viernes, 7 de septiembre de 2018

PORQUE SUCURSALES DEL CIELO ESTÁN EN TODOS LADOS




Cenábamos panes compuestos, tacos y huesos de tío Jul. En ese tiempo, tío Jul estaba en un local al lado del Club de Leones. El mítico mesero era Tavito, quien siempre tenía un cigarro prendido en la mano. Manolo siempre dijo que la cenaduría de tío Jul era “la sucursal del cielo”.
En ese tiempo estudiábamos el último año de la preparatoria. Nosotros fuimos la primera generación de tres años, antes la prepa duraba dos años.
Nos preparábamos ya para ir a la Ciudad de México, para estudiar una carrera profesional. En ese tiempo casi todo mundo deseaba inscribirse en la Universidad Nacional Autónoma de México, desde entonces la universidad popular más prestigiosa del país.
Un día, entonces, hicimos maletas y viajamos a presentar examen de admisión y esperamos en casa que llegara una carta de aceptación.
Una vez logrado el objetivo inicial comenzamos a buscar casa. Muchos no dudaron, ya sabían, desde Comitán, que se hospedarían en la casa de asistencia que tenían don Robert y doña Rome. Ahí, decenas de estudiantes comitecos se apilaban en los cuartos, era una sucursal digna de Comitán. No faltaba de vez en vez, alguna madre amorosa que enviaba una cajita de cartón con antojitos comitecos: pepita molida, chile en vinagre, butifarras, quesos, chile polvojuan y tostadas. Si el afortunado beneficiario era díscolo se encerraba en su cuarto y solo comía todo el festín. Los demás pedían a todos los demonios que le mandaran una diarrea de padre nuestro; pero si el beneficiario era amigable convidaba al círculo de amigos más cercano y los amigos debían agradecer el gesto aportando las caguamas (como a doña Rome le molestaba que tomaran bebidas alcohólicas en los cuartos, los compas que tenían cuarto en planta alta y que daba a la calle bajaban una mochila de deportes con una cuerda, mochila que cinco minutos después era izada con las caguamas frías en su interior).
Las tostadas con chile en vinagre saciaban un poco la nostalgia culinaria de la tierra amada, tan lejana. ¿Cómo compensar la añoranza del hueso de tío Jul? No había consuelo para tal pena; no había más que apelar a la paciencia que compensaba cuando el estudiante viajaba a Comitán en tiempo de vacaciones.
Pero, dice el dicho popular: Dios aprieta pero no ahorca. Los estudiantes comitecos hallaron un espacio pequeño que preparaba antojos exquisitos. En avenida Universidad había un local que suplió la nostalgia de tío Jul. En la Ciudad de México fue Juanito quien untó ungüento al estómago enfermo de melancolía. Los comitecos incorporaron a su diccionario personal nuevas palabras. Al lado del panitel y del hueso de tío Jul aparecieron renuevos luminosos: Bauces, popochis, juanitos y que me notas, entre otras exquisiteces. ¡Ah, los bauces! Roge cenaba dos bauces y dos popochis. Poco a poco la nostalgia se atenuó. Supimos que sucursales del cielo existen en todas partes, porque Dios aprieta pero no ahorca.
El primer día que entré al local de Juanito quedé con la boca abierta, por la riqueza de los guisos y por los nombres originales. Supe, desde entonces, que las distintas sucursales del cielo no sólo ofrecen platillos auténticos sino que, también, dichos platillos deben ostentar nombres auténticos. Cuando pedí un bauce y vi cómo lo preparaban en la plancha sentí que entre la orilla de tío Jul y la orilla de Juanito había un puente lleno de aromas exquisitos. Pedí un bauce y vi que el cocinero (chef diríamos ahora) colocó un puño de carne de res para que se cociera, le agregó queso y dejó que se gratinara, cuando la mezcla estuvo a punto, con una pala de madera, la introdujo en una tortilla de harina que era como una cartera, porque tenía una abertura en un extremo. Una vez que la tortilla estaba caliente, el cocinero lo cortó en cuatro pedazos. Ramiro decía que cada pedazo era un punto cardinal, así que primero comía el norte, luego el oriente, en seguida el occidente y al final ¡el sur!, porque de ahí veníamos, porque ahí estaba tío Jul, porque ahí estaba Comitán.
Al bauce le agregábamos una salsa pico de gallo y lo acompañábamos con un refresco Lulú, de grosella, bien frío. ¡Ah!, debo ser honesto, en ese instante, Comitán se diluía y la Ciudad de México se agigantaba con una rotundez que dejaba pequeño el universo.
Un día volvimos a nuestro pueblo. Muchos volvieron con el título en mano, otros lo quedamos a deber. Volver significó regresar a la querencia, a la mesa cubierta de plástico transparente de la lonchería de tío Jul y volvimos a saborear los tacos torcidos, los panes compuestos, las butifarras y los huesos.
Entonces, ¡oh, prodigio!, comenzamos a añorar los antojos de Juanito. Hmmm, decíamos, cómo quisiéramos cenar un juanito o un bauce o un popochis.
Cuando, ya profesionales, viajábamos a la Ciudad de México por motivos laborales o para descansar, la primera noche no dudábamos, pedíamos al taxista que nos llevara a la Casa del Bauce, donde Juanito nos servía un qué me notas, con un Lulú de grosella.
Hoy, desde Comitán, muchos (lo sé) añoramos esos tiempos en que tuvimos la suerte de conocer una sucursal más del cielo.