viernes, 22 de noviembre de 2019

A VECES SIEMPRE




A veces, sólo a veces, sueño como si fuera un adolescente. Cuando fui joven tuve amigos que soñaban con ser como el Che, se soñaban participando en guerra de guerrillas, llevando un fusil entre las manos, caminando en medio de pantanos de calurosísimos países tercermundistas; también tuve amigos que soñaban con ser como Mick Jagger, y estar en escenarios donde miles de personas coreaban sus canciones y les aplaudían y los perseguían en vestíbulos de hoteles para pedirles el autógrafo. Se miraban adentro de autobuses de lujo, sentados cómodamente, viendo a través de la ventanilla a decenas de muchachas corriendo por la calle, levantando los brazos, soltando besos, gritando gritos de pasión.
¿Qué soñaba de adolescente? Una vez soñé que era un famoso futbolista y lograba anotar el gol que le daba a México el título de Campeón del Mundo. ¿Futbolista yo? ¡Por el amor de Dios! Nunca fui bueno para la patada. En mi adolescencia era un buen lector, eso sí. Pero tal vez nunca soñé con mi afición, porque los lectores no arrastran multitudes como sí lo hacen los futbolistas, los cantantes y los revolucionarios. ¿Quiénes de éstos le hacen más bien al mundo? La respuesta depende de las afinidades, porque, es cierto, hay quienes sueñan con ser futbolistas, otros con ser cantantes y algunos más con ser revolucionarios.
Ahora ya no tengo sueños de adolescente, pero, de vez en vez, algo de ese espíritu asoma. Procuro desechar esos sueños, porque sé que los sueños lejos del piso crean frustraciones, porque ahora sé que mi pasión es la lectura y la escritura, y si bien los lectores pasan desapercibidos en la historia del mundo (a pesar de lo que sostiene Borges), los escritores sí obtienen triunfos y un sueño de adolescente puede ser recibir, por ejemplo, el Nobel de Literatura, pero ya dije que eso es un sueño de muchacho con la cara llena de acné.
Pero, de vez en vez, algo de esos sueños se cruzan en mi camino, como bandadas de pájaros. Ayer, por ejemplo, en la primera página del libro “Confesiones de un joven novelista”, de Umberto Eco, hallé esta línea: “Empecé a escribir novelas en mi infancia. Lo primero que se me ocurría era el título…”, y, casi casi, me sentí como un majestuoso eco de Eco. Bueno, la mitad de Eco, porque yo nunca escribí novelas en mi infancia, ¡no!, yo, lo más que llegué fue hacer copias en mi cuaderno escolar, copias al estilo de “Mi mamá me ama, mi mamá me mima.” Pero lo primero que se me ocurre, ahora que viejo escribo novelillas breves, es ¡el título! Muchos amigos escritores (maestros de la escritura, incluso) dicen que el título de una novela es lo último que se escribe, porque el título debe sintetizar… ta ta ta ta, y por ahí se van con su pergamino oral literario.
Entonces, cuando leí lo que Umberto Eco escribió me sentí bien (ahora ya no tanto, siempre me sucede, cuando tengo un hallazgo, un instante después comienzo a verle las hendiduras y los borrones). Ahora pienso que no sé si al Eco adulto le ocurría lo mismo y si respetaba tal intuición. Por lo que a mí respecta digo que sí, como al niño Eco, a mí me llega el título antes que el texto completo. Me siento muy bien cuando tengo la hoja en blanco frente a mí y escribo, en mayúsculas, en negritas, el título de lo que será una novelilla breve.
Así, una tarde cualquiera, escribí “La tarde que conocí el cine” y comencé a escribir las hojas que justificaran tal título, algo que tenía que ver con una tarde de infancia en un cine de mi pueblo.
Y así todas las demás novelillas que he escrito. Lo mismo aplica con los cuentillos que escribo y con las Arenillas. De hecho, el título de ésta fue lo primero que escribí.
Por un rato tuve un sueño de adolescente, tuve un punto de coincidencia con el gran ensayista y novelista Umberto Eco. Ahora, ya trepado en el carro de la emoción, digo que tengo otra coincidencia con Eco, él, igual que yo, tiene ascendientes italianos (no digo que él nació en Italia, porque entonces comenzaría a bajar mi emoción, como siempre sucede.)