viernes, 6 de octubre de 2017

EL DE LA ÚLTIMA FILA




Soy el de la última fila. Cuando entro a un aula o un auditorio o un teatro o una sala cinematográfica elijo, de preferencia, la última fila.
En ocasiones (¡ni modos!) debo estar en la mesa de honor de una graduación escolar o en una presentación de libros o en una lectura de textos narrativos. Asumo el compromiso y lo soporto. Lo soporto, porque si me dieran a elegir preferiría estar sentado en la última fila.
Si pienso en esta obsesión, en este comportamiento inusual, encuentro que, en la primaria, por ser de los niños más pequeños del salón, siempre estuve sentado en las primeras filas, porque ahí me sentaban los maestros. Me di cuenta que a los de la primera fila no les queda más que ver al maestro o al pizarrón. Los compañeros que se sentaban atrás podían esconderse detrás de las cabezas de los que estaban sentados adelante y jugaban muñequitos u otras cosas. Desde entonces siempre anhelé sentarme en la última fila, porque entendí que ahí la vida era más divertida.
La secundaria la estudié en el Colegio Mariano N. Ruiz (institución donde laboro desde hace más de treinta años). El primer día que entré al salón hallé una situación simpática, además de insólita. En la escuela primaria Fray Matías de Córdova (donde estudié) los salones estaban divididos en sexos: unos salones era para varones y otros para mujeres. En el Colegio, ya en secundaria, mujeres y hombres compartíamos el aula, pero la distribución era original, porque las mujeres estaban sentadas en las primeras filas y los hombres nos sentábamos en la parte de atrás. El padre Carlos (fundador y director de la institución) decidía quién se sentaba en determinado lugar. Esta era la primera acción que realizaba el primer día de clases. Los alumnos hicimos dos filas: una de hombres y otra de mujeres. Las filas fueron integradas con el criterio de la altura de los alumnos, los más pequeños al frente y los más altos al final. Esto provocó que las chaparritas estuvieran en la primera fila y las más grandes (las más desarrolladas) en la última fila de mujeres; en seguida, comenzaba la sección de varones, la primera fila de varones estaba integrada por los más pequeños y los varejones se sentaban en la última fila, recargados en la pared del fondo.
A mí me tocó (junto con Ramiro) sentarme en la primera fila de varones, justo detrás de la última fila de mujeres (detrás de las más grandes, las más desarrolladas). Esta posición de privilegio me permitió, por primera vez, apreciar las ventajas de no estar en la fila delantera. Detrás de las compañeras podía camuflarme, podía jugar al fútbol con bolitas de plastilina y, sobre todo (¡Bendito Dios!), podía, en lugar de ver el pizarrón o el rostro de cristo fastidiado del maestro, ver las cabelleras y los cuellos de mis compañeras, y, si me hacía tantito para adelante, podía admirar sus espaldas y, ocasionalmente, sus muslos o pechos.
Esa posición libertaria era ventajosa. Me enseñó que el mejor lugar para ver el mundo siempre está en las últimas filas, porque la vida no sólo está concentrada en el paisaje del frente, sino, sobre todo, en los seres humanos que ven ese paisaje. Ahí comencé a tener conciencia de mi vocación de escritor, supe que yo no sería de los que están en los escenarios ni tampoco de los espectadores de la primera fila, sino del que se sienta en la última fila, porque así lo decidió, a fin de ser un testigo fiel de la obra de teatro y de quienes la ven; es decir, necesitaba tener una visión total del gran espectáculo que es la vida.
Esto me convirtió en una especie de voyeur que estaba alimentado por mi natural timidez. Me costaba trabajo relacionarme con la gente, pero me fascinaba la fiesta donde las personas se reúnen y platican, bailan, beben, se acarician, cogen.
Desde siempre había sido un gran cinéfilo. Me gustaba sentarme en la última fila, porque me gustaba ver, además de la historia que se escenificaba en la pantalla, las mínimas historias que se desarrollaban a mi lado, porque los enamorados también elegían la última fila para evitar las miradas indiscretas de los demás, pero yo, con la técnica del que está pendiente del gato y del garabato, miraba cómo Jorge Rivero le quitaba la blusa a Isela Vega, al mismo tiempo que Juan equis acariciaba el pecho a María ye, mientras yo (Alejandro zeta) sudaba por la duplicidad de escenas que despertaban mi emoción más erótica.
En la sala cinematográfica, igual que en los demás espacios de reunión, aprendí que lo que aparece en la pantalla es una historia más. Entendí que la última fila permite aliar la historia del frente con las demás: las laterales; y que estas alianzas hacen que la vida sea más entretenida, más llena de vida.
“Pasá adelante”, me dicen a veces y me ofrecen un asiento en primera fila, de esos asientos que tanto buscan los que son felices expuestos a los reflectores, lo hacen como símbolo de generosidad. Yo, como símbolo de cortesía, agradezco el gesto, pero digo que no, que prefiero el asiento de la última fila. Ellos, los generosos, han de considerar que soy un pedante, que soy un grosero. No saben que si me siento en la primera fila sólo tengo una visión parcial del instante y yo, por mi vocación de escritor, de lector del mundo, debo tener una visión total de cada instante. Soy un convencido de que la vida es más vida cuando se ve desde la última fila.