterrado mi amigo Miguel (¡Uf, ya hace más de treinta y tres años que moriste, querido Miguel, y acá, los de la palomilla, seguimos recordándote y queriéndote!) está la tumba de tío César Vives y de mi madrina Elenita (hermana de tío Ciro) quien siempre, Dios la guarde, me dijo: “Alejandrito”, a pesar de que yo ya estaba viejo. Conozco mucha gente que se molesta cuando alguien le aplica un diminutivo que pareciera ser exclusivo de la infancia o de la vejez. Si Marito tiene seis años el nombre le va bien, si don Marito tiene ochenta años, el nombre le va bien, pero no falta el Mario que se molesta cuando a sus veintidós años alguien le dice Marito. Yo extraño el Alejandrito que pronunciaba mi madrina, porque lo pronunciaba como si fuera agua bendita. A pesar de verme viejo me sabía niño.
Mi mamá limpió la tumba de mi papá, dispuso con amor las flores, se persignó y rezó. Dijo: “Ya hizo veintisiete años tu papá”. Yo dije que sí. Entendí que mi mamá hablaba de los años de ausencia de su presencia. “Ya hizo veintisiete años”, dijo. Lo dijo con nostalgia, pero como si hubiera dicho que Romeo ya cumplió veintisiete años de vida. Y es que llega el momento en que todo se confunde y hablamos del tiempo de los muertos con la misma naturalidad con que hablamos del tiempo de los vivos.
Y de regreso pasamos a la tumba de doña Lolita Albores (“Se lo limpio, se lo blanqueo”) y a la tumba de la tía Bety Córdova. Y salimos y, mientras esperábamos el camión urbano, dos personas se acercaron a saludar a mi mamá. Ella tenía un chal y él llevaba una bufanda. Ella le preguntó a mi mamá: “¿Vino usted a saludar a sus muertitos?” y mi mamá dijo que sí, que había ido a la tumba de mi papá. “Ah, don Agustito” dijo ella y comentó que ella entraría para dejar flores en la tumba de su hija.
Y yo pensé que sí, que habíamos entrado al panteón “a saludar a nuestros muertitos”, a aquéllos que nos recuerdan la vida, porque la tumba de mi papá está a veinte pasos de la tumba de mi tío Ciro y a dos pasos de la tumba de doña Rome Aranda y de don Roberto Gómez. Ahí están en una vecindad infinita, compartiendo la tierra.
Pero cuando subimos al urbano dimos paso a la vida, porque en la parada del DIF subió una señora y dijo “Buenos días. Ahorita le pago”, pero yo vi que jamás abrió su monedero y bajó en la parada del Banco Nacional. En la esquina del Puente Hidalgo subieron una señora y una niña. La niña se adelantó, se sentó y le dijo a la señora (¿su mamá?) que se apurara y luego le preguntó: “¿Vamos a ir en la tarde a la casa de tío Mingo?”, y la señora no respondió, buscó las monedas en su bolso y pidió al pasajero que estaba sentado detrás del chofer: “¿Me hace favor de pagar?”, y el pasajero estiró la mano y, con paciencia, esperó el cambio y se lo entregó a la señora. “¿Vamos a ir?”, insistió la niña y la mujer insistió en su mutismo.
En la esquina del Banco, el chofer debió doblar a la derecha, porque la calle del templo de Santo Domingo estaba cerrada. “¿Qué pasó?”, preguntó la niña, la señora se ladeó tantito, miró hacia adelante y dijo que no sabía. Yo sí sabía, porque un corredor había subido al camión, llevaba una medalla en el pecho, tenía la cara colorada; yo sabía que había participado en la carrera pedestre que organizó la Fundación Colosio. Frente a la casa de la cultura estaba colocado el arco de meta.
El chofer modificó su ruta y bajó a la Pila y subió por la calle trasera del mercado Primero de Mayo y luego ya tomó la calle de don Ulises y subió hasta Bingo y ahí, en la esquina, vi a Raúl Espinosa, el genial caricaturista, con su esposa y uno de sus hijos. Y pensé que Raúl ha realizado cientos de dibujos de personajes de Comitán, unos vivos y otros muertos, en su obra hay una ruta similar a la que el domingo hicimos con mi mamá. Ya en el bulevar pedí: “En la parada, por favor” y el chofer se estacionó y bajamos, mi mamá y yo. Dije: “En la parada”. Y pensé que lo había dicho como si deseara hacer una pausa. Habíamos salido quince minutos antes de las nueve de la casa (de este nuevo horario, de la hora de Dios) y regresamos al cuarto para las diez. Apenas fue una hora que hicimos en la ruta, pero fue una hora tan intensa por haber “saludado” a tanto muertito, que sentí un agotamiento como si hubiera participado en la carrera de la Fundación, pero vi mi pecho y no hallé medalla alguna. Insistí y luego escuché mi corazón y supe que había ido al panteón, pero había regresado.