miércoles, 4 de octubre de 2017

PRIMICIA. Acá pueden leer los primeros capítulos de la novela breve: "Siempre aparece un elefante llamado Doko", que pronto estará a la venta.



I
Marco siempre deseó ir a Japón.
Ahorraba cuanto podía, a fin de cumplir su anhelo.
La creencia popular señala que uno debe tener cuidado con lo que desea, porque se puede cumplir. Marco nunca imaginó que un día su deseo comenzaría a tomar forma, pero de una forma que no era la deseable.
¿Cómo es que Marco, al término de esta novela, va en un barco rumbo a Japón, pero de una manera sórdida, como un vil delincuente?
Acá se cuenta la historia.
Marco era un periodista lector encargado de la sección de libros, en Imágenes semanales, impreso que se publicaba los miércoles de cada semana. Los lectores de Imágenes semanales eran escasos y más escasos aún los habituales de su sección. Cuando el director general del semanario aceptó su solicitud, Marco llegaba a la oficina vistiendo modernos trajes Hugo Boss, con corbata dorada y un clavel en la solapa. Algunos lectores consuetudinarios, al ver su fotografía a color en la esquina privilegiada de la hoja, pensaron que esa imagen significaba un cambio positivo para la revista con un diseño obsoleto; pero, Roselia, una nueva compañera, lo hizo objeto de sus burlas. En el sanitario, al lado del rollo de papel higiénico, no era inusual hallar las páginas donde aparecía su foto. Roselia coqueteó con él, en forma irónica alabó su buen gusto para vestir, pero al ser ignorada por el nuevo compañero comenzó a agredirlo. Marco, aunque se sintió mal por las burlas de Roselia, no la ignoró por ser grosero, sino por una timidez permanente que lo acompañaba. Pero ella tomó como rechazo lo que era apocamiento. El acoso fue tal que hubo mañanas en que, como si fuese un escolar sometido a bullying, Marco ya no deseaba ir al trabajo, sólo por no toparse con Roselia, quien le manchaba el traje impecable, bien con agua o con café caliente o con barras de chocolate. El acoso era tal que lo que al principio fue disimulado y pasó por mero accidente se convirtió en una campaña permanente de agresión. Por eso, una mañana Marco cedió, porque intuyó que, al saberse ganadora, Roselia le bajaría de intensidad a su batalla. Después de ocho meses de la llegada del encargado de la sección de libros, todos los de la oficina dejaron de hacer lo que hacían y vieron a Marco, con gran sorpresa. El grupo que tomaba café cerca de la máquina fotocopiadora tragó con dificultad, y Roselia, sentada frente a su escritorio, triunfal, cruzó la pierna y dijo: “Ya lo dice el dicho: La mona…”, se carcajeó y agregó, con voz alta: “El ratoncito no supo con quién se metió”. Marco entró en mangas de camisa, con un pantalón de mezclilla y tenis. El portafolio que siempre llevaba y que le daba un aire de diplomático o de ejecutivo lo sustituyó por una mochila sobre la espalda. Ahí llevaba su laptop. Sí, Marco había cedido a la presión. Esto, en apariencia trivial, revela, en este instante, parte del carácter de nuestro personaje. Marco era un hombre poco competente en las cosas prácticas de la vida. No defendía sus acciones, prefería abdicar, con tal de continuar inadvertido por la sociedad. Toda su vida había sido un lector apasionado. Gracias a la lectura de cientos de novelas y libros de cuentos sabía mucho de la vida, pero no hallaba el modo de aplicarlo en el mundo real, el mundo de todos los días, porque había descubierto que la ficción era un mero reflejo de la sociedad, pero la sociedad era una avalancha que no podía contenerse con cerrar el capítulo. Sólo por poner un ejemplo, diremos que cuando Marco estaba sentado en la parada de autobuses, al ver la llegada de un urbano y observar que la muchacha sentada a su lado se paraba para abordar el autobús y él miraba el trasero enmarcado en la puerta lo imaginaba el culo de un oso panda artrítico. A partir de ese instante, su mente era una máquina incontrolable de imágenes que comparaban a los humanos con animales: el chofer era un chango; el hombre que leía el periódico, al lado de la ventanilla, era un cuervo con los cachetes inflados. Su imaginación, entrenada por tantos años, gracias a los escritos de Poe, Borges, Tolkien, Lovecraft, Cortázar, Lewis, Verne (¡Ah, el viejo Jules!), Stoker, Stevenson, Balzac, Asimov y muchos, muchos más, no podía detener su cuerda. En la oficina sus compañeros también eran parte de una fauna que incluía a ratas, caimanes, jirafas, dragones sifilíticos y una chuchupe (que es la serpiente más venenosa del mundo). La chuchupe era Roselia. Sólo se salvaban el jefe (que siempre lo trató de manera respetuosa y reconoció su talento) y Elena, pero, a veces Elena era una ardilla sin cola, porque ella tenía un carácter más apocado que él. Elena siempre usaba lentes oscuros, se sentaba en su escritorio y sólo hablaba cuando alguna persona pedía algún informe acerca de la editorial o buscaba a alguien en especial. Caminaba con lentitud, como si fuera un árbol endeble sometido a un ventarrón permanente. Los demás compañeros la evitaban. Era como un florero más sobre un archivador, un florero con flores secas, al que nadie le echaba agua. Marco creía que ella tenía alguna enfermedad y la medicina que tomaba la obligaba a estar como zombi la mayor parte del tiempo.
II
Cada persona tiene en la mente sus países preferidos. Si alguien llegara a una reunión con la pregunta: ¿Qué país quieres conocer? Cada uno de los asistentes a la reunión diría nombres semejantes, pero diferentes, porque la Suiza de una persona es muy diferente a la Suiza de otra. La Suiza de uno puede ser una serie de lugares comunes que están colgados en la memoria colectiva: reloj, chocolate, Los Alpes y Heidy, el personaje de la literatura juvenil. Pero, la Suiza de otro puede estar plagada de nombres de escritores célebres, desde el premio Nobel Hermann Hesse (alemán nacionalizado suizo, que, por ser difunto, no sabe que vende millones de libros al año), hasta Erich Von Däniken, quien en los años setenta fue famoso porque expuso teorías de la visita de extraterrestres a la tierra; desde la gran escritora de viajes Ella Maillart hasta la poeta argentina Alfonsina Storni que pocos saben que nació en Suiza. Cada persona tiene su país especial, armado a su medida, a la medida de sus conocimientos. ¿Cómo Marco comenzó a amar a Japón? ¿A idealizarlo? ¿A soñarlo noche y día?
III
Marco no conoció a su papá. Marco no conoció a su mamá. Vivió los primeros años de su vida en un viejo cuarto en la azotea de un edificio de tres pisos, propiedad de doña Alicia, con alguien que se autonombraba abuela Virginia. La abuela lo llevaba los sábados al parque, le compraba un algodón de París y una bolsa de maíz molido que, haciendo un abanico con su brazo, tiraba al piso para que comieran las palomas. Le encantaba caminar por las banquetas de laja, de mano de ella. Oía los diversos ruidos que del fondo de las casas se asomaban a la calle: el del herrero majando el fierro, el del panadero metiendo la paleta de madera al horno para sacar el pan caliente, el de la mujer que echaba agua sobre el lavadero, el de los niños que brincaban la cuerda y gritaban emocionados, el del silbato del afilador de cuchillos, los rezos de las abuelas en los oratorios iluminados con veladoras, los gritos de ¡gol! de los hombres que miraban el partido de futbol por televisión mientras bebían cerveza. Cuando miraba hacia atrás recordaba su infancia como un río de agua limpia. Cuando cumplió doce años, don Armando, cola de tlacuache y hocico de ratón, viejo tendero de la esquina, lo llamó a la trastienda y, en medio del olor de jabón que había adentro de cajas de cartón, le confió que su abuela no era su abuela. Le contó que él, apenas criatura recién nacida, había sido tirado en un bote de basura y Virginia (pepenadora) lo halló, como hallaba botellas de plástico o de cartón. Cuando Marco volvió a casa ese día, la abuela lo regañó porque había tardado muchísimo y no llevaba el kilo de azúcar solicitado. Marco abrazó a Virginia, lloró y, por primera vez, le dijo ¡mamá!, ¡mamacita linda! Y le dijo que la quería mucho y que jamás, jamás la abandonaría.
Mas la vida es justa, pero ingrata. Apenas dos meses después, ella lo abandonó a él, para siempre. Una pulmonía fulminante la envió directo a la fosa común del panteón.
Desde entonces, Marco vivió solo. Fue echado del cuarto de azotea, porque doña Alicia vendió el edificio y el nuevo propietario tenía planes para construir otro piso. Marco dejó la escuela y, en día proverbial, caminó frente a la biblioteca pública y leyó el anuncio que estaba en el frontispicio: “Se busca muchacho para trabajos sencillos”. El director le dijo que su labor sería simple: limpiar los libros de la bodega (cientos, miles de libros). ¿Podía dormir en esa bodega? El director dijo que sí y le llevó una colchoneta y dos cobijas que tenía arrumbadas en el garaje de su casa. Marco pensó que no podía irle mejor en la vida: tenía un trabajo, un dormitorio y miles de libros a su disposición. La primera noche que durmió en la bodega (ahí dormiría hasta cumplir veintiún años, edad en la que comenzó a laborar en el semanario y ya pudo rentar un departamento, en planta baja, en una colonia de clase media) descubrió que había un país llamado Japón, lo descubrió en un libro que estaba en lo alto del primer estante (había pensado que comenzaría a limpiar los libros de arriba para abajo. Se colocaría un pañuelo para cubrir la nariz y treparía en la escalera metálica de tijera que estaba arrinconada en la esquina más distante). Esa noche, como si fuera un chango, puso una mano en un travesaño del estante y con la otra bajó el libro que estaba en la parte superior. Dio un brinco y se sentó, en flor de loto, sobre la colchoneta. Ahí leyó el cuento “Un pájaro ciego”, del escritor Fudo Lida.
IV
Los pájaros no tienen nombres propios. Son parte de una parvada; es decir, su individualidad se pierde en el plumaje general. Por ello, Res, se sentía un pájaro especial. Era el único de todos los pájaros de Chugoku que tenía un nombre. ¡Res, Res!, lo nombraban sus amiguitos y el pájaro piaba. ¡Vuela, vuela!, le decían los demás. Res escuchaba el batir de las alas de sus amiguitos, hasta su pico llegaba el viento propiciado por el vuelo de ellos. ¡Ven, ven!, gritaban, alborotados. ¡Mira, mira!, decían, pero luego callaban. Sabían que habían cometido una imprudencia. Res era ciego.