miércoles, 30 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, DONDE SE DICE ¡GRACIAS!
Querida Mariana: hoy digo ¡gracias! Gracias a quienes han hecho posible que ARENILLA-Revista cumpla tres años.
El 2 de octubre de 2020 distribuimos el número 19, correspondiente al bimestre octubre-noviembre. Por la pandemia lo hacemos en formato digital.
En este número, nuestros lectores hallarán un ramo de juncia fresca, con gajitos de menta. Es un número para refrescar el espíritu, ungüento para estos tiempos difíciles.
No hemos dejado de trabajar. Laboramos como hormiguitas para satisfacer el gusto de nuestros lectores.
Por eso, ahora doy gracias a esa maravillosa triada que ha hecho posible el prodigio de nuestra revista: a nuestros lectores, a nuestros patrocinadores y a los integrantes del equipo. Unidos hemos formado el círculo perfecto.
¿Mirás qué prodigio? Un triángulo forma un círculo. Esto sólo es posible en el mundo que hemos formado. Un mundo perfecto, un mundo que aspira a que tus hijos y los hijos de tus hijos vivan en un entorno digno, un espacio donde la cultura sea el aire que eche a volar todos los papalotes del desarrollo.
Nuestra misión es difundir la cultura de Comitán y la región. En cada número presentamos lo mejor de estos pueblos. Es así, porque los mejores están con nosotros, desde el principio. Desde el número 1 nos patrocinan las mejores empresas y las mejores instituciones; desde el número 1 presentamos la esencia de lo mejor de nuestros cielos; y, desde el primer número, nos leen los mejores lectores del mundo.
Presentamos historias de vida inspiradoras y estimulantes. En el número 19 hay una semblanza del profesor Manuel Albores Salazar, que hemos titulado “Una vida dedicada a la educación”, vida dedicada al servicio de la sociedad; al mismo tiempo, nuestros lectores hallarán conceptos valiosos que comparte un joven talentoso: Maximiliano Domínguez Mayorga; y, en la ARENILLA que lanza diez preguntitas traviesas, tenemos la presencia del artista chiapaneco Emilio Gómez Ozuna. Emilio se une al grupo de talentosos intelectuales que han respondido esta entrevista llena de hilos amables: la poeta Mónica Zepeda (llamada a ser una de las voces más importantes de la lengua española); el poeta José Falconi (Voz Mayor de Chiapas); y Robertoni Gómez (escultor que forma mundos sublimes con el barro de nuestra tierra.) Las ARENILLAS traviesas y juguetonas son como piquetitos que estimulan la creatividad mental de nuestros entrevistados.
Hacemos un paseo ligerísimo por LA ALBORADA HOTEL que, en instalaciones cómodas, no sólo da sosiego al cuerpo de los visitantes, sino que es un estímulo para el espíritu, porque en su auditorio Amín Guillén la sociedad ha abrevado mucha cultura.
¿Cuál es la esencia que ha permitido que la Panadería y Pastelería LA FLOR DE MÉXICO esté celebrando 40 años de servir a Comitán y a la región? Leonor Alicia y Beatriz Yolanda Bolaños Ibarra (dignas herederas de la tradición) comparten con nuestros lectores los ingredientes que han sido la levadura perfecta para que suba esta empresa. El año veinte veinte es ¡el año cuarenta de LA FLOR DE MÉXICO!
Y el año veinte veinte también es el año del centenario del natalicio del profesor Víctor Manuel Aranda León, ilustre personaje de nuestra sociedad. Nuestro número 19 se honra en recibir y presentar textos del licenciado Juan Carlos Gómez Aranda, del cronista José Gustavo Trujillo Tovar y del escultor Luis Aguilar Castañeda. En esos textos los lectores hallarán gajos de luz escritos en memoria del maestro ejemplar.
Sí, tenés razón, no puede faltar el cuentito para nuestros niños, el cuentito que es para que los papás compartan con sus hijos, o, como decía Jorge Saborío, que los hijos compartan con sus papás. En este número presentamos un cuentito bien bonito, por cortesía de la Fundación Alexandra Del Castillo Castellanos. ¿Qué pasó cuando todos los animales vieron que el hijito de doña Jirafa era una jirafa azul?
Y como mojol del festejo por nuestro tercer aniversario presentamos un bonche de modismos comitecos que tienen que ver con el guateque, palabras que son tomadas del libro “Glosario. Habla popular comiteca”, de mi recordado primo José Luis González Córdova.
Y, como siempre, no pueden faltar las secciones tan gustadas de “La tiendita de doña Pifa” y “Cuentas de un Rosario”, donde compartimos grageas de la vida y obra de nuestra paisana Rosario Castellanos.
¡Ah!, es un número imperdible. Estará a disposición de todo el mundo, a partir del 2 de octubre. El 2 de octubre de 1968 ocurrió un hecho ominoso en nuestra patria; el 2 de octubre de 2020 enviamos luz para la patria que nos merecemos.
Posdata: por esto, querida mía, tomo la palabra ¡gracias! y la pego con cera cantul en los cielos comitecos. Gracias a nuestros patrocinadores, a los integrantes del equipo ARENILLA y a nuestros lectores. Muchas gracias. Juntos conformamos un triángulo que hace el círculo perfecto.
Gracias, energía universal, por permitirnos servir a la sociedad. Gracias, porque nuestros lectores reconocen la calidad de nuestra propuesta editorial. Comitán y la región no merecen menos, ¡no! Comitán es una ciudad de excelencia, por eso, nosotros entregamos un excelso producto cultural.
martes, 29 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, CON MÁS JUEGOS
Querida Mariana: Dicen que el buen juez por su casa empieza. En ARENILLA-Revista seguimos al pie de la letra tal aserto. Si invitamos a nuestros amigos al juego, nosotros también jugamos. Jugamos porque el juego nos hermana, nos hace humanos.
Muchos creen que el juego es una actividad de flan. ¡No! El juego es cosa seria. Nuestra empresa realiza sus actividades con profesionalismo, con gran seriedad, pero no abandona esa cuerda que da sosiego a la vida: el juego.
Por esto, en el juego de la palabra, de la imaginación: “Imaginá que te llamás”, nosotros comenzamos en casa. De los integrantes del equipo ya jugó Cielo y el segundo integrante en jugar el juego fue Roberto Carlos Espinosa Vázquez, quien es licenciado en administración y Director Comercial de nuestra revista, para todo México, porque Carlos Rivas es nuestro Director Comercial en Guatemala.
Roberto Carlos jugó, porque el buen juez por su casa empieza. A nuestro Director Comercial, hombre honesto, talentoso y responsable le propusimos: “Imaginá que te llamás celular” y le preguntamos: ¿Cuál es el uso que más te gusta que te den?
Ah, el celular, chunche necesario de estos tiempos. Vos y tu novio y Roberto Carlos han crecido con esta maravilla tecnológica. Los viejos también hacemos uso de ellos. Yo me sorprendo ante este prodigio y procuro sacarle tantito jugo, no el ciento por ciento que le sacan ustedes, los jóvenes, pero sí disfruto los avances científicos del siglo XXI.
¿Qué respondió Roberto Carlos a la primera pregunta? Acá está su respuesta:
“Me imagino que soy un celular y puedo hacer muchas cosas. Puedo hacer transmisiones en vivo, tomar fotografías, grabar video, hacer transferencias bancarias, compras por Internet, pero, sin duda, lo que más me gusta es ayudar a romper la barrera de la distancia, más en estos tiempos de confinamiento y ayudar a comunicar a los seres queridos, padres con hijos, abuelos y nietos, maestros y estudiantes; en fin, ser un medio de comunicación por excelencia.”
Su respuesta nos hace reflexionar acerca de la utilidad de ese chunche en estos tiempos de pandemia. El mundo está inmerso en una dinámica extraña, no imaginada, pero la presencia del celular ha permitido que la incomunicación no sea tan abismal. ¿Cómo habría sido el mundo actual sin las ventanas tecnológicas? No podemos imaginarlo, porque, afortunadamente, ahora contamos con estos recursos.
La siguiente pregunta fue: Imaginá que te llamás celular, ¿por cuál cielo te gusta que navegue tu imagen?
La respuesta de Roberto Carlos fue la siguiente:
“Hoy en día todos guardamos nuestras fotos y videos en la nube, entonces me gustaría que mi imagen viajara por los cielos de lo perdurable, esos recuerdos inolvidables, esos momentos vividos que tienen que perdurar.”
Roberto habla de la imagen que está colgada en la nube. ¿De qué tamaño es esa nube que soporta millones de imágenes?
¿Imaginás el tamaño del archivo fotográfico que el mundo conserva de estos años? ¡Uf! Da para seguir jugando con la imaginación. El mundo jamás tuvo tal acervo. El siglo XXI ha sido registrado a profusión. Faltan piezas porque es imposible tener un registro preciso de todo, pero esa nube de la que habla Roberto Carlos contiene millones de instantáneas y figuritas en movimiento. ¡Qué genialidad!
Posdata: Y un día Carlos Rivas, guatemalteco de corazón, jugará; y jugará Paty, nuestra Editora Ejecutiva, y, por supuesto, jugará el Arenillero. El buen juez por su casa empieza. Invitamos a medio mundo a jugar con la imaginación. Nosotros también lo hacemos, ¡jugamos! ¡Juguemos! Disfrutemos la vida e imaginemos otros mundos, otras posibilidades. Una de las misiones de ARENILLA-Revista es abrir nuevas ventanas, ARENILLA-Video abre unas donde el aire corre libre y brinca la cuerda con emoción.
lunes, 28 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, POR LOS QUE VIVEN EN SUS PUEBLOS
Querida Mariana: ¿Cómo viven los que viven lejos de sus pueblos? La mayoría vive bien. La mayoría se adapta. La vida, a final de cuentas, no es más que un proceso permanente de adaptación.
¿Cómo viven los que viven en forma permanente en sus pueblos? La mayoría vive bien. La mayoría acepta su destino. La vida, a final de cuentas, no es más que un proceso permanente de aceptación.
Pero hablo de las mayorías, ¿qué pasa con las minorías? ¿Qué pasa con aquellas personas que viven lejos de sus pueblos y viven sin el gusto de la vida, porque extrañan sus pueblos de origen? ¿Qué pasa con los que están dispuestos a hipotecar su vida con tal de volver a sus territorios originales, donde quedó su mushuc?
¿Qué pasa con las minorías que viven en sus pueblos, pero lo hacen anhelando vivir en otras partes, en otras ciudades donde tengan más oportunidades de desarrollo?
La mayoría de los comitecos que vive en París o en la Ciudad de México vive a gusto en esos espacios. Extrañan a su Comitán, con esa añoranza que es propia de todos los seres humanos, pero gozan su presente y, cuando pueden, vuelven a Comitán, pero sólo de vacaciones, sólo para abrazar y saludar a sus familiares y amigos, para caminar las calles de su pueblo, pero no dudan en despedirse al término del receso, porque saben que su vida ya no está acá sino allá.
Pero, insisto, hay una minoría (son contados), que no viven, sobreviven en París o en la Ciudad de México; al despertar o al acostarse sienten algo como una espina en el espíritu que no los deja estar tranquilos. Hay un puño que los aprieta, los ahoga, no los deja respirar con tranquilidad. Saben que es una bobera, pero cuando se sientan, con los pies al aire, en un pretil y ven el Sena suspiran y piensan en el Río Grande y en La Ciénega; saben que es una bobera, pero cuando caminan por la Alameda y ven el Palacio de Bellas Artes piensan en el Teatro Junchavín. Levantan la vista y ven el cielo y añoran el cielo comiteco, que ya ni es tan limpio.
Hay personas que tienen un lazo irrompible con sus lugares de origen. Hay personas que son como pichitos que nunca cortaron el cordón umbilical con sus pueblos de origen. Su muschuc lo enterraron en Comitán, pero ahí lo llevan colgado al espíritu, no lo sueltan. ¡Ah, los cositíadependientes!
He salido del pueblo, a veces por lapsos mínimos, en otras ocasiones por largas temporadas. ¡No, no puedo vivir a gusto en otros lugares! La estancia en otros lugares ha sido como un tiempo muerto. No ha sido eso, por supuesto que no, han sido épocas de crecimiento, pero esos injertos han crecido al tiempo que han secado un poco la rama de mi espíritu.
¿París es la ciudad luz? Sí, para millones de personas sí. Para mí, la luz está en Comitán, en este pueblo que no es El Paraíso, pero es el pueblo donde los cositíadependientes se alimentan.
En los años sesenta, mi abuela materna vivía en la Ciudad de México. En una ocasión la operaron, mi mamá no dudó, debía viajar para cuidarla y me llevó. El plan era permanecer más o menos un mes allá, en la gran ciudad. ¡No! Diez días después ya estábamos en la central camionera trepando al Cristóbal Colón que nos trajo de regreso al Comitán añorado. ¿Por qué? Dejá que te cuente. Dice mi mamá (yo no lo recuerdo), que al día siguiente de llegar a casa de mi abuela me senté en la puerta de calle y lloré, lloré mucho. Se acercó mi mamá y me preguntó por qué lloraba y yo le dije que quería ver a Chonita. ¿Chonita? (no la recuerdo) Chonita era una mujer que pasaba a la casa de Comitán, entraba al zaguán y entregaba atol y pan compuesto. Yo salía agarrado de la mano de la sirvienta y le daba a Chonita mi plato y mi vaso y ella ponía un pan compuesto en el plato y llenaba con atol mi vaso (debió ser atol de granillo).
Y lo que hice el primer día se repitió hasta que mi mamá no pudo más y, ya más repuesta mi abuela, se despidió y compró boletos para el regreso. Mi llanto era tan de cachorro extraviado que pensó regresar para que yo no me enfermara, para que no me enfermera de nostalgia.
No recordaba este pasaje de mi vida. Mi mamá me lo contó ayer. Pienso que siempre, entonces, al estar en otro lugar extraño a la Chonita de mi niñez y vuelvo, regreso a mi origen. Ahora que lo escribo pienso que Chonita era una mujer sensacional: vendía pan compuesto de casa en casa. Ya no hay Chonitas en el pueblo. Las Chonitas de ahora venden atol de granillo o jocoatol, pero no venden pan compuesto. Sólo mi Chonita tenía esa misión en la vida.
Posdata: No recuerdo a Chonita, pero, como cuando leo una novela, imagino al personaje. Sé que era una mujer afectuosa, sonreía al verme, me echaba una cucharada de más en el vaso y me decía que ese era mi mojol. Sí, la Chonita fue el mojol de mi vida, mi pilón, mi coitán, mi plus. Me gusta vivir en este pueblo, un pueblo que no es perfecto, pero que es el lugar donde está enterrado mi mushuc. No pude cortar el cordón umbilical, no quiero.
sábado, 26 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, CON UN RECUERDO
Querida Mariana: mi amiga, la poeta Socorro Trejo, Premio Chiapas, me envió esta fotografía. Ahí está ella, al lado de doña Lolita Albores, nuestra cronista, en la Sala de Actos, de la Casa Museo Doctor Belisario Domínguez.
Socorrito es quien está de pie. Las tres mujeres restantes del grupo son comitecas. ¡No, no pensés que fue una descortesía que las de casa estuviesen sentadas y la visitante parada! Casi estoy seguro que la noche de la fotografía Socorrito llegó a dar un recital de poesía, así que ella era quien recibía a los invitados, a la audiencia comiteca que escuchó sus poemas. Socorrito fue, por así decirlo, la anfitriona, así que, cuando estaba sentada en la mesa de honor (antes de que iniciara el acto) y vio a doña Lolita caminó para ir a saludarla y ahí fue captada.
Mi amiga me envió la foto porque, imagino, en estos tiempos de pandemia (tiempos aciagos) revisa su archivo fotográfico, que es un tesoro, porque ella ha participado en cientos de actos culturales y conserva un registro con imágenes de los intelectuales más sobresalientes de Chiapas, de México y de otras partes del mundo.
Socorrito, en estos días, tiene una pena. El virus del covid-19 le arrebató a su Fer, el hombre que fue su compañero y padre de sus dos hijos. Y cuando digo compañero no es una mera expresión coloquial. ¡No! Fer fue su acompañante fiel. No se dejaban. Yo siempre los vi juntos. La noche de este instante en Comitán, Fer estaba al lado de Socorrito; es más, ahora pienso que la foto la tomó Fer. Ambos han sido grandes promotores de la cultura.
En el tiempo de la fotografía, el Instituto Chiapaneco de Cultura desplegaba una gran actividad en todo el estado. Socorrito organizaba muchos encuentros de literatura y procuraba que la cultura llegara a todas las regiones de Chiapas, y que no sólo se concentrara en la capital estatal; y cuando los actos eran en Tuxtla Gutiérrez invitaba a escritores de otras ciudades chiapanecas para que participaran. El Instituto Chiapaneco de Cultura era una gran ceiba que extendía sus ramas por todo el estado, y el canto de sus cenzontles cubría todos los cielos.
La noche de esta fotografía, Socorrito se paró para saludar a doña Lolita, porque la conocía, porque la cronista comiteca era un referente de la cultura del pueblo. Sí, doña Lolita también había sido invitada de honor en encuentros literarios realizados en Tuxtla Gutiérrez. Por ahí ronda una fotografía espectacular donde hay un grupo de más de cien mujeres que participaron en un encuentro literario, ahí, al lado de muchas mujeres creadoras de México y de Chiapas, está doña Lolita. Y por ahí hay más comitecas: doña Lety Román de Becerril, la maestra Lupita Alfonzo, Clarita del Carmen Guillén y María del Rosario Bonifaz. Fue una época donde los brazos de la cultura oficial se extendieron como lianas llenas de savia y unieron talentos de todo el estado.
Y acá, en esta imagen, está reflejado lo que tantas veces hemos platicado vos y yo. Cuando había un acto cívico, cultural o social, medio mundo buscaba estar cerca de doña Lolita. Acá, Socorrito fue a saludarla (como mirás, doña Lolita estaba en la última fila de la sala. Se dejaba consentir, pero jamás buscó el reflector. No. Los reflectores la buscaban.) Acá, la poeta Socorro Trejo, hoy Premio Chiapas, fue tras ella, porque sabía que terminaría como está acá: con una sonrisa de sandía en su rostro. ¿Mirás cómo nuestra paisana de la fila de adelante (Luz Angelina) está sentada de lado y se integra al grupo donde está doña Lolita y Socorrito? Sabe que no puede perderse ese momento, donde doña Lolita suelta la carcajada por alguna cosa graciosa que dijo. ¡Ah, qué simpática era doña Lolita, qué natural, qué comiteca! No es un gesto común, por lo general, quienes están sentados en una fila de adelante no se sientan de lado para atender lo que sucede detrás, a menos que… doña Lolita estuviera sentada atrás.
Doña Lolita tenía la capacidad de pintar sonrisas en los otros rostros, su risa era contagiosa, pero lo que más contagio provocaba era su chispa para contar anécdotas, a veces subidas de color. La picardía, la inteligencia, el buen humor, una memoria soberbia y el disfrute de la vida siempre fueron sus acompañantes y ella prodigó esos dones con generosidad. Por eso, no sólo tuvo amigos en el pueblo, sino en los demás pueblos donde se presentó.
Y acá está Socorrito Trejo, con su cabello suelto, con sus ojitos de alcancía, riendo, gozando el instante prodigioso. Querida Mariana, me gustaría decirle a mi amiga Socorro que, ojalá, esa sonrisa vuelva, como pájaro sublime, a volar por su carita. Sé que tiene la gran pena de haber perdido a su compañero leal. ¿Cómo decirle a Socorrito que lamento mucho la ausencia de Fer, un hombre que siempre, siempre, me prodigó su afecto, lector cómplice de las Arenillas? La noticia de su deceso fue un impacto que rasgó la tarde. Siempre que fue posible envié a Fer nuestra revista impresa, por mensajería o a través de las manos de Fer junior. Por ahí, en algún librero de la casa de Socorrito, al lado de su archivo fotográfico deben estar esos ejemplares que ahora ella atesora, más que por su contenido, porque fueron tocadas por el hombre que caminó a su lado durante tanto tiempo. Juntos construyeron un cielo limpio donde, sus amigos, vimos volar muchos papalotes. Sí, esta pandemia ha rasgado muchas paredes, sólo Dios sabe cómo podremos restañarlas.
Doña Lolita fue una gran embajadora de Comitán, en todos los lugares donde fue invitada llegó a dar una parte de la idiosincrasia comiteca, ella tuvo en la palma de la mano la esencia del pueblo que la vio nacer y la vio morir. Socorrito (gracias a Dios) sigue siendo una gran embajadora de la cultura tuxtleca. Ahora, desde su casa, sigue enviando esos papalotes que con Fer construyeron. Acá está una muestra mínima, pero grandiosa. Cuando encontró la foto en su álbum pensó en mí, porque pensó en Comitán, porque supo que yo la compartiría con vos, porque en esta imagen aparece otra pieza de nuestro rompecabezas. Acá está eternizado un instante, un instante lleno de luz. Así lo demuestran los rostros iluminados. Una amiga dijo que no conoce algo más bello que un rostro humano sonriendo. Sí, la sonrisa, como universo, expande la alegría de la vida. La vida que no es eterna, que no es un camino siempre plácido, la vida, la ingrata vida, que también nos mete el pie de vez en vez para que caigamos; la vida que, sabemos, es la cuerda donde brincamos en el gran patio.
Socorrito encontró la fotografía y la compartió. Su vida siempre ha estado marcada por ese maravilloso concepto: compartir. Lo mismo puede decirse de doña Lolita. Siempre que están al lado de otros piensan en dar. Cada vez que voy a Tuxtla y paso a saludar a Socorrito a la oficina en turno, ella me dice amiguito y va al librero y baja dos o tres libros y me los entrega, si por ella fuera rentaría un camión de mudanza y me enviaría mil bibliotecas a Comitán. La penúltima vez que saludé a Fer fue en el Museo de la Marimba, ahí Fer (que en paz descanse) me abrazó y dijo que me parara frente a una marimba para que me tomara la foto del recuerdo. Hice lo que dijo y tomó la foto que luego me envió por el Facebook y conservo. En esa ocasión fui a Tuxtla (uf, sabés que no viajo con frecuencia y lo hago sólo por un verdadero compromiso) para participar en un acto en homenaje a Rosario Castellanos, efectuado en el auditorio del Centro Cultural Jaime Sabines. Regresé a Comitán con un paquete de libros que me obsequió Marco Antonio Orozco Zuarth y con el paquete que, en forma generosa, me dio Socorrito. Regresé con una sonrisa en mi espíritu. La última vez que saludé a Fer fue en la biblioteca central universitaria, donde acudí para participar en la Feria del Libro de la UNACH.
Llama mi atención que en la fotografía nadie se ve a los ojos directamente, y sin embargo se percibe que están unidas. Lo que las une es esa cuerda de luz que brota de sus sonrisas, hay algo como un halo luminoso que las cubre como manteado en guateque. Estuvieron atentas mientras doña Lolita contaba, pero como acá es el momento del cierre, el momento en que la carcajada aflora, todas ven hacia el cielo o hacia el piso, como si buscaran en esos espacios la colita de ese pájaro prodigioso. ¡Así es la vida! Apenas un instante que se diluye. Por eso, los simples mortales agradecemos mucho la generosidad de vidas como la de doña Lolita que nos hacía botarnos de la risa; o vidas como la de Socorrito quien nos enseña a apreciar los rasgos de la generosidad; o vidas como la de Fer (que en gloria de Dios esté) que nos regaló momentos donde camina la amistad desinteresada, la que acompaña.
Posdata: La fotografía es, asimismo, testigo de tiempos de añoranza. El salón donde ellas están es de tiempos antes de la remodelación de la Casa Museo que cercenó parte de su personalidad; es de tiempos antes de la pandemia, que, de igual manera cercena parte de nuestro espíritu. Agradezco a Socorrito el envío de esta fotografía que me dio la oportunidad de revivir un instante lleno de magia que ocurrió en mi pueblo. Le envío un abrazo, por siempre, para siempre.
viernes, 25 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, CON UN RECORDATORIO
Querida Mariana: vos y yo hemos platicado que existen campañas publicitarias que son muy exitosas. Cuando venimos a darnos cuenta, medio México anda repitiendo el slogan. ¿Recordás que te he contado que hubo una campaña muy exitosa del IFE, lo que actualmente es el INE? Un compa comentaba que tramitaría su credencial de elector y el otro decía: “Pero te peinas”. La campaña fue muy exitosa, porque la frase se popularizó.
Digo esto, porque el otro día, Ramón, al despedirse en un mensaje por WhatsApp, y por lo de la pandemia, se despidió así: “Pero ¡te lavas!”
Se me hizo igual de exitosa esa forma de apropiarse de algo que ya está en el imaginario colectivo de las personas mayores. Lo leí como si lo dijera el compa de la campaña publicitaria del IFE.
Claro, cuando Ramón lo dijo, pensé que lo de lavarse también fue muy famoso en mis tiempos de estudiante de bachillerato, con implicaciones sexuales. A veces, era como despedida: “Te lo lavas”, decía el amigo, como juego sicalíptico.
¿De dónde venía la frase? No sé, pero intuyo que venía del caló de los prostíbulos. El “te lo lavas” aludía a lavarse el órgano sexual. El primo de un amigo me contó que las prostitutas comitecas que tenían sus cuartos en una calle paralela a la parte trasera del templo de San Caralampio tenían una palangana de peltre llena de agua, que usaban para lavarse después de un acto sexual. La recomendación para los muchachos calientes también era lavarse el sexo después del acto y orinar. Quienes no lo hacían terminaban visitando la Farmacia Luz, donde Cirito hacía favor de curarlos de una enfermedad venérea.
Ahora, ¡qué tiempos!, la frase modificó su connotación. No es ¡te lo lavas!, ahora es ¡te lavas!, y se refiere a lavarse las manos como medida sanitaria contra el covid-19.
Y cuando lo dijo mi amigo Ramón, con el tono de la campaña del IFE, pensé que esos muchachos genios de la producción de audiovisuales debían hacer una campaña de sensibilización para el lavado frecuente de manos.
Iván Ibáñez, destacado promotor y conductor de radio, comentó un día que una mañana tuvo en la cabina radiofónica a un amigo que comentó (mucho antes de la pandemia) que el mayor invento del género humano era el jabón, porque evitaba muchas enfermedades. Cuando la pandemia apareció, Iván dijo que su amigo tenía razón. Gracias al jabón el mundo ha evitado que el fenómeno de la pandemia crezca.
Recuerdo que a Albert Einstein le hicieron la misma pregunta y él dijo que el mejor invento del ser humano era el cerillo. Cuando lo dijo medio mundo estuvo de acuerdo, porque apreció cómo un chunche tan sencillo, tan pequeño, era capaz de hacer el prodigio del fuego.
A veces he visto documentales donde se muestra el trabajo que significó que el ser humano se apropiara del fuego. Cuentan que los primeros hombres y mujeres que poblaron el mundo se asombraron una tarde que cayó un rayo sobre un árbol y lo dejó ardiendo. ¿Cómo cuidar ese fuego que había llegado del cielo? Uf, estoy hablando de algo que sucedió hace cientos y cientos de años. Ahora, cualquiera de nosotros abre una cajita, saca un cerillo, lo raspa y, ¡oh, prodigio!, tiene el fuego.
Ahora, muchos votarían a favor de lo que dijo el amigo de Iván, el jabón es uno de los grandes inventos de la humanidad. Y ahora el mundo agradece esa creación.
Hace años, en Comitán hubo una floreciente industria de jabón, de jabón de bola. No me preguntés cómo lo hacían, lo que sé es que usaban ceniza que iban a rescatar de El Cenicero. Mi amigo Marco lo sigue usando, dice que es buenísimo para su cabello. Le llaman jabón de bola, porque tiene esa forma geométrica.
Yo me sorprendí el día que me enteré que muchos jabones están hechos con grasa de cuch. ¡Dios mío! Me imaginé en el baño echándome grasita de cerdo sobre el cuerpo.
Ahora procuro adquirir jabones naturales que no tengan sustancias raras. Hay jabones que, dice la publicidad, son neutros. Pucha, qué palabra. Parece que esos jabones no tienen químicos ni colorantes ni tufos extraños.
Posdata: ¡Pero te lavas! Sí, es lo recomendable. Lavarse las manos con frecuencia, sin abuso, porque también el exceso provoca daño a las manos.
Con eso de frases también me quedo con una que mi mamá dijo el otro día. Ella, quien tiene noventa años de edad, está en casa, cuidándose. Yo pido que Dios la bendiga, que la proteja. Como le hace falta salir, porque acostumbraba ir al mercado, a misa, a visitar a sus amigas, me dijo el otro día que su cara parece “tapa superior de pan compuesto”, por lo blanco. Le hacen falta sus chapitas, a pesar de que todas las mañanas sale a tomar un poco de sol al patiecito que tenemos en la parte delantera de la casa. Pero, cuando llueve, ¡qué sol ni qué ocho lunas!
Ya me despido, te mando mi cariño inmodificable y lo hago con la recomendación de mi amigo Ramón: Pero, ¡te lavas!
jueves, 24 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, CON UNA IMAGEN
Querida Mariana: todo mundo dice que una imagen dice más que mil palabras. Yo llevo escritas algunas palabras y no he dicho nada todavía acerca de esta imagen y tal vez tus ojos ya la repasaron y tuviste una sensación al verla. Sí, soy yo, en algún instante de mi vida, antes de la pandemia. Estoy en El Dorado, el espacio maravilloso que Xavier y Lourdes han acondicionado en Tzimol. ¿Qué decir? Poco, casi nada. Todo está dicho a través la imagen. En el número 8 de ARENILLA-Revista, correspondiente al bimestre diciembre 2018-enero 2019, escribimos lo siguiente: “Cuentan los cronistas que los conquistadores españoles buscaron con denuedo EL DORADO, un mítico lugar con minas de oro. Hoy sabemos que Gonzalo Pizarro montaba un caballo con herraduras de oro, ¡de oro! Por eso, medio mundo creyó que existían esas fabulosas minas. Ese mito está muy lejano en el tiempo, pero muy cercano en el deseo infinito. En pleno siglo XXI, en ese lugar maravilloso que se llama Tzimol, Lourdes De La Vega y Xavier González han hecho realidad EL DORADO, un espacio prodigioso que, si bien no tiene minas de oro, tiene minas del don más preciado de la humanidad: el sosiego del espíritu y la contemplación. En EL DORADO, de Lourdes y Xavier, los visitantes y usuarios de los servicios que ahí se ofrecen, disfrutan del murmullo suave del agua, del aleteo portentoso de los colibríes y del hechizo del aire vivificante.”
Uf, en diciembre de 2018, dijimos: “…el don más preciado de la humanidad es el sosiego del espíritu y la contemplación…”
Sí, querida mía, cuando estuve en EL DORADO, en 2018, tuve ese don en mis manos y acá mirás cómo estoy botado en una hamaca, con los ojos entrecerrados, escuchando el fluir del agua del río que está a un lado. Ahí, donde se ven unas gradas, uno o dos metros adelante corre el agua y el rumor de sus pasos es prodigioso, un bálsamo para el alma.
Sé que Xavier y Lourdes, con todos los protocolos sanitarios, han reabierto este espacio que, a pesar de la incertidumbre de la pandemia, sigue conservando lo esencial de la naturaleza: la mano que da sosiego al espíritu.
¡Ah!, vi la foto y recuperé ese instante. Sentí el aleteo del aire. Como si fuese el universo, mi corazón se expandió y formó una burbuja inmensa, afectuosa.
Ese día hubiese sido prodigioso que me acompañaras. ¿Mirás la hamaca naranja, que es como una sonrisa? Estaba destinada para vos, con sana distancia (no por la pandemia que nunca imaginamos en ese momento sino para que tu novio no se molestara). Habría llevado la novela que leía en esos días (no recuerdo cuál era) y habría leído una página mientras vos escuchabas y luego vos leerías y yo, con los ojos cerrados, en la posición que estoy, habría escuchado tu voz de cenzontle. Pero ese día no fuiste conmigo, porque estabas en Guadalajara, cursando el diplomado de apreciación cinematográfica.
Ese día, perdón por decirlo, te perdiste ese instante mágico. Tal vez vos viajabas en un autobús urbano, en medio de los ruidos de la gran ciudad tapatía: claxonazos, gritos, carreras, chirrido de llantas sobre el cemento, mientras yo (gracias, Dios), al abrir los ojos, miraba el manto verde del follaje de los altísimos árboles, guardianes permanentes del río.
¿Qué decir ante esta imagen? Nada. Nada puede decirse ante lo divino. Quienes han presenciado un milagro se quedan mudos. Es una reacción natural. Lo soberbio exige el mutismo. ¿Qué decir ante el milagro de la vida? ¡Nada! El prodigio no requiere palabras. Todo es un acto de contemplación, un modo de recibir el bálsamo del sosiego.
Posdata: Sí, yo, igual que todo el mundo, también gocé de instantes de calma, de momentos donde la mariposa infinita aleteaba sobre mi cara.
Sí, tengo añoranza por ese momento, pero sé, estoy seguro, que, con cuidados extremos, es posible hacerse una burbuja que dé la certeza de que seguimos vivos, vivos en medio de la crisis sanitaria, vivos inmersos en la incertidumbre.
Vivamos. Vivamos del recuerdo y de la vida presente. Ahora vivimos una época que jamás vislumbramos, pero que, después de todo, es, también, una prueba sublime de la vida, que, lo sabe medio mundo, nunca ha sido un viaje sencillo. Por eso, cuando hay la posibilidad de tumbarse en una hamaca, debajo de una sombra, se impone cruzar los brazos y dejar que la lluvia de bendiciones nos moje, nos inunde.
miércoles, 23 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, CON UNA BITÁCORA
Querida Mariana: me conocés, soy gato casero; por lo mismo, admiro mucho a Aleks, quien es un pata de chucho, profesional, emocional, vivencial.
Admiro a los grandes viajeros del mundo, Aleks lo es. Desde niño me fascinó leer las historias de las personas que tomaban la maleta y dejaban sus casas para viajar. ¡Ah, qué fascinantes historias las de quienes subían a montañas, navegaban ríos, volaban en globos y se trepaban en camellos y descubrían tesoros escondidos en desiertos! ¡Qué fascinantes historias las de hombres y mujeres que salen de sus casas y viajan por las calles de los pueblos, como si su destino y vocación fuera eso y ninguna otra sustancia! Viven para el viaje y el viaje les da la vida necesaria.
Aleks G. Camacho es un escritor, fotógrafo y gran viajero. Vos y yo sabemos que la gran obra literaria, en general la gran obra creativa, es la que se sustenta en el viaje. Las grandes obras literarias hablan del viaje. El viaje es la columna vertebral del acto creativo.
Soy gato casero, pero desde casa ¡viajo mucho! Porque los objetos culturales nos permiten hacer el viaje fascinante. Viajo todos los días a todas horas (también cuando duermo viajo). Viajo cuando veo televisión (me encanta ver programas de otras culturas), viajo cuando leo (¡ah!, cómo viajo, viajo a otras ciudades, a otras regiones, me sumerjo en el fondo del mar y nado, nado mucho, en la atmósfera de todos los sistemas solares del universo).
Aleks también es un gran lector, pero no le basta la historia en la página, él, como Santo Tomás, tiene que tocar el hueco vivo de la vida. Por eso, cada que puede agarra su maleta y deja su lugar de origen y viaja, viaja mucho, y registra todo, lo registra en su espíritu, en cada una de sus venas, que son como las supercarreteras del deseo.
¿Mirás el bagaje que Aleks ha pepenado en su vida? Digo que es escritor, fotógrafo y gran viajero; es decir, tiene en la mano los elementos esenciales para hacer la gran obra.
ARENILLA-Video lo invitó a jugar el juego de la imaginación y de la palabra. A Aleks le dijimos: Imaginá que te llamás cámara fotográfica, y le preguntamos: ¿qué persona te gustaría que colocara su ojo en tu ventanita? Aleks respondió lo siguiente:
“Creo que, definitivamente, me gustaría ser cámara de mis papás; de mi mamá, de mi papá y de mi sobrino. ¿Qué colocaría para ver en la cámara? Aplicaría la bondad de mi mamá, la sabiduría de mi papá y la inocencia de mi sobrino.”
Siguiendo el juego, le volvimos a decir que imaginara que se llamaba cámara fotográfica, y cuando ya estuviera convertido en ese chunche maravilloso pensara qué lugar de Chiapas le gustaría captar. Aleks dijo:
“Chiapas es increíblemente hermoso, por donde uno lo vea, la costa, la sierra, la zona norte, el Soconusco, la zona Zoque. Hay muchos rincones increíbles. He tenido la oportunidad de visitarlos, de conocerlos, de fotografiarlos, pero si me dan a elegir un lugar elegiría siempre Coita, Ocozocoautla, el lugar donde nací, donde crecí. Creo que uno siempre debería volver al origen. Al menos en mi caso lo que trato es de retratar ese origen, el lugar donde nací, donde crecí, el lugar donde están nutridas muchas de mis historias, donde está mi familia. Creo que mil veces retrataría al pueblo, las calles, los paisajes que todavía existen, las montañas, las zonas cafetaleras, el agua, el lago que tenemos. ¡Eso, volver siempre al origen! Alguien dijo una vez que quien no ama a su tierra es incapaz de amar cualquier otra tierra. Creo que de eso se trata la vida, de amar siempre nuestros orígenes. Si me dijeran qué lugar retrataría muchas veces sería Coita, el lugar donde nací, donde crecí. ¡Toda la vida!”
Posdata: ¿Mirás? Aleks, el gran viajero, el gran escritor, el gran fotógrafo, sabe que la esencia está en el lugar de origen. Por supuesto que sí, pero para sembrar la semilla de luz donde está el tronco familiar es necesario remover todos los huecos del mundo, todas las playas, todas las montañas; es preciso recorrer mil calles, mil bares, mil hoteles, mil restaurantes, mil discotecas, mil plazas, mil templos; es vital reconocer miles de rostros, de manos, de labios, de cuerpos, de almas. Para saber qué somos, por qué somos y por qué vivimos, es condición indispensable preparar la maleta, dejar la casa y salir a recibir la lluvia del sol, del aire y de las nubes; es esencial recibir la lluvia lluvia, empaparse todo, mojarse con el agua de la vida, la viajera vida.
Admiro a Aleks; admiro a todos los que son gatos callejeros, a los que trepan a los tejados para tocar la luna, para besar las nubes.
martes, 22 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, CON UN POQUITO DE VALERIANA
Querida Mariana: Dicen que la valeriana sirve para combatir el insomnio. Yo, gracias a Dios, como me acuesto temprano no sufro de ese mal. Abro el libro (ahora estoy releyendo un librincillo de Xaviercito Velasco, “Puedo explicarlo todo”; bueno, ni tan librincillo, es bien gordo, tiene más de setecientas páginas y está simpático, no tan bueno como el de “La edad de la punzada”), leo dos o tres páginas y el libro se me cae de las manos, apago la luz del buró y hasta el otro día, a las cuatro de la madrugada. Dormir bien es una bendición divina.
Pero ahora mando un poquito de valeriana, porque, a veces, el pensamiento nos quita el sueño. En tiempo de pandemia el insomnio se ha vuelto una enfermedad recurrente, porque le damos muchas vueltas a esta incertidumbre. Un tecito con valeriana puede ayudar; pero, dicen los expertos, lo que más ayuda es no darle vueltas al trapiche de la mente.
Bueno, estas líneas previas sirven para decir que uno debe tener cuidado con lo que piensa. Muchas personas en el pueblo dicen: “Tené cuidado con lo que deseás, porque se puede cumplir”. La mente (así lo decía Kalimán) es poderosísima. El deseo es hijo del pensamiento. El deseo proviene del pensamiento.
Digo esto, porque ayer mi mamá me contó algo que ahora comparto con vos. Le daba a mi mamá un masaje con aceite de oliva en sus piernas, cuando, en la televisión dijeron algo de Cantinflas y mencionaron que está enterrado en el Panteón Español, de la Ciudad de México. Eso detonó el recuerdo de mi mamá y me contó que mi bisabuela Casimira murió en la Ciudad de México. Ella había llegado de visita, porque su casa estaba en Huixtla, pero llegó en tren a ver a su hija Esperanza (mi abuela) y a su nieta Hilda (mi mamá).
La recibieron con mucho cariño y, los primeros días, la llevaron a los dos lugares que son visita obligada: La Basílica de Guadalupe y Xochimilco. Los dos lugares deslumbraron a mi bisabuela, pero el comentario mayor lo hizo una mañana que fueron al Panteón Español, para llevar flores a un sobrino que había fallecido y que era hijo de una tía chiapaneca casada con un empresario español. Mi bisabuela Casimira entró al panteón del brazo de mi abuela Esperanza, mi mamá caminaba a su lado. Mi mamá dice que la bisabuela se detuvo frente a una estatua de mármol que estaba en el centro de la calzada principal y vio hacia todos lados, hacia los andadores llenos de árboles y de tumbas monumentales y dijo: “¡Ah, qué bonito panteón! Me gustaría morirme acá para que me enterraran en este panteón. ¡Qué bonito!” Tomó aire y dejó que la condujeran a la tumba del sobrino, donde depositaron flores. Luego se sentaron un rato en una tumba chaparrita y comieron naranjas.
Días después, la bisabuela se sintió mal, la llevaron al médico, éste la auscultó y le dio medicina. Que tome unos tecitos de valeriana, recomendó. ¡Nada! La bisabuela siguió mala, la llevaron con otro médico. ¡Nada! Empeoró, empeoró tanto que un día falleció. Ella, en apariencia estaba bien, había llegado a la Ciudad de México, supuestamente, en plenitud de facultades físicas. Con achaques propios de las personas mayores, pero no acusaba mayor problema, y, sin embargo, enfermó y murió. Los familiares preguntaron si debían llevar el cuerpo a su Huixtla querido o si la enterraban en la Ciudad de México. Mi abuela Esperanza contó lo que la bisabuela había dicho en el andador principal del panteón. Los parientes hicieron los trámites necesarios y la enterraron ahí, en el Panteón Español.
Muchas personas también dicen que “Uno sabe dónde nació, pero no sabe dónde va a morir”. Mi bisabuela Casimira nunca imaginó que moriría en la gran ciudad, pero lo que sí le concedió el destino fue elegir el lugar para ser enterrada, el famosísimo panteón donde también Cantinflas está enterrado.
Posdata: Por supuesto que mi bisabuela Casimira dijo lo que dijo como un comentario sin mayor trascendencia, sólo para reafirmar la belleza de ese recinto, pero el mensaje enviado al universo llegó con todas las letras: “¡Ah, qué bonito panteón! Me gustaría morirme acá para que me enterraran en este panteón. ¡Qué bonito!”
Hay que tener cuidado con las palabras, hay que tener cuidado con lo que uno expresa, con lo que uno piensa, con lo que uno desea. ¡Se puede cumplir!
¿Para el insomnio? Un tecito de valeriana, dicen, dicen.
lunes, 21 de septiembre de 2020
ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXXIII)
El vestíbulo de la Biblioteca Central Universitaria de la UNAM era amplísimo, con gran iluminación. Los enormísimos ventanales tenían, en la parte superior, una serie de cristales que daban una transparencia de ámbar, de ámbar chiapaneco, de Simojovel. La luz de la biblioteca era una luz cálida, amigable. Había muchas mesas, sillas, estudiantes. ¿En dónde estaban los libros? Como en la biblioteca comiteca, acá también había un mostrador y detrás de él varios muchachos que atendían a estudiantes que se acercaban. Me acerqué para ver qué sucedía. Nada especial. Los muchachos presentaban una boleta, esperaban y luego recibían el libro solicitado. Como Sherlock Holmes saqué mi lupa imaginaria y seguí las huellas de los estudiantes. ¡Sí! Todos buscaban en unos tarjeteros los libros que deseaban y llenaban un papelito con los datos de catalogación. Los papelitos estaban dispuestos en varias mesas y los muchachos los tomaban con total libertad. ¡Ya! Así que para solicitar un libro era necesario seguir ese protocolo: Buscar en los catálogos, anotar los datos de clasificación, acudir al mostrador, entregar la boleta y esperar a que entregaran el libro. Regresé al mostrador y comprendí mejor. Los libros “bajaban” a través de unas bandejas. Imaginé entonces el movimiento de los pisos superiores. Los empleados recibían las boletas con los pedidos, iban al estante donde estaba el libro solicitado, colocaban la boleta en medio de las hojas y se lo pasaban a una compañera que lo colocaba en la bandeja que, a través de un sistema de poleas, imaginé, subía y bajaba solicitudes y entregas. El bonche de libros, entonces, estaba en el interior de esa enormísima caja que, luego me enteré, había sido decorada con grandes murales por el gran Juan O Gorman con miles y miles de cuadritos hechos con piedras de colores, que llegaron de diversas partes de la República Mexicana. ¿Cuántos libros había en esa biblioteca? Dicen que según el sapo intelectual es la pedrada filosófica. Imaginé que debían ser miles y miles. Sí. Esa cajota estaba llena de libros, libros que estaban dispuestos para todos los universitarios. ¡Había llegado a un lugar maravilloso! El que siempre imaginé. El buen Borges, en algún momento de su vida dijo: “Siempre imaginé que El Paraíso sería algún tipo de biblioteca.” ¡Dios mío, entonces estaba muy cerca del Paraíso!
Seguí observando con mi lupa imaginaria. Seguí las huellas de los muchachos (y muchachas, ¡qué alegría!) que recibían libros en el mostrador. Muchos caminaban y se sentaban en alguna silla vacía ante las mesas y se ponían a estudiar. En el lugar había un silencio apenas suspendido por pasos y voces en susurro. Todo mundo estaba inmerso en sus mundos interiores. Los comentarios eran de grupos que, imaginé, hacían trabajos de investigación en equipo. Pero algunos estudiantes tomaban el libro y salían de la biblioteca. ¡Ya, ya! La Biblioteca Central Universitaria también tenía préstamos a domicilio. ¡Genial! ¿Todo mundo podía obtener libros a préstamo? Regresé con mi lupa al mostrador y vi que además de la boleta era requisito indispensable presentar la credencial, ésta quedaba en prenda. ¡Ya, ya!
Me acerqué a un señor que tenía una escoba entre las manos y vestía un uniforme azul con el logotipo de la UNAM. ¿Oiga, cuántos libros tiene la biblioteca? ¡Uy, joven, son muchos, un chingo! Son doce pisos, haz tus cuentas. Y se fue. Doce pisos llenos de libros. Uf. ¿Cómo hacer cuentas? El conteo se lo dejé para los estudiosos de estadística, me quedé con la respuesta del señor: eran un chingo. Un chingo de libros para mí.
Lo que podía hacer era echar un vistazo al catálogo, ahí me daría cuenta de cuánto más o menos era el chingo. Revisé los gabinetes, eran muchas cajitas con cientos de libros cada uno, con miles, miles. Respiré satisfecho. Estaba en El Paraíso. Sí, pensé, fui enviado para vivir en este lugar.
Lo primero que haría al día siguiente sería tramitar mi credencial. En un muro de piedra volcánica había un cartel con los requisitos. Necesitaba dar mi número de cuenta, hacer un pago y entregar dos fotos tamaño infantil. ¡Sí! Al día siguiente eso haría. Tomarme fotos y solicitar mi credencial, que era el pase para tener acceso a todos los frutos de El Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal.
sábado, 19 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, CON UN LIBRO INÉDITO
Querida Mariana: Pau vio la foto que te anexo y preguntó si era antes de la pandemia o en la pandemia. Le dije que fue mucho antes de la pandemia. Estoy sentado en una banca del parque central de Comitán (con tacuche y toda la cosa). La tarde (como todas las tardes en el pueblo) era tranquila. El sol ya estaba buscando la cama para el descanso (¡mentira!, seguía alumbrando otros territorios del mundo. El sol nunca descansa.)
El sol no descansa, pero yo sí descansaba. ¡Ah!, uno de mis mayores placeres es sentarme en ese parque que fue como el patio de juegos de mi infancia, una extensión de mi casa, que estaba a media cuadra de ese parque. Mis papás nunca dejaron que yo fuera solo, pero ellos me acompañaban cuando tenían tiempo o mandaban a Víctor, el hijo de Sara, la sirvienta, para que me acompañara, para que me cuidara.
Siempre que viví lejos de Comitán; cuando estudiante en la Ciudad de México, o cuando viví en Puebla, añoraba las tardes en mi parque central de Comitán. Sé que en cualquier parque del mundo podía hacer lo mismo: sentarme y ver a las personas caminando, platicando, abrazándose, jugando; pero algo tiene el cielo de este pueblo que no lo tiene ningún otro pueblo del mundo. Sé que para el parisino, las tardes de París son lo máximo y para el habitante de la Ciudad de México una tarde sentado en la Alameda no tiene comparación. Cada persona habla de la feria según la rueda de la fortuna de sus sueños.
Y mis sueños siempre estuvieron sembrados en el suelo de Comitán y siempre volaron, como papalotes, por sus cielos benditos con aroma de juncia y de tenocté.
Cuando le dije a Pau que era una foto de antes de la pandemia dijo que, cuando sea grande, hará un libro con fotografías de estos tiempos. ¿Cuáles? ¿Qué tiempos?, le pregunté. De los tiempos de libertad, de los tiempos de antes de la pandemia, dijo.
Me contó que pedirá a su mamá, primos, tíos, amiguitas y demás conocidos que le regalen una foto de los tiempos de antes de la pandemia y con ello hará el libro. Cada uno le regalará, asimismo, una frase que sintetice la imagen. Dijo que le daba mucha pena este tiempo, donde todas sus amiguitas, cuando salen a la calle, lo hacen con un cubrebocas. Cuando lo dijo puso carita de canario triste.
¿Cómo eran las sonrisas de estos tiempos de pandemia? Nadie lo sabrá, dijo. ¡Pucha!, pensé, cuánta razón tiene la Pau.
Las fotografías, han dicho los expertos, hacen eterno un instante mínimo. Si no fuese por esos testimonios gráficos mucho de nuestra vida se perdería. Antes del descubrimiento de la fotografía, muchas personas contrataban a pintores para que les hicieran retratos. Esos pintores fueron los cronistas, no sólo de la biografía de los personajes sino también de los entornos. Bueno, basta decir que las pinturas de las cuevas en tiempos antiquísimos dan constancia de la vida que llevaban esas personas. Cuando la fotografía apareció, el mundo tuvo oportunidad de registrar con mayor precisión la vida.
Acá en Comitán tenemos los testimonios gráficos de Armando Alfonzo, a través de su educado lápiz. ¿Querés saber cómo era el Comitán de 1940? Buscá el libro “Comitán 1940”, de Armando Alfonzo Alfonzo y tendrás un registro muy cercano. En el libro “Semblanzas”, de Óscar Bonifaz, hallás al Comitán de los años setenta y de épocas anteriores. ¿Querés saber cómo era el Comitán de la primera década de este siglo XXI? Echale una miradita al espléndido libro “Comitán de mis amores. Colores y miradas de nuestra tierra”, que se publicó en el periodo presidencial de José Antonio Aguilar Meza. En este libro hay un compendio de fotografías de algunos de los más brillantes fotógrafos de Comitán. Ahí está un escaneo profundo de la vida de esos años.
Ahora, ¡qué suerte!, todo mundo toma fotografías, con celulares. No todas son fotografías de calidad, muchas son como de ojo pochoroco, pero, nuestros tiempos actuales cuentan con un álbum infinito. Los investigadores del futuro tendrán mucho material para analizar y describir estos tiempos.
El libro que Pau quiere hacer (ojalá concrete su sueño) será un testimonio importante de la vida de antes de la pandemia.
Y, sin duda, otras personas harán los libros que darán constancia de estos tiempos pandémicos. Los del siglo XXII verán las fotografías con los rostros cubiertos con cubrebocas y sabrán que algo desagradable sucedió y revisarán los rasgos y leerán las miradas y descubrirán los gajos de esperanza y las grietas de terror.
Si mirás la foto que te envío verás que es en época otoñal. El árbol que está detrás de mí ya perdió sus hojas. La tarde es plácida, miro hacia la izquierda, algo llamó mi atención, tengo mi cara de piedra de siempre, pero el conjunto ofrece una lectura armoniosa. La pareja del fondo, la que camina hacia donde estoy, platica, van abrazados, casi puedo escuchar sus risas. En 2019, las parejas caminaban abrazadas sin ningún temor. En 2020, cuando apareció la pandemia, el riesgo del contagio obligó a las parejas a limitar sus abrazos, rieron detrás de los bozales abusivos. Era necesario, es necesario. Estos tiempos exigen cuidados extremos para la salud. Si yo saliera al parque central en estos tiempos (no lo hago y lo lamento mucho) esta fotografía variaría un poco, un mucho. Mi rostro tendría un cubrebocas y, tal vez, una careta de plástico. Mi cara de piedra sería la misma, pero mis ojos gritarían el desasosiego de estos tiempos, gritarían: “¡Mierda!, a qué hora se nos jodió la vida.”
En 2019 todo mundo caminaba con libertad, se saludaba de mano o con abrazos. No somos tan liberales como en Rusia o en Francia, pero las chicas sí se saludaban de beso, como de beso se saludan los hombres y mujeres en otros países. Acá no, acá hay un concepto machista que impide manifestaciones de cariño entre hombres. Nada decimos si una pareja de chicas va de la mano, pero, ¡por amor de Dios!, no vaya a pasar frente a nosotros una pareja de muchachos tomados de la mano, porque de inmediato buscamos el agua bendita y queremos exorcizarlos. Esa agua bendita debería servirnos para limpiar nuestros ojos y quitarles los cheles de la inquisición absurda.
Ahora mismo, mientras te escribo esta carta, muchos fotógrafos comitecos toman las fotografías que serán testimonio de estos tiempos. Ya hay fotografías de plazas vacías, de plazas cercadas con bandas que prohíben el paso; ya hay fotografías de patios escolares vacíos, completamente vacíos, sin la riqueza visual y auditiva de los estudiantes. A los lectores del futuro, esas fotografías les dirán de la incertidumbre actual y de cómo la esperanza de un retorno a la vida anterior era apenas una llamita pequeña, titubeante. Esos testimonios dirán cómo, los sobrevivientes de estos tiempos, le hicimos casita a esa vela con nuestras manos, para que la flama no se apagara, para que siguiera siendo una línea de luz en medio de la penumbra.
La tarde de esta fotografía que te envío jamás pensé lo que ocurriría. Mis lecturas de predicción del futuro caminaban por otras bardas, menos apocalípticas. Esos tiempos tampoco eran sencillos, la violencia estaba en aumento, la inseguridad era visible. No salíamos a la calle con tranquilidad, caminábamos por lugares más o menos protegidos. Por esto, a mí me gustaba ir al parque central de mi pueblo, el corazón de Comitán era un espacio más o menos seguro. No le hacía mucho caso a las muchachas que ofrecían su cuerpo con descaro. Yo había llegado a ver, no a comprar.
Salía de casa y caminaba con precaución, a horas donde la actividad era intensa, donde los delincuentes están por otros rumbos.
Pero, ahora, en tiempos de pandemia, la inseguridad de la salud se voló la barda. Todos los espacios pueden ser espacios de contagio. Nadie puede asegurar que no esté contagiada con el virus la persona que (desobligada) camina frente a vos sin cubrebocas y estornuda o escupe. Todo se volvió un territorio peligroso. Por eso, la recomendación gubernamental fue: Si podés, no salgás de casa, quedate en casa, eso hará que la probabilidad de contagio disminuya. Nada está garantizado al ciento por ciento. Ahí tenés al cantante Yoshio que juraba había permanecido en casa y se contagió y, desgraciadamente, murió.
Posdata: Me gustó la idea de Pau. Me dio gusto saber que ella también sueña con libros. No sé si cuando lo haga sea un libro impreso o sea un libro digital. Los libros digitales se han convertido en grandes auxiliares de la mente humana en estos tiempos de pandemia. Alguna fotografía que incluya en su libro será la de una amiguita con cubrebocas que lee un libro en un dispositivo electrónico.
viernes, 18 de septiembre de 2020
ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXXII)
¿Qué hacer? Fui a Rectoría, era la torre que me había saludado al inicio. Salí de Ingeniería y caminé por una plaza tapizada con cuadros de césped y andadores de cemento. El sol de la una de la tarde se desplegaba con afecto. Todo era una bienvenida afectuosa. Caminaba (no lo sabía en ese momento) en un espacio que tenía veinte años de haber sido creado y que, en el siglo XX, sería nombrado como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Caminaba por terrenos de la universidad más grande de Latinoamérica. Sí, como bien dijo la carta de aceptación, era un privilegio ser parte de esa comunidad. Me sentí puma desde el primer día. Intuí que sería mi casa durante varios años. Todas las mañanas me levantaría temprano, me bañaría, me vestiría, tomaría un licuado con leche y fresas y caminaría con prisa para colgarme en un urbano que iría atascado de muchachos y que recorrería la Avenida Insurgentes hasta llegar a CU. Sí, los urbanos tenían sobre el cristal del frente esas dos letras simbólicas CU: Campus Único; Corazón Unicornio.
Y, como si estuviese ante un Dios mayor, me paré frente a la entrada de rectoría y alcé la vista y vi el inmenso escudo en lo alto de un pendón majestuoso de cemento pintado. En Comitán alguien había lamentado el fallecimiento de Rosario Castellanos, ya alguien había dicho que la paisana había trabajado en la UNAM y su oficina había estado en uno de esos pisos llenos de ventanas. ¿En qué piso? No sabía. La pregunta que brincó fue: ¿podía entrar a rectoría? Vi que muchas personas entraban y salían como Pedro por su casa y pensé que sí, que podía entrar, era el corazón de mi casa, era mi casa. Entré, sí, con mi proverbial timidez, con el cuaderno debajo de mi axila, al vestíbulo. La mayoría de personas sabían lo que deseaban, el vestíbulo era espacio de tránsito para ir a pisos superiores, entraban y salían de los elevadores. Me acerqué a un mostrador donde había un paquete expuesto. Esa primera tarde tuve entre mis manos lo que sería una fiel acompañante: La Gaceta UNAM, un impreso que daba cuenta de todo lo relevante que sucedía en la universidad.
Pensé que en las escuelas donde había cursado los grados anteriores no tenían gacetas impresas. Lo más que teníamos era un Periódico Mural. Tener en mis manos el impreso me causó un gran regocijo. Desde siempre había sido un niño y un joven acostumbrado a tener impresos en mis manos. Siempre había sido un gran lector. Esa gaceta fue una aliada de mi gusto por la lectura. A partir de ese primer día, todos los lunes, miércoles y viernes, al salir de clase, iba a Rectoría y conseguía mi ejemplar gratuito de La Gaceta UNAM. Sí, lunes, miércoles y viernes. ¡Pucha, qué trabajo tan arduo, tan generoso! La gaceta era impresa en un papel delgado, no ostentoso. En ese tiempo estaba impreso a dos tintas y tenía ocho o doce páginas, con un tiraje de miles de ejemplares. La universidad era tan grande que los integrantes de casa no podían comunicarse a silbidos, como lo hacía mi papá en casa, ¡no!, era necesario este impreso para saber qué pasaba en los otros cuartos, en la cocina, en la sala, incluso, en el baño.
Esa primera mañana me di por satisfecho. Rectoría no fue más que mi Proveedora Cultural, la que me proveía de una gaceta bien redactada, que me decía cómo iba moviéndose el aparato gigantesco que ahora era mi casa, que fue mi casa de 1975 a 1978. Si algún día me hubiese topado con el Rector Soberón lo hubiera visto como don Rami Ruiz. Sí, comencé a realizar un ejercicio de comparación. Cuando viajábamos a otras ciudades, mi papá acostumbraba jugar a comparar a las personas que caminaban frente a nosotros, les buscaba parecidos con personas de Comitán. ¡Ah! Cómo nos divertíamos. Desde ese primer día en la UNAM comencé a hacer este ejercicio, no sólo buscando parecidos con las personas sino también con espacios. Rectoría fue apenas un puesto de periódicos y revistas. ¡Pucha! ¡Qué sacrilegio! Por eso, pensé, Rosario Castellanos había laborado ahí. ¡Claro! Estaba enredada en bonches de papeles y revistas y libros.
Salí de Rectoría y vi otro edificio monumental, majestuoso. En ese momento no sabía que ese otro edificio sería el espacio donde permanecería la mayor cantidad de horas de todos los días que permanecí en la UNAM; no sabía que ese recinto luminoso sería la fuente donde bebí el agua de lo que ahora soy. ¿Qué era ese edificio tan bonito, donde, como en todos los edificios de Ciudad Universitaria, entraban y salían muchas personas, muchos jóvenes, muchas chicas? En cuanto me acerqué lo supe, era ¡la Biblioteca Central Universitaria! De inmediato hice el ejercicio de comparación. En mi pueblo sí había bibliotecas, pero parecía que nada tenían que ver con ese espacio al que estaba a punto de entrar. En el corredor de la presidencia municipal de Comitán había un cuarto con un mostrador de pared a pared y una serie de estantes con libros. ¡Un cuarto! Este edificio era mil veces más grande que todo el edificio de la presidencia municipal. Exagero, por supuesto, no era mil veces más grande, pero sí contenía mil cuartos, mil bibliotecas, mil sueños.
jueves, 17 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, CON UNA TRADICIÓN ÚNICA
Querida Mariana: Con qué alegría celebramos los cumpleaños de los afectos. Sí, nos causa regocijo celebrar el nacimiento de los cercanos. Es una manera de agradecer su presencia en el mundo. Sabemos que la vida está instalada en dos extremos: el nacimiento y la muerte. Sabemos que toda vida va para la muerte, pero evitamos hablar de esta última. Sólo los espíritus grandes aceptan el fallecimiento de un ser querido, sólo quien tiene el alma grande sabe que eso es el tránsito hacia otra burbuja afectuosa.
La mayoría de personas celebra la vida y ésta busca pretextos para el festejo. Y el mejor pretexto es el cumpleaños.
En Comitán, como en cualquier lugar del mundo, tenemos algunas costumbres propias. Continuar con la tradición de los abuelos es apersogarnos de nuestra identidad, seguir conservando la tradición.
Estephanie Frías Córdova es una exitosa empresaria comiteca que preserva la tradición de la reja de papel de china. Creó una empresa, “La Cositía”, donde fabrican esos hermosos tapetes de papel que son tan frágiles como la vida misma.
Los comitecos, para celebrar un cumpleaños, colocan una reja de papel de china en la puerta de la recámara del festejado y le cantan las mañanitas y el cumpleañero sale y se topa con esa liviana capa de papel y la rompe. En ese instante, los familiares y amigos le avientan confeti (que salió del mismo corte del papel) y aplauden y echan porras y abrazan al festejado. Y la vida, en ese instante, hace una pausa en el camino infinito hacia el final, y todo mundo celebra la vida del amigo, del compadre, del hijo, del padre, de la madre, de la nieta, de la sobrina, de la esposa, de la amante (¡adió!, ¿por qué jodido no?)
Qué bonita tradición. Ahora, la empresa “La Cositía”, la preserva, la fomenta, la coloca en el plano universal. Manda un mensaje para continuar con la herencia cultural y otro mensaje que invita a diferentes pueblos a retomar este símbolo comiteco, que es símbolo de alegría, de contentura, arrechura y demás turas de celebración.
Estephanie, siempre generosa, accedió a jugar en el juego de la palabra de ARENILLA-Video. Le entró con su característica simpatía.
A Estephanie, obvio, le dijimos que imaginara que se llamaba Reja de Papel de China, ¿quién le gustaría que la rompiera?
Ella respondió: “Hola amigos y amigas de la Arenilla. Si yo fuera una reja de papel de china, de “La Cositía”, me gustaría que me rompiera mi familia, mis amigos, la gente que es buena, de buen corazón, la gente que ayuda a rescatar y salvar animalitos en situación de calle. ¿Por qué me gustaría que ellos me rompieran? Porque es un buen augurio, que llegaron a otro año más de vida, que están felices, que tienen bendición, que tienen salud, que tienen bienestar; y para ver los abrazos de la familia y amigos; para ver los besos sinceros que les dan a ellos, para ver la lluvia de confeti, o también, se podría decir: porque me gusta el argüende.”
¡Ah! Sí, el argüende, esa línea que no es más que la válvula de escape para celebrar. Comitán es un pueblo argüendero, es un pueblo que ama la vida.
La segunda pregunta para Estephanie fue, de igual manera, que imaginara que se llamaba reja de papel de china. ¿Qué sueños vuelan a través de vos?
Estephanie respondió:
“¿Qué sueños vuelan a través de la reja de papel de china, La Cositía? Que por fin se encuentre un tratamiento adecuado para la pandemia por la cual estamos atravesando; también salud, bienestar para mis familiares y mis amigos, en general, a las personas de buen corazón, y seguir preservando nuestras bellas tradiciones de Chiapas y, sobre todo, de Comitán.”
Posdata: Estephanie nada desperdició. Aprovechó hacer promoción de su empresa. Hace bien. Todas las empresas que apuestan por lo local, por lo regional, merecen ser conocidas y reconocidas en todo el mundo. La empresa “La Cositía” es una empresa que apuesta por la cultura de este pueblo. Como Estephanie dice: debemos seguir preservando las bellas tradiciones de Chiapas y, sobre todo, de Comitán.
¡Que vivan las cositías bonitas! ¡Que vivan las empresarias exitosas! ¡Que viva Comitán! ¡Que viva Chiapas! ¡Que viva México! ¡Que siempre viva México y más en este mes de la patria!
miércoles, 16 de septiembre de 2020
ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXX)
Y ya en Comitán, en mi casa, comiendo los guisos ricos de mi mamá y los antojitos del mercado Primero de mayo, me puse a estudiar con ahínco los temas del examen de la UNAM. Mientras Jorge, Quique y Miguel cursaban ya el segundo cuatrimestre de su carrera; y Javier y Pedro preparaban sus exámenes finales del primer semestre de Ingeniería Civil, yo repasaba los conocimientos generales del bachillerato. Me propuse que pasaría el examen de admisión y sería un puma universitario. Sí, entraría a la máxima casa de estudios de México, la que, como dice el video, es “la Universidad de la Nación”, fue casa de los tres premios Nobel que ha dado México: Octavio Paz, Nobel de Literatura; García Robles, Nobel de La Paz; y Mario Molina, Nobel de Química.
Por las mañanas estudiaba y en las tardes caminaba las calles de mi pueblo, iba al parque central y me sentaba en las bancas de granito. No faltaba algún amigo que se acercaba y platicábamos. En ocasiones, Memo pasaba a la casa y me decía que lo acompañara, que iría a Tuxtla, avisaba a mis papás y me trepaba a su Mustang rojo. Viajábamos por la única carretera que había, lo que ahora es el camino antiguo. Esa carretera estaba llena de curvas, era peligrosa, pero, al mismo tiempo, regalaba unos paisajes impresionantes, porque era como un horno frío que paría nubes.
Un día me despedí de nuevo de mis papás y regresé a la Ciudad de México. Carlos, sobrino de mi tía Anita, también presentaría examen de admisión en la UNAM. Nos acompañamos en los trámites. No recuerdo si trepamos a un taxi, pero una madrugada nos encontramos, con las chamarras y bufandas, haciendo fila en un terreno con casetas donde nos recibieron los papeles y entregaron las fichas; y una mañana llegamos al Estadio Azteca, ¡sí, al Estadio Azteca!, y en lugar de presenciar un encuentro entre el América y Las Chivas, nos sentamos en el graderío y recibimos las hojas con el examen.
Los resultados de la UAM fueron publicados en los periódicos un domingo determinado. ¿Cómo sabríamos, los aspirantes a ingresar a la UNAM, los resultados? ¡Por correo! ¿Cómo? Sí, a partir de cierta fecha, comenzarían a llegar los sobres a las casas. Si era un sobre grande, ahí iban de regreso los papeles. ¡No habías sido aceptado! Si, por el contrario, el sobre era un sobre pequeño, adentro iba la carta de aceptación. Así, miles de alumnos regresamos a casa y comenzamos a contar los días del inicio de entrega de sobres. ¡Dios mío, qué espera tan intensa! ¡Qué manera tan sutil y perversa de avisar que ser universitario era un privilegio que no todo mundo recibía! La espera se hizo eterna. Cuando apareció el rumor (sí, también en la Ciudad de México existía eso) de que ya estaban llegando los sobres, Carlos y yo estuvimos más pendientes que nunca de la llegada del cartero. Bajábamos corriendo para revisar la correspondencia. Hasta que una mañana, escuchamos el silbato del cartero, bajamos, recibimos los sobres y vimos que no había sobres grandes, sólo pequeños. Carlos vio en un extremo del sobre el escudo de la UNAM y en el centro su nombre. Abrió el sobre y comenzó a pegar de gritos, a brincar. Busqué y hallé otro sobre, con el escudo de la UNAM en un extremo y con mi nombre en el centro. Mis manos temblaron al rasgar el sobre, cuando vi un papel de color azul, igual al de Carlos, supe que había sido aceptado, ya era alumno de la UNAM, de la máxima casa de estudios de mi patria. Sí, el texto explicaba que había sido aceptado en la Facultad de Ingeniería y que eso era un privilegio que debía aprovechar. La comunidad universitaria me conminaba a poner todo mi esfuerzo para beneficio personal, de mi familia, de la UNAM y de México. Ah, qué emoción sentí. La cochera de esa casa de la colonia Roma fue el escenario donde leí ese texto, lo leí como si el rector de la UNAM estuviera frente a mí y me dijera esas palabras en medio de una audiencia que aplaudía a rabiar. El rector en 1975 fue Guillermo Soberón, quien nació el mismo año que Rosario Castellanos (1925) y en 2020 aún vive.
Si alguien hubiese leído el texto de la carta, le habría brincado algo: ¿Facultad de Ingeniería? ¿Qué no fracasaste en la UAM? ¿No te quedó claro que tu vocación no es esa? ¿Electrónica? ¿Qué sabés vos de circuitos, de resistencias, de positivo y negativo? Pero yo, como Gabino Barrera, no entendía razones andando en la borrachera. Estaba borracho (bolo, diríamos en Comitán), embriagado de placer. Subí al departamento, tomé el teléfono que estaba en la cocina y, como en las casas de huéspedes que veía en las películas, pegado a la pared, y dije a mis papás que había pasado el examen, que ya era universitario. Mi papá, con apenas la primaria terminada, me dijo casi lo mismo que la autoridad universitaria, era un privilegio ser universitario y no debía desaprovechar esa oportunidad. Ellos me apoyarían en todo, mandarían la paga puntualmente para mi manutención, para los libros y material escolar, y para mis diversiones. En marzo de 1975 debía iniciar los estudios para, cuatro años después, alcanzar el título profesional. Así fue, un día después que fueron inaugurados los cursos acudí a mi universidad. Un día después que Luis Echeverría Álvarez, presidente de México (quien nació tres años antes que Rosario Castellanos y que en 2020 sigue vivo), se atrevió a entrar a la universidad para inaugurar el curso y recibió una pedrada en la cabeza y tuvo que escapar en medio del rechazo de todos los muchachos que estaban en el auditorio de la Facultad de Medicina.
martes, 15 de septiembre de 2020
ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXIX)
En Tv UNAM exhiben un video que se titula “Somos la Universidad de la Nación”. En algún momento, uno de los muchachos conductores dice: “…estamos en la biografía de millones de mexicanos…” ¡Sí! Mi biografía, como la de millones de estudiantes, también está ligada a la UNAM.
De mi palomilla fui el único que pasó por la UNAM (muchos dicen que pasé de noche, porque estuve cinco años y no me titulé. No, no fui un fósil, ¡no!, fui un notable alumno, pero -ah, qué rebeldía tan boba- realicé cursos donde no había acreditación y menos titulación. Nunca supe que, como dicen las personas y exigen las instituciones: Papelito habla).
Cuando, con los amigos de la palomilla, concluimos el bachillerato comenzamos a hacer la maleta para viajar a la Ciudad de México a estudiar una licenciatura. En ese tiempo, la mayoría de alumnos de provincia tenía como meta la capital de la república. En el siglo XXI, los alumnos egresados de bachillerato estudian en Comitán o en Chiapas o en algunas otras universidades de estados como Puebla, Jalisco, Monterrey, Veracruz, pero pocos eligen la Ciudad de México.
En 1974 la UAM (Universidad Autónoma Metropolitana) inició sus servicios. Quique llegó y dijo que estudiaría ahí. Era una universidad que comenzaba con un prestigio sin par, con catedráticos de primer nivel. Pedro y Javier se quedaron en Tuxtla Gutiérrez, porque ya la UNACH también se había fundado. Ellos se inscribieron en la Escuela de Ingeniería. ¿Por qué no te quedás acá?, me dijo Javier. Yo también había decidido estudiar una ingeniería. No, no hay lo que quiero, dije. En realidad, mi gusanito migrante me impelía a ir más lejos, a ¡la gran ciudad! Miguel, Jorge, Quique y yo hicimos trámites para ingresar a la UAM. Quique para estudiar Derecho; Miguel para estudiar algo de Agronomía; Jorge sería arquitecto; y yo Ingeniero en Electrónica, o algo llamado así. Miguel, Quique y yo nos hospedamos en casa de una tía mía, mi tía Anita, bueno, no era casa, en realidad era un departamento amplio, en la colonia Roma; y Jorge fue a vivir a casa de sus abuelos maternos. Como mi tía Anita trabajaba en el Instituto Politécnico Nacional habló con un amigo catedrático para que, a Miguel a y mí nos impartiera clases de matemáticas. Todas las tardes, previas al examen, fuimos a Zacatenco y, en la oficina del reputado catedrático, nos pusimos a repasar lo que exigía el temario. Presentamos examen y un domingo salimos a comprar el Excélsior para, con número de folio en mano, revisar la lista de alumnos aceptados. ¡Sí, sí! Habíamos sido elegidos. ¡Ya éramos universitarios! Corrimos e hicimos fila en el teléfono de la casa, para avisar a nuestros papás. Ellos, igual que nosotros, debían estar orgullosos. Pero, en mi casa, no esperaban los resultados que obtuve en el primer cuatrimestre en la UAM. A Jorge y a Quique les tocó estudiar en la Unidad Azcapotzalco; Miguel estudió en la Unidad Xochimilco; y a mí me tocó estudiar en Ciencias Básicas e Ingeniería, en la Unidad Iztapalapa. El primer director de la División de Ciencias Básicas e Ingeniería fue el famoso Doctor Carlos Graef Fernández, quien era egresado del no menos famoso MIT (Massachussets Institute of Technology) y que, la leyenda urbana, decía (no sé si sea cierto) había tenido relación con Albert Einstein. Lo cierto es que el doctor Graef era experto en la Teoría de la Relatividad. Fue impresionante tener a este científico frente a mí dándome clases.
La Unidad Iztapalapa fue la primera que inició labores. Azcapotzalco y Xochimilco iniciaron después. El 30 de septiembre de 1974, con un cuaderno, bajé de un camión urbano y entré a la plaza recién construida de la UAM. Me sorprendí gratamente, una persona me dijo que fuera al edificio de Rectoría (un edificio chaparrón, de dos plantas, pero ancho como pata de elefante), ahí me entregarían mi credencial. En un abrir y cerrar de ojos, me hicieron sentar frente a una cámara polaroid y luego pasé a una ventanilla donde firmé de recibido y me entregaron la credencial que me acreditaba como alumno universitario. ¡Una credencial enmicada! ¡Qué genialidad! Luego, avisaron que el rector, Pedro Ramírez Vázquez, el arquitecto que había sido el presidente del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de 1968, y fue el constructor de la nueva Basílica de Guadalupe, haría el acto inaugural. Ahí conocí al doctor Alonso Fernández, quien era el rector de mi unidad. La cantante yucateca María Medina cantó un tema dedicado a la Casa Abierta al Tiempo. Nunca he sido amante de ir tras artistas o ilustres personajes para pedir autógrafos, pero esa mañana, me paré frente a María y le pedí su firma. Era el testimonio para decirles a Quique, a Miguel y a Jorge que yo había estado frente a esa niña bonita que ya era famosa, porque había sido nombrada la VOZ DEL HERALDO.
La Unidad Iztapalapa tenía imponentes edificios, pero carecía de espacios verdes. Parecía como una ínsula de cemento colocada a mitad de un terreno desocupado. Quienes vestían trajes sastre y sacos y corbatas eran los catedráticos, los alumnos vestíamos pantalones acampanados.
Mis amigos entraron a la universidad mes y medio después. ¿Qué podía hacer cuando llegaba a casa después de clases y ellos tomaban el suéter y me decían que fuéramos al cine o a Plaza Universidad o a jugar boliche? Pues ir con ellos. No había elección. Eso provocó que durante mes y medio no estudiara ni hiciera mis deberes escolares. Nunca tuve una conciencia real de que esa CASA ABIERTA AL TIEMPO tenía al tiempo cercado en cuatro meses. Toda la primaria había estudiado cursos de diez meses, lo mismo había sucedido en la secundaria y en el bachillerato. Siempre había tenido tiempo para subsanar carencias y estudiar al final para lograr el tan anhelado seis para pasar de panzazo. En enero de 1975 concluyó el cuatrimestre y yo había obtenido antes una calificación de punto 7 en la asignatura que impartía el doctor Graef. ¡Pucha! ¿Qué no era experto en la ley de la relatividad? ¿No sabía que todo es relativo? ¡No! El punto siete no alcanzaba ni siquiera el uno. ¿Cuándo había obtenido menos de uno en la escuela? ¡Jamás! ¿La lógica me dictó que había errado en vocación? ¡No! ¡Ah, qué necio! Me había equivocado de institución. Yo estaba hecho para la UNAM y no para la UAM, yo no estaba hecho para lo metropolitano, ¡no!, yo estaba hecho para lo nacional. Así, me di de baja de la UAM. Mucho gusto, dije, ya tengo el membrete de haber sido alumno fundador de esta institución, pero ya me voy. Me voy a la mayor universidad del país. Así, regresé a Comitán. Mi amigo Memo, quien ya había decidido hacer dinero, en lugar de perder su tiempo en la escuela, llegó a recibirme a la terminal. Fue emotivo, a través de la ventanilla del autobús Cristóbal Colón, ver su rostro al lado de los rostros de mis papás. Cuando bajé del autobús él, mi amigo de toda la vida, quemó dos triques para darme la bienvenida. En ese tiempo, la terminal estaba en un terreno propiedad de doña Chelo Delfín, justo frente a la casa donde nací y crecí mi infancia. ¿Y ahora?, preguntaron mis papás. ¡Nada! Prepararé mi examen para ingresar a la UNAM.
lunes, 14 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, DONDE UN INSTANTE DEFINE UNA VIDA
Querida Mariana: Tal vez tenés algún amigo al que llamás por su apellido y no por su nombre. Es común. A mí, por ejemplo, muchos me llaman por mi apellido paterno. Otros mencionan mi nombre, algunos (algunas) lo hacen en forma afectuosa y me dicen Alex o Molis (mi Paty me dice Molito o Molcajete); algunos más me tratan por mi segundo nombre (Benito) y nadie lo hace por mi apellido materno (Torres). Mis obras las firmo sólo con mi nombre y mi apellido paterno. Se diluye el Torres materno.
En el caso de Sergio Jiménez Mena, quien (muchos lo lamentamos) falleció apenas hace dos días, casi nadie lo identificó por su apellido paterno. ¡No! Algunos lo llamaron por su nombre (Sergio), otros lo trataron en forma más afectuosa, Checo (Checo, como el famoso corredor mexicano de autos) y sus más cercanos le decían Meco. La mayoría de los que lo conocimos y tratamos lo nombramos como el profe Mena o simplemente Mena.
Si alguien dijera que falleció el profesor Jiménez nadie en el pueblo lo identificaría a la primera, pero cuando se regó la noticia del fallecimiento del profesor Mena ¡todo mundo supo de quién se trataba!
Yo supe de su mamá, la señora Mena; supe de las vueltas que su hijo Sergio dio para atender las dolencias de su mamá, quien vive en la tierra donde el profesor Mena nació: Cárdenas, Tabasco. Sergio se preocupaba mucho por ella. A veces, cuando nos topábamos a mitad del patio o en algún corredor del Colegio, porque Sergio fue compañero de trabajo en el Colegio Mariano N. Ruiz, me platicaba que había viajado a Tabasco porque su mamá necesitaba atención médica y él procuraba que su mamá tuviera los cuidados necesarios. Se preocupaba por su mamá, la señora que le había trasmitido el apellido con que fue conocido por la mayoría de quienes lo trataron, porque ¡vaya que tuvo conocidos!
No sé en qué momento llegó a Comitán, pero acá se casó, tuvo dos hijas (la primera ya cumplió los quince y estudia el bachillerato, y la segunda es una niña bella que cursa apenas los primeros grados de primaria) y un día llegó al colegio y se quedó a laborar ahí, plantel donde también trabaja su esposa, en el nivel de preescolar.
Sergio se hizo parte de nuestra familia laboral y muchos alumnos lo conocieron y lo trataron y lo apreciaron, no obstante, siempre procuraron darle la vuelta, porque como era prefecto siempre estaba pendiente de la disciplina interna, de que la muchachada no se fuera de pinta, que entrara a los salones a la hora del toque de la chicharra, que las parejitas no buscaran rinconcitos. El grito: ¡Ahí viene Mena!, era la señal de entrar al salón, de separarse, de bajarse del árbol, de regresar el balón.
El profe Mena, en algún momento de su vida, fue militar, por eso tenía amplio conocimiento de los protocolos militares y yo veía que, en ocasiones, dirigía a los muchachos de la escolta. Lo hacía con gran responsabilidad, exigía disciplina.
Tuvo amigos en los campos deportivos, donde llegó a ser árbitro de fútbol; tuvo amigos en las mesas de cantina, hasta que un día (en buena hora) dejó de beber; tuvo amigos en los grupos de fanáticos del equipo Pumas de la UNAM, pues fue un fiel seguidor de ese equipo y sufría cuando su equipo no ganaba y, muy orgulloso, portaba la playera oficial de Los Pumas cuando la victoria estaba del lado de su equipo consentido. Así como muchas personas llevan en el pecho los colores del América, Sergio llevaba en el pecho los colores del Colegio Mariano N. Ruiz y los colores de Los Pumas; además, portaba el orgullo por su familia, por Comitán y por su tierra natal, lugar donde hoy será enterrado su cuerpo.
Joven, servicial, de carácter fuerte, pero noble. A mí me soportaba las bromas. Siempre fue amable conmigo, en varias ocasiones hizo favor de llevarme en su auto o en la camioneta de la Universidad a Tuxtla Gutiérrez. Después que me sometí a una operación, él, paciente, pasaba por mí a la casa y me llevaba al Colegio con lentitud. Sé que sufría, porque a él le encantaba manejar a gran velocidad, pero con el viejito Molinari, el joven Mena se portó tolerante; le encantaba la velocidad, tanto como a su tocayo el Checo Pérez. La última vez que me llevó a Tuxtla lo hizo para que Amín Guillén y yo participáramos en la Feria del Libro de la UNACH 2019. Esa vez le pedí que no fuéramos en la camioneta, que mejor lo hiciéramos en su auto, porque era más cómodo y él me dio gusto. La universidad pagaba los gastos de gasolina y de alimentación, pero él nunca exigió la joda de su auto. Era generoso, era sencillo, tabasqueño campechano. Esa vez le pedí que, por favor, no pusiera el disco de Ana Gabriel, con el que me atormentó la primera vez que me llevó a Tuxtla. El comediante Polo Polo dice que Diango canta como si le estuviesen apretando un testículo; bueno, algo similar ocurre con Ana Gabriel, claro, en versión femenina. Sergio me hizo el gusto. Quitó el disco de Ana Gabriel.
Ahora, cuando alguien, en las oficinas del colegio, revise documentos y diga: ¡lo checo!, un papalote volará por el cielo y recordará el nombre del compañero.
Posdata: Y hoy, mientras escribo estas palabras que son una cinta de luz en memoria de Mena y un abrazo para su familia y amigos que hoy lamentan su partida, escucho tantito en Youtube una canción de Ana Gabriel y ella dice “…se apagó la luz…” y digo que sí. Ya nunca más escucharemos su sonrisa de pejelagarto alborotado, ya nunca más el grito de los muchachos: ¡Ahí viene Mena! Su mamacita le regaló el apellido con el que medio mundo lo conoció.
¡Mena! ¡Presente! ¡Siempre presente!
sábado, 12 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, CON ANIMALITO
Querida Mariana: ¿Ya viste el animalito? Sí, es una ardillita, anda retozando en el parque de San Sebastián. El parque La Corregidora se ha caracterizado por ser casa de estos animalitos. No en todos los parques viven a gusto. Hubo un tiempo que desaparecieron, porque (no faltan) algunas personas los maltrataban. Ah, la vida.
Digo que hay tres clases de personas, las que aman a los animalitos, las que los ignoran (pasan de noche a su lado, bueno, siempre y cuando no sea un doberman rabioso) y las que maltratan. Sí, de toda clase de personas se han trepado al Arca de Noé.
A mí me encanta que vos seás amante de los animalitos, que cuidés con cariño a tus dos mascotas.
Jamás fui el niño que se dedica a matar hormigas. No. Pero sí debo confesar que cuando fui adolescente acompañaba a los amigos de la palomilla a cazar palomas, conejos, venados y, en una ocasión, pijijis en una laguna. Llevaba una escopeta que me daba Quique. Pero no recuerdo haber soltado un disparo contra ellos. No, no estaba en mi naturaleza. Mis amigos habían crecido con abuelos cazadores y llevaban la herencia cazadora en sus venas.
Siempre he disfrutado la compañía de mascotas. Cuando fui niño recuerdo a un perro negro con el que jugaba. Mi mamá insiste en decir que nunca tuvimos un perro en casa, pero yo lo recuerdo con tal realismo que, en este momento, lo veo corriendo en el patio central y en los corredores. Tuve, también, un conejo que era mi consentido. Ya te conté que ese conejito, una tarde, fue el guisado de la casa. Lo lloré, ¡ah!, cómo lo lloré. Jamás he perdonado a la sirvienta que le metió cuchillo. ¡Qué maldad!
Ahora, desde hace muchos años, no como carne de animal. Bueno, miento, sí como pescado, siempre y cuando esté recién sacado de la laguna. Pero ya no como ninguna otra carne. Conmigo pueden estar tranquilos los conejos, los bueyes (sí, los bueyes), los carneros, las gallinas, las ranas (una vez comimos ancas de rana en el rancho de Jorge, qué ricas), los venados (la carne de venado la recuerdo con un sabor exquisito), las palomitas, las vacas, los tzisimes, las tortugas (uf, ya te he contado que en la costa de Chiapas hay un platillo muy deseado: Los casquitos, que son tortuguitas que las guisan. Para matarlas las meten en ollas con agua hirviendo, igual que matan a las langostas). La única carne que como es la de atún, de mojarra y de trucha (si viviera en un país nórdico, por supuesto que, como oso, comería salmón. Acá no lo como, porque todo es congelado). Los cuches pueden estar tranquilos conmigo, yo los veo en sus chiqueros y no los imagino convertidos en carnitas o en chicharrón. No. De igual manera, los caballos pueden trotar tranquilos frente a mí, y digo esto, porque cuando tenía diez u once años fui con mis papás a Santa Rosalía, en la península de Baja California y ahí, caminando, por una calle polvosa, con un calor de los mil hornos, miré un letrero donde ofrecían venta de carne de caballo y dos mujeres, con canastas de mimbre, hacían fila para que las atendiera el carnicero. Sí, dijo mi tío Mario, hermano de mi mamá, que vivía en aquel pueblo, acá la gente come carne de caballo.
Nunca tuve rancho, así que no tuve caballos, como sí tuvieron mis compas de la palomilla. Javier tuvo caballos en su rancho Tzipal; Quique los tuvo en su rancho Santa Lucía; Jorge en sus ranchos El Salvador, Argelia; Roge y Miguel tuvieron caballos en su rancho Quita calzón (pucha, qué nombre tan simpático; qué de historias tenemos en ese espacio). Como el papá de Memo no tuvo ranchos, mi compa se consiguió autos lujosos, ahí estaban sus caballos de fuerza. ¡Ah!, recuerdo un Mustang rojo que tenía. Cuando dábamos la vuelta al parque central, una y otra vez, muchos se detenían a vernos, bueno, no a nosotros, ¡al carro!
Cuando estudiamos en la Ciudad de México, Roge fue el que tuvo mascotas en el departamento y en la casa de huéspedes que habitamos. Tuvo peces y un gato que le obsequió una novia bien bonita que tenía. Roge amaba a ese gatito. Los pececitos se murieron una vez que tomábamos unos tragos en el cuarto y, ya bolencones, alguien, que ya no quería seguir bebiendo, en lugar de tirar el contenido del vaso en la maceta lo tiró en la pecera. Al día siguiente hallamos a los gupys con la panza para arriba.
El parque de San Sebastián siempre está lleno de animalitos. Ahora, muchas familias llevan a pasear a sus perritos (una vez vi alguien que llevó un loro, éste iba sobre su hombro y miraba para todos lados, sorprendido). Cuando estudié la secundaria en el Colegio Mariano N. Ruiz, ya te conté que los alumnos teníamos el receso en el parque. ¡Qué bendición! Al toque de la campana salíamos todos al parque, ahí nos sentábamos en las bancas y platicábamos y comíamos los tacos y las gordas que preparaba Cirito (en paz descanse) en un local de las madres que atienden al Niño Fundador. En una temporada del año, algunos árboles se llenaban de unas frutitas, unas pildoritas moradas, que eran la delicia de unos pájaros amarillos con manchas negras, que llamaban Garbanceros. Uno de los compañeros acostumbraba llevar una tiradora en su mochila y se pasaba todo el recreo tirándoles a matar. Ese compa sí era cazador compulsivo. Años después me enteré que su papá era taxidermista y disecaba esos pajaritos que colocaba sobre unas ramas con base de madera y los vendía. Bueno, ese era su modo de vida y el hijo contribuía a la economía familiar.
Ser del grupo de cazadores no tiene mayor gracia, digo yo. Lo relevante es reconocer a las personas que rescatan animalitos y los cuidan y los protegen. Esto sí quiere ganas. En Comitán (como en todos los pueblos del mundo) hay muchas personas que se dedican a cuidar y proteger a los animalitos. Sólo por poner dos o tres ejemplos diré que hace pocos días murió doña Pacita que fue una mujer entregada al cuidado de perritos de la calle. Ella vivía en una casa modesta, hasta ahí llegaban sus pacientes (su oficio era hacer limpias). Los pacientes debían caminar en medio de un olor a perro que era fuerte. ¡Cómo no! Ella, sólo por el amor a los chuchitos, cuidaba a una gran jauría. Otro ejemplo que dignifica a la raza humana es la labor que inició la maestra Geny Alfonzo, quien ahora tiene ya una asociación civil, PRODEFA, que realiza con gran amor campañas de esterilización de gatitos y perritos. La labor que ella desarrolla contribuye, no tenés idea, al sano avance de nuestra sociedad. Los chuchitos son bien traviesos y ahí andan detrás de las perritas en celo. Estas perritas tienen camadas de muchos chuchitos que terminan en la calle, provocando un problema de salud para la comunidad. Ah, qué labor tan noble.
Tengo compañeras de trabajo que aman a los animalitos, que los defienden, que los protegen, que, cuando encuentran un chuchito atropellado, lo llevan de inmediato al veterinario y hacen todo lo posible por salvarlo. Ya luego los veo haciendo rifas para pagar la operación. ¿Por qué hacen esto que va más allá de la misericordia? Lo hacen porque aman a los animales. He visto documentales en la televisión donde presentan santuarios. Muchas personas se preocupan por el cuidado de los animales del mundo.
Pero, bueno, así como hay amantes de los animalitos y cabrones que los maltratan, en la naturaleza también hay animales buena onda y animales predadores. ¡Ah, la vida! La vida abarca todos los espacios que tocan los extremos. Veo mariposas volando sobre las plantas del pequeño jardín de la casa y digo que son una belleza. ¿A quién hacen daño? No veo que sean dañinas, pero luego veo una araña y pienso en la Viuda Negra y en su veneno. También pienso en la tía Amalia, que cuando murió el tío Arnulfo, vistió de blanco, dijo que no llevaría traje negro, porque no quería que la gente dijera que era como la viuda negra.
De todo hay en el Arca de Noé. Es fascinante ver la imagen de una mamá tigre atendiendo a sus cachorritos, con qué amor los cuida; pero es lamentable ver a esa misma madre corriendo tras una gacela, hundiendo sus garras y descuartizándola, para alimentar a los tigritos. Hay animales de gran ternura y animales que se dedican a matar a esas tiernas criaturas. Una vez vi un documental donde un koala, qué animal tan chulo, era asfixiado por una víbora constrictora. ¿Qué hacer? ¡Nada! No hay espíritu humano que proteja a esos animalitos desvalidos, lindos.
Posdata: Todo forma parte de la cadena alimenticia. Es natural que un león se escabeche a un caribú; lo que sí es una estupidez es que un humano maltrate a un gatito, por ejemplo. Cuando fui niño tuve compañeritos cuya diversión era “jondear” gatos, los tomaban de la cola y les daban vuelta y los soltaban contra el piso. ¡Qué niños tan crueles, tan cabrones!
Me encantan las personas que, en el parque de San Sebastián, cuidan a las ardillas, que les dan pedazos de elotes para que se alimenten, me caen mal los muchachitos que las molestan, que les avientan piedritas.
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