lunes, 4 de noviembre de 2019

CARTA A MARIANA, CON UN PLATO DE PAPAYA




Querida Mariana: A veces se da la conjunción de dos nuncas. Cuando dicha conjunción se da por primera vez, uno puede decir: ¡Nunca se habían juntado nos nuncas!
Eso pasó ayer en casa de Sandra. Toqué, abrió su mamá y, cuando pregunté por mi amiga, su mamá, como si yo fuera uno de sus amigos de la universidad, dijo: “Pase, profesor, está en su recámara”. ¡Nunca se había dado tal escena! Estuve a punto de preguntar: ¿De verdad? ¿Puedo pasar a su recámara? Callé. Dije gracias, caminé al lado del altar de muertos y subí. Mientras subía los escalones, de uno en uno, en puntillas para no hacer ruido, olía el aroma de las flores del altar y rogaba a todos los dioses de la manzana jugosa, porque mi ex alumna y amiga estuviera descansando en su cama, sin zapatos, sólo con el blusón y los calzoncitos que, seguramente, usa cuando duerme. Abrí sin tocar y asomé mi cabeza. ¡No se cumplió mi deseo! Sandra, Sandrita, estaba sentada al lado de la ventana, la que da a la calle, sin zapatos, pero vestida con unos pantalones de mezclilla y un suéter cuyas mangas escondían sus manos y escondían todo lo demás de su cuerpo.
Me vio, se paró y me abrazó. Lloraba. Fue cuando escuché el segundo nunca. “¡Nunca había venido mi abuelo a visitarme!”, dijo, se limpió los mocos y las lágrimas con las gigantescas mangas del suéter y dijo que me sentara. ¡Qué bueno que viniste!, dijo, y, enseguida, con cara de rata frente a una pila de quesos, preguntó: “¿Quién te dejó pasar hasta acá?”. Le conté, le conté todo. “Cabrón”, dijo, cuando le conté mi deseo. Luego rio, señaló la puerta abierta de su baño interior y dijo que ella hace pis con la puerta abierta. Pues sí, dije yo, como estás en tu recámara. Pero no volveré a hacerlo, dijo, a menos que yo le ponga seguro a la puerta de mi recámara. Nunca se sabe cuándo un cabrón entrará subrepticiamente a mi cuarto, dijo y me golpeó en el hombro. Fue un golpe afectuoso. Yo le dije que los viejos no hacemos daño, por eso, tal vez, su mamá me había dejado pasar. ¡Su mamá! Los pasos de su mamá se escucharon afuera, subiendo por la escalera. La vimos asomarse por la puerta. Yo vi su cara de alivio, tal vez ella, al subir las gradas de dos en dos pedía a todos los dioses de la decencia que nada indecoroso estuviera sucediendo. Preguntó: “¿No quiere una tacita de café, profesor?” A punto de aceptar, escuché la voz de Sandra: “No, mamá, no quiere. No queremos nada. ¿Podés dejarnos solos?” Sí, dijo la mamá, pero llamó a Sandra al pasillo. Escuché que la mamá decía: “Ya va a venir tu papá y no le gustará saber que estás en tu recámara con un señor, con un hombre casado”. Oí que Sandrita, en voz baja, con mucha decencia le dijo: “Andate a la caca, mamá, Alejandro fue mi maestro y es mi amigo”. Oí un resoplido, como gruñidos de danta, y luego pasos como de soldado bajando la escalera, y el portazo que dio Sandra al cerrar su cuarto. Creo que tu mamá tiene razón, mejor vonós a la sala, dije, y me paré (porque me había sentado en la orilla de su cama). Volvé a sentarte, dijo Sandra. Si salís de acá ¡no vuelvo a hablarte! Me senté en un sofá, al lado de la ventana que da al patio interior. Comencé a sentirme incómodo, pero recordé que el segundo nunca no estaba aclarado y le pregunté si su llanto era porque nunca su abuelo había llegado a visitarle. Dijo que sí, volvió a poner su carita de pajarito empapado. Y me contó que, en la mañana, cuando bajó a la cocina para prepararse un vaso de jugo de naranja, encontró a su papá revisando su celular y tomando una taza de café. ¿Vas a ir a trabajar, hoy?, preguntó Sandra. Su papá dijo que no, que pasaría a la oficina para ver si todo estaba en orden, pero que luego iría al panteón a dejar flores a la tumba del abuelo. ¿Me querés acompañar? No, dijo Sandra. Le dijo que había quedado con Irma para ir a tomar un café en el café Luvia. Está bien, dijo el papá, y siguió viendo su celular. Sandra partió tres naranjas en dos y las pasó por el exprimidor eléctrico. Entró la mamá, abrazó a su esposo y dijo: “Tu papaya no la corté”. No te preocupés, dijo él.
En este momento, Sandra hizo una pausa y sus ojos volvieron a aguadarse. Yo no me paré para consolarla, no fuera a entrar la mamá. Después de uno o dos minutos, ella se controló, se limpió los ojos con un movimiento rabioso, y dijo que era una estupidez, pero que desde que oyó lo que dijo su mamá no había dejado de llorar. Le dije que no había entendido la relación, ella, molesta, me dijo que yo era un pendejo, ¿no que muy inteligente? Y me explicó: Su mamá dijo: “Tu papaya no la corté”, así en comiteco, usando el posesivo. En Comitán, por ejemplo, la hija pide: “Mi papaya” y la mamá dice que sí: “Ahora preparo tu papaya”, así con cualquier cosa. Los comitecos usamos mucho el posesivo. Sandra escuchó “Tu papá ya no…”; y ella pensó, de inmediato, en su abuelo, y completó la frase: “Tu papá ya no viene a vernos”. Y Sandra no pudo más. Se quebró. Al pasar por el altar de Día de Muertos, lo primero que vio fue la fotografía del abuelo, al lado de un crucifijo y de un plato con jocotes. El abuelo, con bigotes a la Dalí y ojos transparentes, de tan verdes, a pesar de que la fotografía es en color sepia; el abuelo, el papá de su papá. Tu papá ya no viene a vernos, pensó que había dicho su mamá. Y Sandra lloró. Y cuando la hallé en su recámara, ella dijo que nunca había llegado su abuelo a visitarla. Y Sandra me contó que había llamado a Irma y había cancelado la cita y que a la hora que llegué estaba a punto de tomar su bolso e ir al panteón a visitar la tumba de su abuelo.
Nada dije, porque Sandra estaba muy sensible, pero pensé que la vida es simpática. La mamá había dicho: “Tu papaya no la preparé” y la hija, tal vez por el ambiente de Día de Muertos, había escuchado sólo las tres primeras palabras y las había traducido: Tu papá ya no…, y la había completado con una piedra llena de culpa. Simpático, pero no podía decirle esto a Sandra, porque me aventaría un zapato en plena cara.
Posdata: A final de cuentas, yo comencé esta carta también con un absurdo lingüístico: ¡Nunca se habían juntado dos nuncas! Sí, la vida es simpática y a veces está llena de ternura y de culpas y de risas y de llantos bobos.
Cuando salí de casa de Sandra, ya había llegado su papá. Se alegró cuando su hija le dijo que lo había pensado bien y que iría al panteón a dejar flores a la tumba del abuelo. La mamá, por su lado, parada al lado del sofá donde estaba el papá, quedó viendo a su hija y, un poco molesta, dijo: “Al panteón, al panteón, sí, al panteón”, y me lanzó una mirada que traduje como: “Viejo cabrón, ojalá cuando se muera se pudra en su tumba y nadie vaya a dejarle flores en Día de Muertos”. ¡Muda! Si ella fue la que me dijo que subiera a la recámara de su hija. ¡Nunca lo había dicho! ¡Muda!