jueves, 6 de septiembre de 2018

SEXAGENARIO




Armando decía: “Sueño con ser sexagenario”. Lo decía cuando tenía dieciocho años. Cuando lo decía colocaba los brazos como si manejara una bicicleta y luego jalaba los brazos hacia su cuerpo, en un movimiento de émbolo, y cerraba los ojos y su lengua la repasaba una y otra vez sobre su labio superior. Era un movimiento lúbrico. Amanda decía que el demonio se apoderaba de su cuerpo y de su alma cuando decía tal cosa.
La otra tarde fuimos a tomar un té en uno de los cafés que están en el portal. Le dije que nos sentáramos adentro, porque corría un viento helado, proveniente de la Ciénega. Dijo que no, dijo que nos sentáramos debajo de una de las sombrillas, al aire libre. Se quiso hacer el jovencito, aunque ambos llevábamos bufandas enredadas en el cuerpo. El mesero se acercó y tomó la orden. El mesero era joven, bien rasurado, con un mandil verde.
Con Armando platiqué de lo que ahora platica medio mundo: del calentamiento global, de la cuarta transformación y de cierto desencanto ante el porvenir de la patria. Platicamos de la reciente película basada en la vida de Rosario Castellanos y de cómo pronto habrá un billete de dos mil pesos que, en el anverso, tendrá los rostros de Octavio Paz y de nuestra paisana escritora.
En una de esas pausas que se hacen en cualquier plática le dije que su sueño se había cumplido: ¡Ya somos sexagenarios!, le dije. El mesero se acercó en ese momento y colocó las tazas de té sobre la mesa. Armando le preguntó cuántos años tenía. Veinte, dijo el muchacho, mientras repasaba el trapo sobre la cubierta de la mesa. ¿Te gustaría ser sexagenario?, le preguntó Armando. Si Amanda hubiese estado ahí, habría dicho que el demonio estaba apoderado de su cuerpo, porque repitió la palabra sexagenario, recalcó la primera sílaba, puso sus manos como si tomara el manubrio de una bicicleta y repasó su lengua sobre su labio superior. El muchacho sonrió y preguntó si deseábamos algo más. Dije que no, él dijo con permiso y entró al café.
“Este pendejo no sabe qué significa sexagenario”, dijo Armando. Yo, con la misma actitud indiferente del mesero, insistí en lo que le había dicho: ¡Ya se cumplió tu sueño! Ya somos sexagenarios, dije y puse mis brazos en posición de manubrio. Quise entornar los ojos y repasar mi lengua sobre mi labio superior, pero me dio pena, pensé que me vería muy ridículo o que alguien de la mesa adjunta viera mi gesto lúbrico y pensara: “Viejo asqueroso, perverso”.
Esperé que Armando dijera algo. Él le puso azúcar al té y movió la cucharita. “No -dijo-, igual que este pendejo, yo no sabía lo que significaba ser sexagenario”, y vi que sus ojos tomaron el color de un refrigerador vacío.
Yo recordé una frase del escritor Bashevis Singer, escritor polaco que obtuvo el Nobel de Literatura: “Todos nos hacemos mayores, nadie se hace más joven”. Esta frase dice un lugar común, pero lo dice con una gran contundencia. Por lo regular, todo mundo afirma lo primero: “Todos nos hacemos viejos”, pero pocos reflexionan en lo segundo, tal vez porque es consecuencia lógica de lo primero: “Nadie se hace más joven”. Tal vez por esto, Armando, cuando éramos jóvenes, jugaba con “su sueño” de convertirse en sexagenario, otorgándole un sentido libidinoso a la primera sílaba.
¡Mierda!, dijo Armando, cuando tomó un sorbo del té. Pensé que se había quemado la lengua. Se lo pregunté. No, dijo, bueno sí, me quemé la lengua desde muchacho. Y dijo que había sido una bobera decir que su sueño era ser sexagenario y repitió la palabra mierda. Ahora somos sexagenarios, dijo, y no es grata la vida. Me confesó que cuando tiene oportunidad con alguna chica (ya mayor) necesita tomar la famosa pildorita azul para no fallar en la cama. A veces, dijo, al terminar la relación siente un agobio que casi lo paraliza. Se sienta en la cama y piensa que se dirige a ser septuagenario, que es, dijo, una palabra disfrazada que enmascara la realidad: Nos hacemos viejos.
Sonrió y dijo el clásico chiste: Un compa dijo: ¿Ya vieron que ahora no se ven viejos sentados en las bancas del parque?, y el otro le contestó: ¡Burro, los viejos ya somos nosotros!
Armando dijo que mejor nos sentáramos adentro, porque el viento ya era más frío. Yo (que soy friolento) no advertí eso que decía. Pensé que tal vez no era el viento que llegaba de La Ciénega, sino que era el frío que, a veces, sube desde nuestro interior, recordándonos la frase de Bashevis Singer: “Nadie se hace más joven”.