viernes, 20 de octubre de 2017

CASAS QUE SE VUELVEN PÚBLICAS




Las casas se transforman y ¡transforman! El otro día, Jorge y yo pasamos por la casa donde tía Lola tenía su prostíbulo (muchos comitecos de los años setenta deben recordarla). De esa casa yo vi a muchos salir transformados: Unos eran los que entraban y otros los que salían, sobre todo los muchachos que tenían su primera relación. A veces ésta era prodigiosa y yo veía salir a los muchachos llenos de luz; a veces era ingrata, porque algo sucedía en el cuarto que no permitía que la primera relación sexual fuera exitosa. Mario salió transformado, al pasar la puerta parecía uno de esos hombres que regresan de una batalla donde su ejército fracasó, movía sus piernas con lentitud y se veía que su mente estaba en otra parte. Confesó que no había logrado la erección. Martín, quien siempre fue su mejor amigo, lo abrazó y le dijo: “Es que estas viejas no son para vos. Vas a mirar lo que yo te voy a conseguir” y no dejó de abrazarlo en todo el trayecto en que caminábamos a mitad de la calle. Una tarde me topé con Mario y estaba como flor en primavera, estaba contento, no podía disimular el encanto que iluminaba su espíritu. Me dijo que Martín le había cumplido, lo había llevado a su departamento y ahí había platicado con una muchacha bonita, bien bonita, que era de Tonalá y luego había tenido su primera vez. Como estaba contento me confesó que Martín tuvo razón: las mujeres de tía Lola no eran para él. La prostituta que con la que había entrado tenía una cicatriz en el vientre y éste lo tenía todo grasoso, sus pechos se desparramaban por las laterales de su torso como si fuesen dos ballenas atadas a un iceberg. En cambio, dijo, todo sonriente, la muchacha de Tonalá era bella, todo su cuerpo olía a menta y su entrepierna tenía la suavidad de la piel de un conejito. ¡Estaba feliz! Yo le pedí que me llevara a conocer ese departamento. ¿Para qué?, dijo él, y yo le respondí que era para tener la certeza de que esa casa lo había transformado para bien, porque no sólo había sido la muchacha de Tonalá, también había sido ese departamento. Mario me quedó viendo sin comprender. ¿Cómo le podía explicar que los entornos son decisivos?
En Comitán hay un restaurante que se llama “Tono Gallos”. Es muy famoso, porque sirven muchos platillos con una botana muy especial. Ahí fue la primera vez que comí las famosas tortillas con asiento (que es la grasa que queda en el comal cuando fríen el puerco). El local que ocupa ahora está hecho ex profeso para restaurante, pero en los inicios funcionó en la casa donde vivía don Tono. El patio central de la casa tenía una especie de palapa hecha con madera y un redondel que servía para que los galleros se acodaran y vieran la pelea de gallos (por eso el nombre de Tono Gallos). Ahí, don Tono tenía una cantina. Los clientes llegaban a medio día y se sentaban en el patio donde, en la noche, los gallos peleaban. El redondel estaba lleno de helechos y en una pared había una jaula grande con cenzontles. Era un espacio muy bello. A mí siempre me sorprendió ese lugar. Por eso ahora no soporto los restaurantes cerrados, en donde sólo se ven mesas, rocolas y paredes. Me encantan los espacios abiertos, los espacios donde se toma la cerveza mientras un cenzontle canta y la luz del sol brinca de un árbol a otro.
Al principio de este siglo XXI fui a Oaxaca, por cuestiones de trabajo y mi amigo Alfonso me llevó a una cantina que una señora tenía en el patio de su casa. Entramos y olí ese aroma infinito de tierra mojada. Una mujer regaba agua sobre el patio de tierra. Debajo de unos árboles había tres mesas, una de ellas ya estaba ocupada por dos señores que vestían camisas de manta blanquísima, reían a cada rato. Bastó que me sentara para que viera una muchacha que lavaba. El lavadero quedaba justo delante de mí. Por la posición que tenía, la blusa de la muchacha, de escote generoso, se abría y dejaba ver un par de pechos bellísimos. Alfonso me quedó viendo y me preguntó si me gustaba. Dije que sí, la muchacha (escasos diecisiete o dieciocho años) era muy bella. Cada vez que movía las manos sobre la camisa que lavaba movía sus pechos que eran como campanas llamando a misa. Su rostro mostraba el color suave de un clavel rojo, estaba sudada, húmeda; tenía la suavidad de la arena de una playa a la hora que el sol se oculta. Pedimos dos cervezas, nos pasaron botana abundante. Alfonso me explicó que esa cantina era un burdel. Todas las mujeres que pasaban por el corredor (yo había visto a dos mujeres muy bellas que entraron con bolsas, cargando pescado) eran putitas, dijo. Si alguna de ellas te gustaba bastaba con tomarla de la mano y llevarla a los cuartos que estaban en el patio posterior. ¿De veras?, pregunté, pero no fue necesario que mi amigo me explicara, porque en ese momento uno de los hombres que estaba sentado en la mesa contigua se paró, le sonrió a la muchacha que lavaba, ella le respondió con un guiño afectuoso y él la tomó de la mano mojada y la llevó hacia donde estaban los cuartos. Todo fue maravilloso.
Al día siguiente me senté en la banqueta frente a esa casa y miré cómo salieron dos muchachos transformados, trastabillaban tantito, porque, sin duda, habían tomado algunas cervezas, pero estaban felices, reían, se empujaban, caminaban a media calle. Tenían una luz pulcra, como si la lavandera les hubiera prendido una lámpara en su espíritu.
Todas las casas se transforman y ¡transforman!