sábado, 21 de octubre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA LA HISTORIA DE CHEPITO





Querida Mariana: A Chepito le gustaba que le dijeran Chepito. Tiene años que no lo veo. Pienso que debe seguir emocionándose con su nombre. No a todo mundo le gusta este diminutivo. Chepito viene de Chepe y éste viene, entiendo, de José, de Pepe. Pero en Comitán no sólo usamos diminutivos, también ¡aumentativos! A don José Ramón (boxeador bataneco que fue muy famoso) le decíamos Chepón. A él no le disgustaba, al contrario, siempre respondía de manera afectuosa cuando alguien le decía don Chepón.
Pero si analizamos tantito verás que no suena muy agradable. A ver, decí en voz alta: don Chepón. La che provoca un sonido muy raro. Arcadia molestaba a don Chepón y le decía don Chupón. Claro, no se lo decía a él. Lo decía en el grupo de amigos y se botaba de la risa.
Pero a Chepito le gustaba que le dijeran Chepito, a pesar de que lo de pito hace que suene un poco a albur. La tal Arcadia lo molestaba y le decía: Pinchepito y separaba las dos primeras sílabas: pin – che – pito. Esto sí se lo decía de frente. Chepito reía, con su boca casi sin dientes, y pedía a Arcadia que lo volviera a decir. Chepito disfrutaba que mencionaran su nombre, como que lo hacía sentirse querido, porque Chepito era muy solitario.
Cuando a Chepito le preguntaban quiénes habían sido sus papás, él, imitando a Arcadia, decía: Pinche pito y pinche pita. Lo cierto es que nadie en Comitán conoció a sus papás, decían que había nacido en Aguacatenango y que sus papás eran pordioseros en San Cristóbal, pero que una noche unos hombres subieron a ambos a una camioneta y los fueron a dejar a Tonalá. Decían que esa madrugada Chepito estaba adentro de una caja de cartón, envuelto en dos cobijas, de esas de cuadros blancos y negros, y que los hombres que habían hecho el levantón lo dejaron olvidado. Decían que a la mañana siguiente, una mujer oyó el llanto del niño y lo llevó a su casa y le dio leche y un poco de pan. Decían que la mujer se hizo cargo del niño hasta que ella murió. La mujer padecía de ataques epilépticos y una tarde, cuando guardaba las cosas que vendía en el mercado, le sobrevino un ataque y cayó y se golpeó la cabeza en un saliente de concreto y murió. Chepito (que quién sabe cómo se llamaba allá) se quedó a vivir en la casa de la mujer que lo había cuidado y protegido, pero un vecino vival, al darse cuenta que él se había quedado como heredero de la casa, se puso de acuerdo con policías y una mañana llegaron a amenazar al niño y le dijeron que era un ladrón y que lo iban a meter a la cárcel. Así fue como Chepito tomó sus cobijas (las de cuadros blancos y negros) y se apoderó de las calles de la ciudad.
Algunos platicaban que Chepito había llegado desde muy niño a Comitán. Decían que una madrugada dos hombres bajaron de una camioneta, abrieron la redila y dejaron en el parque de San Sebastián a tres hombres y un niño. Los aventaron como bultos de maíz, subieron a la camioneta y enfilaron con rumbo a la carretera. Decían que los hombres de la camioneta habían venido de San Cristóbal, que era maña hacer eso, como una limpia de pordioseros y teporochos en aquella ciudad; que los policías hacían razias en los barrios más tristes y levantaban a los pordioseros que dormían en la calle, luego los llevaban a una casa del barrio de Cuxtitali, los bajaban y los metían a una camioneta de redilas y el dueño de la casa recibía el dinero por el trabajo que debía cumplir: Salir de madrugada y dejar a esos pordioseros en pueblos retirados, para que esos hombres y niños de la calle no dieran un mal aspecto a la ciudad. Quién sabe si eso era cierto, pero así contaban que llegó Chepito a Comitán. De esto tiene muchos años, muchísimos. Decían que tenía como diez años cuando llegó. Y acá creció y se volvió viejo y luego, como era un hombre sin vicios y muy trabajador, llegó a ser conocido y querido en el pueblo.
Yo le decía Chepito, de manera afectuosa, cuando me topaba con él en el parque de La Pila. Lo hallaba sentado en la banca que está cerca de las gradas del templo. Lo hallaba tejiendo unos chalecos que luego vendía (parece que la mujer que lo levantó aquella mañana le enseñó a tejer con dos agujas). Me sentaba a su lado. Él me regalaba su sonrisa sholca y me pedía que le leyera. Siempre llevaba mi libreta, la novela que estuviera leyendo en ese instante y un libro de cuentos infantiles (por si me topaba a Chepito). A mí me encantaba leerle a Chepito. Él también disfrutaba mucho mis lecturas. En cuanto me miraba dejaba su tejido y movía sus manos como banderitas en desfile, a manera de saludo. Yo levantaba una mano y me acercaba a su banca. Él volvía a tomar su tejido y se repegaba al descansabrazos dejándome un generoso espacio para que yo me sentara. Le decía: “Chepito, ¿cómo estás?” y él respondía: “Esperándote. Contame un cuento”. Y yo abría el libro de cuentos y leía, leía en voz alta. Chepito me escuchaba con atención, mientras sus manos seguían dándole a la tejida. A veces tenía la impresión que sus manos tomaban el ritmo de las palabras y parecían tejer en armonía de lo que leía. Si hacía una pausa en mi lectura, porque el niño pastor iba a entrar a una cueva muy oscura, las manos de Chepito se detenían, y en cuanto el niño pastor entraba de manera lenta en busca del dragón, las manos de Chepito caminaban con lentitud sobre el chaleco. A veces pensaba que esos chalecos tenían la magia de los cuentos.
Una vez le pregunté por qué le gustaban tanto los cuentos, y me dijo que de niño los escuchaba. ¿Quién te los contaba? Nada me dijo, comenzó a cantar una canción de cuna: “Duérmete, pichito, duérmeteme ya…”, y deduje que tal vez la mujer que lo recogió era quien le cantaba y le contaba cuentos. Porque su mamá no podía cantarle canciones en castellano. Si era cierto que él era hijo de dos indígenas de Aguacatenango, su mamá debió cantarle algunas canciones en su lengua original.
Una vez le pregunté a Chepito cuál era su lengua materna. Él me vio como si yo moviera una piedra muy pesada y comenzó a cantar la canción de cuna, la del duérmete, pichito. Luego descubrí que era su manera de evadir las preguntas insidiosas que la gente de Comitán le hacía. Porque el morbo natural hacía que las personas quisieran saber más de su vida, que, salvo lo que te cuento, era un misterio.
La Arcadia (quien siempre ha sido medio cabroncita) le preguntaba si había tenido alguna relación sexual. Chepito se ponía colorado. Miraba para otro lado y nada decía. La Arcadia seguía molestándolo: “¿Te la jugás?”, preguntaba y le señalaba hacia su entrepierna. Chepito se ponía más colorado y comenzaba a cantar la del Duérmete, pichito…
A Chepito dejé de verlo, porque, como sabés, me fui a vivir a Puebla, algo así como ocho o nueve años. A veces, allá, cuando veía a un hombre sentado en el parque, cubierto con una cobija, tratando de protegerse del frío, me acordaba de Chepito. Cuando regresé al pueblo, lo primero que hice fue ir al mercado Primero de mayo a tomar un vaso de atol de granillo, luego fui al panteón para dejar unas flores en la tumba de mi papá y, en la tarde, fui al parque central y, a las cinco de la tarde, bajé por la calle del Colegio Regina, con rumbo al parque de La Pila. En cuanto subí al parque busqué con aflicción la figura de Chepito, en la banca cercana a las gradas del templo, pero no la hallé. Días después me enteré que Chepito no estaba en Comitán. Desapareció, me dijeron. Alguien dijo que, una madrugada, lo habían subido a una camioneta con redilas y lo habían llevado a otro lugar. Pero, ¿por qué?, pregunté. Chepito ya no era un indigente que durmiera a la intemperie, en cualquier rincón de Dios. ¡No! Chepito tenía un cuarto donde vivía. Eso era lo que él me había contado cuando le leía, pero nunca tuve la idea de preguntarle su domicilio. Lamenté que, a pesar de que lo veía frecuentemente, nunca hubiera llevado un poco más allá la relación. Lamenté ser tan escaso, tan lejano.
El cuento que más le gustaba a Chepito era el del ángel al que se le habían chamuscado las alas una mañana en que un maratonista olímpico llevaba la antorcha. El ángel estaba en medio de la multitud que aclamaba al corredor que estaba a punto de entregar la antorcha, pero de pronto vio que un perrito se emocionó de más y corrió detrás del maratonista. Se sabe que los ángeles están para funcionar como guardas y dulces compañías, así que el ángel, como si fuese Superman, voló para abrazar al perrito, justo en el instante en que el maratonista se volvió para patear al chucho molestoso y esto hizo que las alas del ángel se chamuscaran.

Posdata: Lamento la ausencia de Chepito. Me encantaba llegar al parque y hallarlo tejiendo, sentado en la banca metálica. Sonreía. Y cuando me sentaba a su lado me pedía que volviera a leerle el cuento del ángel con las alas chamuscadas. Cuando terminaba, Chepito, con su cara de tejocote tierno, me preguntaba si él podía tejerle sus alas para que el ángel dejara de llorar. Yo le decía que sí, que era muy buena idea, le aseguraba que las alas que él le tejiera quedarían bien bonitas. Pero, cuando me preguntaba si el ángel aceptaría llevarlo a ver a su mamita, ya no sabía qué decirle. ¿A qué mamita se refería? ¿A su madre biológica o a la mujer que lo recogió e hizo de madre? Me quedaba viendo, con su cara de aire limpio, exigiendo una respuesta. Pero yo no sabía qué decirle. Si le decía que sí, él podría invocar al ángel y desaparecer; si le decía que no, él podría ponerse triste, muy triste. Así que en esas ocasiones no se me ocurría más que mirar hacia otro lado y cantar: “Duérmete, pichito, duérmeteme ya…”