miércoles, 26 de septiembre de 2018

AL VOLVER LA VISTA ATRÁS DEL ADELANTE




Regresé. Un día regresé. Al bajar del camión traté de beber de un solo trago el cielo de Comitán, pero no pude. Me pregunté entonces si a todos los que vuelven les pasa lo mismo: Tener los pulmones de la vista llenos de otros cielos. ¿Les sucede lo mismo a todos los que regresan?
Estuve fuera de mi pueblo varios años. Un día regresé y volví a caminar por las mismas calles que había caminado de niño, de adolescente. Pero no podía avanzar como deseaba, había algo que parecía detener mis pies, mis piernas. Y entonces me pregunté si lo mismo les pasa a todos los que regresan. Mis pies recientes habían caminado otras calles y ahora (cuando volví) mis pasos estaban como atrancados en aquellas playas que habían dejado huellas en otros lugares. Y entonces, terco, volví a preguntarme si también a los pasos de los otros (de los que algún día volvieron a su tierra primigenia) sufrían del mismo mal que a los míos.
Volver no es tarea sencilla. Todos los libros de la vida recomiendan avanzar, no volver hacia atrás, no caer en la tentación de Edith, la mujer de Lot, por el riesgo de convertirse en estatua, en millones de granos de sal. Entonces, cuando subí al camión para iniciar el regreso me pregunté si no estaba convirtiéndome en eso, en mera estatua de sal. ¿Qué le sucede a los cuerpos de sal cuando son expuestos al mismo sol de la infancia? ¿Se hacen agua? ¿Se vuelven ríos o mares o sencillas lagunas de aire líquido?
Regresé porque el aire de otras esquinas y otras calles y otras plazas, en lugar de oxigenarme, parecían apretarme con cuerdas tan delgadas como alambres de púas. Entonces fue cuando, al sentarme en una banca del parque, de mi parque, del parque de toda mi vida (salvo el lapso en que no viví en él), me pregunté si a los demás les ocurría lo mismo que a mí; es decir, ¿también a ellos les hacía falta el aire donde corrían los niños de mi pueblo? Pensé que en otros lugares siempre había pensado en las calles de mi pueblo y acá, en mi pueblo, jamás deseo estar en otro lugar. Esta es mi tierra, acá toma savia mi árbol de sueños.
Regresar no es fácil. Los otros (los que nunca abandonaron el pueblo, ni lo abandonarán) me quedaban viendo como si yo fuese un injerto indeseable, porque un día ellos lamentaron que mi árbol tomara alas como si fuese pájaro y volara por otros cielos. Me despidieron, habían llorado a la hora de irme. Entonces, ¿por qué había vuelo? Que no acaso ya había dicho adiós. Si me había ido por mi gusto, por mi gusto debía quedarme en el lugar que había elegido. Entonces me pregunté si a los demás les pasaba lo mismo; es decir, que ellos también lamentaban haberse ido y lamentaban la decisión de haber abandonado su sitio. El sitio que, de igual manera que los patios interiores de las casas, tenía árboles frutales y gallineros y huecos donde se escondían los conejos, que cada vez abundaban, como dicen que abundan los males en lugares húmedos y ajenos.
Un día regresé. Lo había pedido tanto. Dicen los sabios que si alguien (hombre, mujer, pájaro, nube o piedra) pide un deseo con mucha fuerza, la petición se le cumple. A mí ¡se me cumplió! El día del cumplimiento, al bajar del camión, di gracias al cielo y pedí (de nuevo) jamás volver a tener la idea tonta de abandonar mi pueblo. Entonces me pregunté si a los demás, los que también han vuelto, les sucede lo mismo; es decir, deciden enraizar de nuevo y juran que no habrá ventarrón que los arranque de su tierra de nuevo; es decir, caminarán por siempre las plazas y calles rescatadas por los siglos de los siglos.
Volví. El primer día fui al panteón para dejar flores en la tumba de mi padre; fui al mercado a tomar un vaso de jocoatol; me senté en una banca del parque y dejé que el aire se enredara en mí y, como si yo fuera un combatiente en convalecencia, comenzara a darme respiración de boca a boca.
Regresé y fue como si volviera a nacer, fue como un renacimiento, por eso, porque el regreso no es más que un volver a empezar, ahora (que cumplo diez años de mi regreso) soy un niño feliz que juega rayuela en el patio de la escuela. Algunos me preguntan si no me da pena hacer lo que hago. ¿Jugar? Digo que no. ¿Por qué un niño de diez años sentiría pena por brincar la cuerda, por mancharse la boca a la hora que, con las manos embarradas, come un mango ataúlfo?
Volví. Volver no es tarea fácil. Hoy sé que quienes regresan están hechos del mismo barro con que estuvo hecho el héroe Odiseo.
Volver a Ítaca es una proeza. No es fácil. El viaje de retorno está lleno de sirenas. Es preciso atarse al palo mayor del barco para no ceder a sus cantos y a sus promesas.
Regresar a una tierra yerma no ofrece esperanzas de retoños, lo único que promete es un espacio suave y tierno como el útero materno. Esto es todo. Y decir esto es como decir ¡todo!