miércoles, 18 de octubre de 2017

EN EL PARQUE DE SAN SEBASTIÁN




Margarita me habló por teléfono. En cuanto dije: Bueno, ella me dijo: “Sos un cabrón. Me la vas a pagar”. Y colgó. Luego supe que todo lo había causado una apuesta que hizo con Sebastián. Yo ignoraba tal apuesta.
Una tarde antes, Sebastián me preguntó: “¿Nunca quisiste ser jugador de fútbol americano?”. Él estaba con su celular en la mano. Estábamos sentados en el parque de San Sebastián, él comía una paleta de chimbo; su hijo Rafalli (su hijo menor) buscaba las ardillas que su mamá le dijo tenían sus casas en los árboles del parque.
Dije que no. En mis tiempos de niño o de adolescente, el fútbol americano era un deporte ajeno a Comitán.
“Ah, me estás mintiendo”, dijo Sebastián y me dio un palmazo en la rodilla.
Volví a decir que no. Bueno, con decir que ni siquiera deseé ser jugador de fútbol soccer. Dije que, en realidad, nunca soñé con algo que tuviera que ver con el deporte. Ni basquetbolista, ni clavadista, ni pesista, ¡nada!
“Veo que me estás engañando, bien estoy viendo en tu cara que sí querías ser jugador de fut americano”.
Claro que no, dije. No estás viendo bien. Le dije que viera bien.
“Es lo que estoy haciendo”, dijo Rafalli, creyendo que le hablaba a él. Y agregó que no hallaba las ardillas que le había dicho su mamá. Dijo que tal vez habían ido a comer y por eso no estaban ahí. Se acercó a su papá y le pidió dinero para comprar una paleta. Sebastián buscó en su bolsa, abrió la cartera y dijo que sólo tenía un billete de doscientos. Yo busqué en la bolsa de mi pantalón y le di dos monedas de diez pesos. Rafalli dio las gracias y salió corriendo con rumbo a la tienda de doña Estelita.
“Margarita me dijo que vos le dijiste que querías ser jugador de americano, que soñabas con ponerte una hombrera, para que te vieras bien ponchado”. Reí. Por supuesto que no, dije. El juego de Sebastián comenzaba a sacarme de armonía. ¿Por qué insistía? ¿Y si le cambiaba la jugada y le decía que sí? Podía decirle: Sí, tenés razón, ahora que mencionaste a Margarita recordé que durante un tiempo soñé con ser un famoso jugador de americano; soñé que era un receptor de primera, que durante una temporada lograba estar en el Top Ten del Touchdown.
Iba a decirle que sí, para cambiarle la jugada, para irme por una lateral y lograr el primero y diez, cuando él dijo: “¿Por qué tenés pena en admitirlo? Era un mero sueño guajiro. Yo conozco a varios chaparritos que sueñan con ser altos. No tiene nada de malo”. Sí, pensé, este diálogo me está cansando. Decidí retirarme, decir que tenía otro compromiso. Ya que tenía su celular en la mano le preguntaría la hora y cuando me la dijera yo pretextaría que tenía otro compromiso, le tendería la mano y diría que había sido un gran gusto platicar con él. En realidad pensé lo contrario desde el principio. Yo estaba en el parque, leyendo un libro del Nobel de Literatura 2017 cuando los vi acercarse. Sebastián ya llevaba la paleta de chimbo y cuando me vio alzó los brazos como si yo fuera una playa y ellos se salvaran de un naufragio. Llegó, se sentó, me dio una palmada en la rodilla y luego, antes de decir hola o cómo estás, me preguntó: ¿Nunca quisiste ser jugador de fútbol americano?
¿Cuál era su objetivo? ¿Jugar o molestar? Su presencia ya estaba hartándome. Pensé que en cuanto Rafalli llegara me pararía sin más y me despediría. Sebastián seguía escribiendo algo en su celular, como si respondiera un mensaje o fuera un escritor que redactara sus impresiones acerca de mi comportamiento. Vi a Rafalli cruzar la calle y dirigirse hacia nosotros. Cuando estuvo cerca, me paré y le dije a Sebastián que había sido un gusto, le tendí la mano, él la cogió con la suya. Fue como si se cogiera de un pescante porque con el impulso se paró y dijo que no, ¡ah!, no, no iba a irme sin responderle la pregunta. Yo traté de retirar mi mano, pero no lo logré, porque él la tenía atenazada. Dije, un poco molesto, que ya le había respondido y, ya con cierta calma, dije que no (sonreí, en ánimo de atemperar su carácter), que nunca había soñado con ser jugador de fútbol americano. “¡Ah, cómo no!”, dijo él e insistió en que Margarita, un día, le había contado que yo decía lo contrario y cuando pronunció el yo, me soltó la mano y con su dedo índice me picó el pecho.
¡Uf!, pensé, qué fastidio. Entonces decidí hacerle su gusto y dije: “Sí, tenés razón, ahora que lo decís, es cierto. Siempre soñé con ser jugador de fut americano, lo que pasa es lo que decís, me da pena reconocerlo. Bueno, nos vemos”. Lo vi sonreír. Rafalli me dio la mano, dijo: “Adiós, tío”. Yo le hice un cariño en su cabeza y le dije: “¿Sabés por qué no viste a las ardillas? Porque están muertas, ¡las envenenaron!”. Rafalli vio a su papá y le preguntó si era cierto. Yo me di la vuelta. Llevaba una sonrisa en mi boca. Andá, cabrón, pensé, respondele esa pregunta a tu hijo.
Pero luego supe que el que ríe al último ríe mejor, porque Sebastián le demostró a Margarita que yo había confesado que sí había deseado ser jugador de fut. Margarita había dicho que eso era ¡imposible! ¿Alejandro? ¡No! ¡Nunca! Entonces Sebastián hizo la apuesta y Margarita aceptó. Sebastián dijo que le demostraría y lo demostró, porque le enseñó el video donde yo dije: “Sí, tenés razón, ahora que lo decís es cierto. Siempre soñé con ser jugador de fut americano, lo que pasa es lo que decís, me da pena reconocerlo”.
Cuando me topé con Margarita le expliqué y le dije que ella era la culpable por andar metiéndose en juego de apuestas con el cabrón de Sebastián.
Al final limamos asperezas y Sebastián dijo que todo era un juego, pero no le regresó su dinero a Margarita.