sábado, 4 de enero de 2020

CARTA A MARIANA, CON LOS LLAMADOS POEMAS




Querida Mariana: Tienen razón los que dicen que somos lo que vemos, lo que oímos. Los de mi generación, en los años setenta, escuchamos algo que se llamó “Canción hablada”. ¡Haceme el favor! Canción hablada. ¡Dios mío!
Caminábamos por el parque central y al pasar al frente de “La Casa del Ciclista”, que vendía discos escuchábamos las canciones de moda. Sí, otra belleza de Comitán: La Casa del Ciclista vendía discos. Yo siempre estuve pendiente que una tienda se llamara Casa del Disco y vendiera llantas para bicicletas, pero esto último nunca se dio. En fin, decía que cuando pasábamos frente a “La Casa del Ciclista”, escuchábamos, a todo volumen (porque estaba de moda y había que promocionarla) una “canción hablada”. Era un poema interpretado por un actor de cine y de televisión que se llamó Jorge Lavat (ya murió, tenía voz agradable, lo que le valió también hacer doblajes de personajes de televisión).
El poema se llama “Desiderata”. Y ahí andaba en “La Casa del Ciclista” y en la casa de medio Comitán, porque, ¡faltaba más!, medio Comitán compró el disco y lo ponía a toda hora. Era un poema de esos que, disculpá, podemos llamar “motivacionales”.
Era tan motivacional que comenzaba con un corito de chicas que cantaban en inglés: “Deside…deside…desiderata” (con la erre medio arrastrada). Bueno, eso era toda la canción, porque a partir del siguiente segundo, Jorge Lavat (con su voz de actor de radionovelas de la XEW) comenzaba a decir, bien dicho, los versos del poema.
Era casi casi el culmen de la cursilería, porque hubo novios que, cayendo bajo el influjo de la mercadotecnia, regalaron el disco a sus novias. En lugar de un disco de Los Panchos, o de José José o de La Sonora Santanera, las sacrificadas novias comitecas de los años setenta debían escuchar Desiderata, porque, ¡ni modos!, había sido obsequio del enamorado.
Ahora que escribo esta carta (inevitable), entré a Youtube y puse la “canción hablada” de Lavat. No pude evitar recordar el antiguo parque central de Comitán, miré la manzana derruida, el balcón superior del negocio de venta de bicicletas y discos, el mosaico del piso del parque (nada de laja quebradiza y resbalosa), las bancas de granito, con sus respaldos hechos con tiras de madera. No pude evitar recordar la placidez del parque a las dos y media de la tarde, hora que medio Comitán comía en su casa.
¿Mirás qué palabra escribí? Placidez. ¡La gran flauta! Debe ser resabio de lo aprendido en mi juventud, porque la canción hablada de Lavat comenzaba así: “Camina plácido entre el ruido y la prisa…”
Con este inicio ya podés darte una idea de por dónde iba el poema. Resulta que dicho poema fue escrito por un tal Max Ehrmann (en inglés, por supuesto, en mil novecientos veintitantos). Y nos llegó (quién sabe por qué) en traducción, en los años setenta.
Un buen día, en la XEUI, radio comiteca, algún programador (pudo ser Ricardo Saborío o Romeo Torres Ventura) pusieron el disco y ¡la locura!
Dios mío, Desiderata se unió a los poemas que, en ese tiempo, medio Comitán debía escuchar en las tertulias. En los convivios familiares nunca faltó la chica que, por exigencia del papá, se había aprendido El brindis del bohemio o La Chacha Micaela. Dios mío, por ahí se fue nuestro aprendizaje poético. Había algunos que medio se refinaban y declamaban Los motivos del lobo o Fusiles y Muñecas o Reír llorando; pero también había algunos que caían al fondo del pozo y soportaban Porqué me quité del vicio. ¡Era como un tormento! Y a esta retahíla de poemas (tomados del libro “Declamador sin maestro”) se unió “Desiderata”, que, ¡bendito Dios!, no se llamó poema sino “Canción hablada”.
Por eso, no llamó mi atención cuando, en una reunión en la Ciudad de México, con amigos de Huixtla y de Comitán, un compa huixtleco se puso de pie, alzó el vaso con ron y dijo que interpretaría un sentido poema (así lo dijo). Todos hicimos silencio y escuchamos atentamente. El compa carraspeó, como para aclarar la voz, se volteó tantito, escupió y comenzó: “A veces regreso borracho de angustia / te lleno de besos y caricias mustias…”
Me lleva, pensé, vine a toparme con otra Chacha. Caricias mustias. ¡Dios mío! Qué alejado de Miguel Hernández y de Machado, que había leído en Comitán, procurando quitarme los versos comunes y placeros de un poema que recitaban en la escuela y tenía el título de “Maistrito de pueblo” (Pido perdón a todos los dioses de la poesía). El “poema” que declamaban los niños de la escuela, decía: “…maistrito de escuela / un torpe / que nada sabe de cierto / haragán…”, y por ahí se iba. ¡Lo declamaban! Parece descripción de algunos maestros de ciudad, de estos tiempos.
El amigo huixtleco siguió: “…pero estás dormida, no sientes caricias. / Te abrazo a mi pecho, te duermes conmigo…” Todos en silencio, con excepción de Joaquín (también huixtleco), lo vi y miré que se cubría la boca con la mano, en intento de detener la carcajada. Miguel, quien estaba sentado a mi lado, se acercó y me dijo: “Esta es una pendejada, es una canción” ¡Es una canción!, dijo Quique, casi molesto, y el declamador no aguantó más y se tiró sobre el sofá y se rio hasta que su risa se desinfló. ¡Pendejo!, dijo Quique, esa es una canción de José José.
Aquella vez, en la Ciudad de México, aprendí que también las canciones pueden entrar a la esfera de “la canción hablada”. Ahora, en no pocas ocasiones he escuchado lo mismo que hacía aquel declamador huixtleco: declaman canciones. Ahora, gracias a Dios, las declamaciones ya no se dan más que en los patios escolares; en los años setenta, declamaban los amigos en una tertulia. Por fortuna, lo que declamaban no era tan simple, ya entraban al terreno de Sabines. En una ocasión me tocó estar en una gran mesa con muchachos integrantes de la Sociedad de Alumnos comitecos radicados en el Distrito Federal y alguien, para celebrar la presencia de Enoch Cancino Casahonda, que ahí estaba metiéndose unas cervezas y unos tragos con nosotros, dijo el poema Canto a Chiapas.
Desiderata nos movió el tapete. Era como una oración que nos decía que la felicidad estaba a la vuelta de la esquina, siempre y cuando camináramos de manera plácida “entre el ruido y la prisa.” Bueno, en ese tiempo, los comitecos ni teníamos el ruido que sale de todas las bocinas de los comercios de estos tiempos, y no conocíamos el concepto prisa, porque todo era como una sábana discreta y suave. ¡Prisa la de estos tiempos! ¡Prisa la que viven los habitantes de la Ciudad de México!
Pero digo que como era tiempo de declamadores en tertulias y sobremesas, no faltó el compa que se aprendió Desiderata de memoria y, a la menor provocación, se la aventaba de su ronco y supuesto educado pecho. Y así, con la cerveza en la mano, suspendíamos la plática sabrosa llena de chismes y de anécdotas graciosas, y hacíamos silencio y escuchábamos al compa que, parado a mitad del patio, engolaba la voz, escupía y decía: “…y piensa en la paz que se puede encontrar en el silencio…”
¿Silencio? Nosotros éramos jóvenes y no sabíamos qué cosa era el silencio. Andábamos metidos en el café Intermezzo, donde un grupo tocaba rolas bien prendidas; andábamos en Nevelandia, donde se oían los gritos de los jugadores y los mazazos del taco contra la ocho que entraba en la “bushaca” en la mesa del pool; bebíamos en la cantina La Jungla, donde el señor Carreón ponía discos de la Santanera; bajábamos al burdel de La Pila donde se mezclaban las alegorías de los niños malcriados y las mentadas de las putitas. Íbamos a misa de la juventud en el templo de El Calvario, donde Roberto, Quique y Fernando tocaban un padre nuestro a ritmo de rock. ¿Cuál silencio?
Lo que hizo Desiderata fue confundirnos. Algunos pensaron que eso era alta poesía y otros, para estar de moda, se convirtieron en declamadores, y en festejos familiares se reventaban tal canción hablada, que es un poco lo que ahora hace la chica dorada, porque como Paulina Rubio es escasa en talento musical, no le queda más que hablar (en forma trabada) las canciones que, según ella, canta.
Posdata: Sólo para que salgás de la duda te invito a que entrés a Youtube y escuchés Desiderata, para que mirés (oigás) que, en medio de nuestras muestras de rebeldía (pantalones acampanados, camisas sicodélicas, cabello largo, larguísimo, y nuestros afiches del Ché, pegados en las paredes de las recámaras), podíamos ser unos cursis irredentos.
“…en cuanto sea posible, y sin rendirte, mantén buenas relaciones con todas las personas / enuncia tu verdad de una manera serena…”, y todo esto en medio de un fondito musical meloso y con un coro que cantaba en inglés.
Sí, había música y canto, pero de fondo. El motivo central era el poema Desiderata. Así crecimos los chavos comitecos de los años setenta. ¿Por eso nos va como nos va? No sé. Ahora los chavos crecen escuchando canciones con rimas bobas de Arjona. Tal vez el futuro sea peor.