martes, 11 de septiembre de 2018

DE MUDANZAS Y OTRAS MUDAS




Las personas cambian de casas. Poca gente crece y muere en la casa donde vivió de niño. Las mudanzas son constantes, por múltiples motivos.
Pienso, por ejemplo, en Rosario Castellanos. En Comitán (cuando menos) conocemos dos casas que habitó (su hermano Raúl, en una entrevista que concedió a Andrea Reyes, dijo que Rosario había vivido en tres casas en Comitán). Luego ella vivió, recién llegada a la Ciudad de México, en una casa de la colonia Roma y luego ya en la casa que compró su papá, frente a Chapultepec.
Quien lee esta Arenilla, tal vez también tiene historias de mudanzas por contar. No todas las personas hacen caso de aquella famosa recomendación: “No vuelvas al lugar donde fuiste feliz”. ¡No! Yo conozco muchas personas que han regresado a Comitán, después de muchos años y buscan la casa donde vivieron su infancia, etapa que recuerdan con afecto. En muchas ocasiones encuentran vestigios, en otros casos nada hallan, porque sus viejas casas fueron derruidas para construir nuevas edificaciones. Mientras estuvieron lejos de Comitán los picos y palas borraron sus huellas.
Por esto, pienso que soy afortunado, porque la casa donde viví mi infancia sigue ahí, con ciertas transformaciones, pero casi intocada en su traza original, la traza que conocí. Los balcones desaparecieron. Si camino por la banqueta de enfrente veo los parches; de igual manera, el patio central (luminoso, con arriates llenos de flores y caminos de tierra) ¡desapareció!, porque quien compró la propiedad (mi papá rentaba, no era propietario) levantó una construcción. Hay otros elementos que fueron modificados. La casa original, de cuatro corredores, dio paso a una casa de tres corredores, porque el dueño vendió una fracción y quedó un poco mocha.
Pero, lo más bonito de la historia es que ahora el sitio de la casa es un estacionamiento público. ¿Cuántas personas -pregunto- tienen la oportunidad de entrar como Alejandro por su casa sin que ésta sea suya? Pocas, muy pocas. Cuando Alfredo regresó a Comitán lo acompañé a ver su casa de infancia, tocó en la puerta, le abrió un hombre que tenía una bufanda enredada en la mitad de su cara, Alfredo explicó su deseo de entrar a “pepenar” un poco del recuerdo. El hombre, con cierta reticencia, franqueó el paso. Alfredo y yo caminamos por el zaguán, llegamos al patio y nos paramos. Alfredo inspiró fuerte, vio hacia todos lados, quiso dar otro paso y el hombre lo detuvo del hombro. ¿A dónde iba? Alfredo nada dijo, comprendió que hasta ahí le estaba permitido entrar. Se abrió una puerta, apareció una mujer con el cabello blanco y preguntó: “¿Qué quieren?”. El hombre dijo que nada, nada, mamá. Nos vio y dijo que nos fuéramos. Salimos. Afuera le pregunté a Alfredo qué le había parecido la casa. No, me dijo, parece que me equivoqué, esta no es mi casa.
No. Tal vez no se equivocó en la dirección, en lo que se equivocó, sin duda, fue en pensar que hallaría la casa que habitó de niño. Nada permanece para siempre.
Yo, casi a diario, tengo la fortuna (no puedo nombrarla de otra manera) de entrar con mi auto en lo que fue mi casa de infancia. He contado en alguna Arenilla que mi papá me obsequió un carro de pedales (de color plata, casi casi como uno que manejaba Santo, el maravilloso luchador), así que cuando entro por el zaguán algo de mi infancia regresa. Tomo con ambas manos el volante y pienso que soy el niño de los años sesenta y entro hasta el sitio.
No necesito pedir permiso. A veces pienso que una fuerza superior obligó a “los propietarios” a abrir un estacionamiento público sólo para que yo pudiera entrar a la casa donde viví hasta los siete u ocho años sin mayor trámite, sólo para refrescarme en ese aire que respiré de niño. En el sitio veo algunas vigas, pilares, rotondas, puertas, ladrillos y un pasadizo que permanecen intocados. Ahí, sin duda hay alguna línea que pinté con un lápiz de color, mi huella no ha podido ser borrada. Pero, digo, lo importante no es la existencia de esa huella, que a final de cuentas nada dice a los otros. Lo importante es que puedo, después de cincuenta y tantos años, caminar por los espacios donde caminé de niño. No hablo de espacios públicos (que estos son muchos y variados). ¡No! Hablo de esas casas que, por algún motivo, abandonamos hace años para ir a vivir en otra casa. Hablo de la luz que nos iluminó de niños. Yo (lo he dicho) era feliz en casa, al lado de mis padres. El monstruo que habitaba las calles y demás espacios no tenía cabida en mi casa.
Las ciudades se trasforman. Muchas casas ya son otra cosa. Dejaron su vocación original de hogar íntimo y se convirtieron en espacios ajenos. Pienso en la casa que construyó después mi papá, ahora es un hotel; pienso en la casa de mi tío Javier que ahora es el famoso Turulete. Ahí ya no hay nada de lo antiguo, el ladrillo fue retirado y en su lugar se colocó una baldosa moderna.
Yo tengo la suerte de que en la casa que viví de niño aún siguen los ladrillos donde, con un palito, hice un hueco para jugar canicas.
No hago caso a la famosa sentencia de no volver a los lugares donde fuimos felices. Casi a diario entro a la casa de mi infancia, entro con mi auto y pienso que soy el niño que juega con su carro de pedales.