martes, 14 de enero de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XI)




El viajero bajó de la camioneta. El anciano, sin aviso previo, colocó su mano en el hombro del viajero y, con voz dulce, dijo: “Pobre. No tiene auto, por eso pide aventón en la carretera.”, y luego se dirigió a uno de los barbones: “¿Por qué no le vendes ese carro que tienes?” El viajero sonrió tantito, pero luego reacomodó su rostro. ¿Le proponían venderle su propio auto? Antes de que todo pasara a más, el viajero dijo que no tenía dinero, que no podía comprar su carro, el “mi carro” lo remarcó. El anciano le dijo que eso no era problema, sin duda tenía alguien que podía depositar la cantidad que pedían. Sí, dijo uno de los barbones, es más decente pedir un depósito para la compra de un carro, que solicitar dinero para rescatar a un pariente secuestrado. El barbón sacó un celular de su chamarra, se lo dio al viajero y ordenó: “Ándale, güerito, pide que depositen dos mil dólares a esta cuenta.”, le extendió un papel con un número.
¡Dos mil dólares! ¿De dónde sacaría su mujer tal cantidad? Estaba rodeado por las cuatro personas, la anciana había sacado un tejido de una bolsa y movía las agujas con destreza. El viajero marcó, los cuatro tipos se abrieron y dejaron que él se retirara. Habló recargado en el cofre de su carro. Al colgar, regresó el celular y dijo: “Ahora harán una transferencia.” Los cuatro tipos aplaudieron, colocaron las manos frente a su cara. La anciana guardó el tejido y dijo que prepararía café. Uno de los barbones le preguntó al viajero si quería probar el auto, le garantizó que era un buen modelo y que sólo había pertenecido a un dueño. El otro barbón rio. El anciano dijo que sentía frío, tocó la borra de la chamarra del viajero y dijo: “No, no, no te obligaré a que me la regales, no.” El viajero entendió la indirecta, se despojó de la chamara y la entregó. Un bip sonó, el viajero vio su celular, respondió el mensaje y dijo: “Ya está la transferencia”, y mostró la imagen. El anciano se acercó, corroboró el número de la tarjeta y dijo: “Está bien. Felicidades, has hecho un buen trato.”, tomó el celular del viajero y dijo que se quedaría con él, porque era el comprobante de la transacción. El anciano le dijo a uno de los barbones que entregara las llaves al nuevo propietario del auto, el barbón dijo que las llaves estaban prendidas. Los cuatro tipos, con las manos abiertas, invitaron al viajero a subir a su auto. El viajero dijo gracias y subió. Cerró la puerta con cuidado (cuando, en realidad quería hacerlo a toda velocidad), prendió el motor y puso primera, soltó el clutch casi con temor y vio avanzar el auto por en medio de una valla de pinos altos. Después de cien metros aceleró. Una nube de polvo ocultó el paisaje que había dejado atrás. Al llegar a un crucero se bajó y se acercó a un trailero que se había detenido para hacer pis. Saludó y, tratando de calmarse, pidió al trailero que, por favor, hiciera una llamada a tal número. El trailero sacudió su miembro y preguntó si todo estaba bien. No, dijo el viajero, no todo está bien. El trailero guardó su miembro, limpió su mano sobre el pantalón y fue a la cabina de su tráiler a marcar el número solicitado. Le pasó el teléfono al viajero y éste, de inmediato le dijo a su mujer que no respondiera a su teléfono, pero la mujer, llorando, dijo que ya había hecho el otro depósito y preguntó si ya todo estaba bien, si lo habían liberado. El viajero repitió que ignorara llamadas de su teléfono y dijo que ya iba para casa. Regresó el teléfono, dio las gracias y subió a su auto.
Y así termina el cuento. Todos los viajes son maletas llenas de experiencias, pero no todas son experiencias agradables, algunas son experiencias ingratas y otras (Dios libre de ellas) son fatales. Algunos viajeros ya nunca regresan. El viajero del cuento se vio sometido a una experiencia ingrata, pero que no terminó en tragedia. Puede decirse que los cuatro tipos no abusaron de su poder.
Los que viajan abandonan sus territorios de influencia y se exponen a las veleidades de territorios desconocidos, donde el azar es una niña traviesa que le encanta atravesar el pie a cuantos se dejan.
El viaje es un tema que se antoja para iniciar un testimonio biográfico. Escribir de los viajes realizados, así como de los viajes idealizados, es un termómetro del carácter.
En mi infancia siempre esperé con ansias el periodo largo de vacaciones para viajar con mi mamá a la Ciudad de México, donde vivían mis abuelos maternos. Ellos tenían una casa en Tacubaya. La casa era de antología, su entrada principal daba a una calle llena de polvo, pero una de las paredes laterales de la casa colindaba con un callejón. Los callejones son como ramas secas, donde los pájaros no se acercan. Dormía en el cuarto de mi abuela, ella destinaba algo como un camastro para que durmiera. El cuarto tenía una ventana que daba al callejón, durante el día la ventana permanecía sin la cortina que la cubría a partir de las seis de la tarde. Una vez quise abrir la ventana para que entrara el aire y mi abuela llegó corriendo y me dijo que no volviera a hacerlo, dijo que se podían colar las ratas enormes que ahí tenían su territorio. Cuando me acostaba y escuchaba ruidos me tapaba la cara con las cobijas, porque pensaba que las ratas querían entrar. Pero no sólo ruido de rata escuchaba, también se escuchaban ladridos, carreras, como de hombres detrás de niños, gemidos, como de borrachos seduciendo a mujeres. Los ruidos de las ratas se confundían con gritos, con pujidos, con lamentos. Me encantaba ir a la casa de mi abuela Esperanza, pero durante las noches no podía dormir. Por fortuna, la cortina de tela no lograba evitar el paso de la lámpara de la esquina, esto hacía que en el cuarto siempre hubiese un resplandor que me permitía ver el bulto de mi abuela en su cama. Ese bulto que se levantaba en cada respiración ayudaba a ahuyentar los demonios que hacían su aquelarre todas las noches en el callejón.