miércoles, 29 de enero de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XV)




En primaria tuve un amigo que tenía abuelos en Baja California. Iba a casa de sus abuelos en vacaciones. Cuando volvía nos reuníamos en el sitio de su casa y él nos contaba cómo era el mar, cómo era la arena de mar (tomaba la arena de una construcción que nunca terminaron de hacer y la tiraba, como simbolizando que la arena del mar era mil veces superior a la que llegaba desde Los Zanjones, del pueblo). En ese momento, mientras comíamos un pico de gallo con lima de pechito y nos enchilábamos por el chile siete caldos, veíamos que él se sabía superior a nosotros, porque él había conocido animales que nosotros sólo veíamos a través de imágenes de libros. Había visto (contó un día) un grupo de delfines que se alzaban por encima del mar. Sí, tenía razón, él nos superaba. Nosotros teníamos contacto con gallos y gallinas del sitio (encerrados en los llamados gallineros, que eran protegidos con malla de gallinero. ¡Ah, qué poca imaginación para bautizar sitios específicos!) Cuando alguno de nosotros iba a los ranchos cercanos veía chachalacas trepadas en los árboles o miraba a los tacuatzes corriendo sobre los techos. Elías, que había ido a la selva, nos contaba que, en las noches, escuchaba el tambor de guerra de los monos aulladores, y cuando lo decía un temblor en su ojo volvía a aparecer. Pero, nosotros, jamás habíamos estado frente a un estanque donde nadara un pequeño tiburón, como sí lo había estado el compañero en Baja California (no recuerdo su nombre, sería una incorrección que lo llamara “el compañero x”, prefiero llamarlo “el compañero que tuvo abuelos en Baja California”, en tiempos que Baja California era un territorio y no estado como Chiapas.)
Mis papás eran integrantes de la clase media comiteca, rasguñando la alta baja, por esto, sin llegar a realizar los viajes que realizaba este compañero, durante vacaciones yo viajaba a la Ciudad de México, donde vivían los abuelos maternos (Enrique y Esperanza. Les decía los dos E). Mis papás me llevaron una vez al zoológico de Chapultepec, tuve oportunidad, entonces, de conocer animales que (antes de conocerlos) pertenecían a un mundo inaccesible: leones, tigres, elefantes, changos, jirafas y cocodrilos (que aparecían en las películas de Tarzán). Los leones y tigres me impresionaron, por su tranquilidad, eran lo que decía mi abuela “gatos grandotes”, pero mi papá me dijo que “llevaban la fiesta por dentro”; es decir, su fiereza era latente en ese encierro de barrotes. Mi mamá se aventó el chiste del día al pararnos frente a la jaula de los elefantes, dijo que le encantaría tejer unas pantuflas para esos animales (mi mamá siempre ha sido una mujer con gran destreza para tejer prendas con estambres e hilos). Vi las patas de los elefantes y los imaginé con las pantuflas rojas con cintas amarillas. ¡Cuánto estambre se necesitaría! Por más que traté de imaginar a esos enormes animales no logré visualizarlos como el famoso Dumbo, libro que tenía en casa. Si las pantuflas tejidas de mi mamá deberían ser gigantescas, pensé que las alas que les permitieran el vuelo deberían ser gigantescas, como los de un avión interoceánico.
Digo que me maravillé ante la visión de esos animales que provenían de otros entornos, pero el que más me sorprendió fue la jirafa. ¡Ah, qué diseño tan bello de la naturaleza! Era, pensé, el animal más perfecto, lo vi caminar, lo vi correr y pensé que sus patas, tan delgadas, eran soberbias (muchos años después, cuando vi una pintura de la Carrington, pensé que el animal más surreal del mundo era la jirafa, porque las cuatro patas, endebles, en apariencia, sostenían algo como una mesa oblonga, donde surgía un cuello enormísimo, coronado con una cabeza de gran ternura.) ¿Hay algún animal que supere tal diseño tan alucinante? Esa mañana, en el zoológico, algo, como una luz, sentí prenderse en mi espíritu. No me seducían los animales bravos (el rey de la selva me tenía sin cuidado; es decir, debería tener cuidado de no acercarme jamás a él), tampoco me dejaron perplejo los animales enormes, como el elefante o el hipopótamo. No. El que ganó mi emoción, fue la jirafa, prima dúctil de los extintos dinosaurios. Cuando los dinosaurios desaparecieron, la naturaleza diseñó un animal con la altura de ellos, pero esbelto.
Las ilustraciones de los libros de Biología demostraban que la vida se originó en el mar. En las ilustraciones se veía cómo, pequeños bichos, se arrastraban por la arena y se adaptaban al nuevo ambiente. La jirafa no vino del mar, la jirafa es un animal que llegó… estoy a punto de escribir que llegó del cielo. Cuando veo las películas de George Lucas (la serie de Star Wars) pongo atención en los bares galácticos y reviso la extensa relación de animales que beben, se pelean, ríen y hablan en lenguajes irreconocibles. Todos tienen (perdón por el término) formas terrícolas llevadas al extremo. No he descubierto un animal que se asemeje a la jirafa, porque, tal vez, Lucas sabe que la jirafa es una forma extraterrestre y si la coloca tal cual en sus películas, los cinéfilos se decepcionarán y dirán: Bah, ese es un animal terrestre sin modificar.
Digo que esa mañana de visita al zoológico, mientras aventaba cacahuates a los changos que se columpiaban con sus colas; mientras comía un helado y miraba a las focas aplaudiendo para que los niños las imitaran, entendí que la seducción no había estado en la rotundez, ni en el vuelo, ni en la fiereza, sino en la altura. Cuando creciera debía ser un humano con altura, con apariencia frágil, pero con alma espacial.