jueves, 27 de septiembre de 2018

RECUERDO DE AGUA




No me gusta mojarme. Cuando advierto que lloverá, de inmediato corro para mi casa, busco resguardo. No sé nadar. Sólo me mojo al bañarme.
Para vacacionar prefiero un lugar que no tenga playas, que no tenga mar. En ocasiones, cuando estoy frente a un río procuro pararme (o sentarme, no hay inconveniente) en un lugar distante. Una vez me paré muy cerca de un río y el movimiento del agua me provocó cierto mareo. Sólo en una ocasión estuve en un barco enormísimo (El Gustavo Díaz Ordaz, uf, qué nombre) en un viaje de Mazatlán a La Paz, Baja California. Mis papás, mi abuelita Esperanza y yo hicimos el viaje. Íbamos a Ciudad Constitución a ver a mi abuelito Enrique, a mis tíos y primos, que, por ese entonces, vivían allá. Ciudad Constitución en ese tiempo, años setenta, era un pueblo polvoso, caluroso, en el que, en casetas de madera, vendían carne de caballo. Yo procuré durante mi estancia evitar comer carne, a pesar de que mi tía Eloína me aseguraba que el platillo lo había hecho con carne de cerdo, yo me resistía (y eso que mi tía es una cocinera con una sazón única). En el barco nunca me paré al lado de la baranda, en la proa, me paré a cinco metros y me detuve en un poste que había, desde ahí vi el atardecer y el arco que hizo un grupo de delfines que, generosos, nos dieron un saludo.
Por ahí tengo una fotografía que tomó mi tío cuando fuimos a la playa del mar de Constitución: Estoy en una lancha, que estaba olvidada en la playa, hago como que remo sobre el agua, en realidad parezco un buey arando la arena. En esa ocasión no me metí al mar. La máxima proeza la hice una vez, muchos años después, en una playa de Veracruz (con mi primo Mario, ya mayor, porque cuando fui a Ciudad Constitución él era un niño de cinco o seis años de edad). Bajamos de la camioneta, en una playa desierta, a las cinco de la tarde, me descalcé y me atreví a caminar hasta la orilla en la que las olas llegaban ya casi cansadas. Dejé que la orillita del agua mojara mis pies. Ahí estuve por espacio de dos o tres minutos, viendo el horizonte, las gaviotas que volaban, un barco a la distancia, y la espuma que se formaba en mis pies, que recibían el agua del mar. ¡Estaba adentro del mar!, así lo pensé, pero en realidad era como si siguiera remando en la arena de la playa. Debo confesar que fue una sensación maravillosa, un momento singular, espléndido.
No me gusta mojarme, no me gusta que llueva. Siempre pienso lo mismo que, en plan de broma, decía tío Lucio: “Que llueva de noche y sólo en las milpitas”.
No me gusta mojarme. Sin embargo, disfruto la lluvia casi como nadie. ¡Qué contradicción! Es decir, lo que sí me gusta es ver llover, siempre y cuando yo esté a resguardo en mi casa. Recuerdo que cuando era niño, a la hora que comenzaba a llover corría al balcón y me paraba detrás del cristal a ver cómo llovía en la calle (mi mamá me alertaba que había tormenta, me decía que podía caermeun rayo). La distancia del balcón al suelo me permitía tener una visión maravillosa, como si estuviera (así lo pensaba) en un faro y viera el mar, porque en la calle inundada sucedían prodigios, como el que vi en una ocasión (única) en la que tres gigantes caminaban, empujándose, riendo, con los pantalones arremangados, sobre el mar. En realidad eran tres niños traviesos que chapoteaban enloquecidos. Estaban empapadísimos, empapadísimos de contentura. Brincaban, marchaban como soldados para que el agua salpicara la banqueta. Esto sólo lo vi una vez. Lo que sí era frecuente ver en ese mar instantáneo que se formaba frente a mi casa era el barquito de papel que, todo ateperetado, bogaba en la lateral de la calle, en el “pasillo” pegado a la banqueta. Muchas veces vi barquitos empapados, tan empapados como los gigantes alegres, ya navegaban doblados, habían sucumbido en la intensa tormenta. Sabía que en la parte baja llegarían hundidos, destrozados. Lo lamentaba, me daba tristeza. Pero en otras ocasiones (ya cuando la tempestad había terminado) miraba barquitos de papel navegando con gran altivez por las aguas que, por encantamiento, habían dejado de ser mar y se habían convertido en ríos apacibles. Miraba asomar el cabezal del barquito de papel que algún intrépido marino había soltado dos o tres casas arriba y corría hasta el otro extremo del balcón para ver cómo desaparecía ante mi vista. Sabía que (las bajadas de Comitán son tierra extrema) esos barquitos zozobrarían en el instante que abandonaran la zona plana de mi calle, precipitándose en la cascada inmensa que era tan imponente como las del Iguazú, en Brasil. ¿Hay algo más temerario y sugerente que el movimiento de una mano niña depositando un barquito de papel en la orilla de una banqueta? Se toma el barquito de la esquina superior, con los dedos índice y pulgar, y se reza a los dioses de los mares para que no naufraguen. Es la repetición del ritual mayúsculo que sucede miles de veces en todos los puertos del mundo. Nadie deja de pensar en ese instante en el trasatlántico Titanic, el barco que, aseguraban, ni Dios podía hundir. ¡Uf!
Me gustaba (aún me gusta) el sonido de la lluvia. Bendigo el techo de lámina de mi casa, porque cuando llueve aparece un sonido de bachata impresionante. Son millones y millones de piecitos que corren arriba de mi cabeza en una carrera infinita.
No me gusta mojarme cuando llueve. Siempre cargo un paraguas en el auto. Me molesta tener que pisar suelo mojado. Soy, como dijera el amigo argentino, “Todo un caso”. Pero sí me gusta ver llover cuando estoy a resguardo. Ese maná líquido que cae es una bendición. Por fortuna vivo en una zona alta de la ciudad, el agua corre como caballo desbocado. En cuanto acaba la lluvia, el agua desaparece, desaparece porque huyó hacia las zonas bajas de la ciudad y ahí se acumula, a veces con tal descaro, que provoca inundaciones, se mete a las salas de las casas, a los cuartos, moja los colchones y echa a perder los refrigeradores. ¿Ven el porqué de mi aversión automática al agua? No obstante, la bendigo mil veces cuando me desvisto y me paro debajo de la regadera y la recibo calentita, afectuosa, apapachadora, mano de Dios vuelta agua, casi mano materna.