viernes, 16 de octubre de 2020
ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXXIV)
“Gazapo”, esta fue la primera novela que leí en la UNAM. En cuanto tuve mi credencial solicité el préstamo. Gazapo, de Gustavo Sainz. Viví con emoción el instante en que una muchacha bonita, detrás del mostrador, me entregó el libro encuadernado. ¡Era un libro de la Biblioteca Central Universitaria! Esa mañana salí, busqué una sombrita en Las Islas, de C.U. y comencé a leer. Recuerdo esa experiencia, los muchachos caminando frente a mí, otros sentados en el césped, platicando, riendo, parejas besándose, y yo, adentro de esa burbuja de luz, comenzando a leer la novela de Sainz. Supe que a partir de ese momento dedicaría mucho de mi tiempo a ese divino ocio. Miles de libros estaban a mi disposición. Ese era mi privilegio de ser universitario, de estar inscrito en la UNAM. Para eso había sido enviado, por quién sabe qué designio. Mis papás trabajaban en Comitán y me enviaban puntualmente mi mensualidad para que yo leyera. Ese era mi oficio, mi vocación. Nunca se me ocurrió cambiar de carrera, pasar de ingeniería a letras. ¡No! Seguí yendo a la facultad de Ingeniería, pero en cuanto tenía oportunidad me iba de pinta, caminaba por la gran plaza y entraba a la Biblioteca Central Universitaria. Ahí estaban mis amigos esperándome. Comencé siendo un gran lector en mi pueblo y continué en la UNAM. ¿Cuántos libros leí en los años que estuve en la Facultad de Ingeniería? Unos cuatro o cinco libros de la carrera (incluso uno de electrónica en inglés, que me llevaba las horas de las horas para hacer el intento de traducción), pero leí cientos de libros de cuentos y novelas. Comprensible que, al final del tiempo de la carrera, yo tuviera adeudos de varios semestres. ¿En dónde entregaban título por ser un gran lector? En ningún lado. Fue cuando me enteré que si me hubiese inscrito en la Facultad de Letras habría leído mucho, con guía de maestros, y habría obtenido el papelito que mis papás esperaban en mi casa. ¡Uf! Demasiado tarde. ¡Cuatro años más tarde!
Recuerdo que cuando estaba en el segundo año de carrera recibí un oficio donde me exigían presentarme en una oficina cerca de Radio UNAM, acudí, una señora bonita, con bata y logotipo de la UNAM, me recibió y me dijo que me sometería a un test de vocación. Comencé a llenar cuadritos y a responder preguntas. La señora revisó las hojas cuando terminé, se quitó las gafas, las puso sobre el escritorio, pulcro; me vio a los ojos y preguntó: “¿Y qué haces en ingeniería?”, yo (clásico de mi personalidad), lento de por sí en respuestas orales, puse mis manos sudorosas en mis muslos, las refregué sobre mi pantalón, y dije: “Estudio”. Ella entonces explicó que, de acuerdo a mis respuestas, mi perfil indicaba que mi vocación no eran las ingenierías sino las humanidades, y comenzó a enumerar una serie de carreras que brillaban, que parecían tintinear en mi espíritu, que barrían mi rostro con aire limpio: artes, teatro, cinematografía, filosofía, historia del arte, literatura, música, traducción… Dios mío, qué bonito. ¡Chin, sí, la había regado! Bueno, pues la seguí regando por dos años más.
La señora no supo que si en ese momento me hubiese empujado habría cruzado el puente. ¡Nunca me dijo que podía recular, que podía enmendar el mal tejido! ¡Nunca me dijo que existía la posibilidad de solicitar cambio de carrera! Si demostraba que era un fracaso en las ingenierías y podía desarrollar mi intelecto en literatura o cine o historia del arte, tal vez las autoridades (no sé quiénes) habrían determinado mi cambio de carrera y hubiese iniciado algo que iba con mis gustos, mis preferencias, mis habilidades. Pero ella pensó que había cumplido con su trabajo al reorientarme, pero yo pensé (sí, así soy yo) que ahí había terminado todo. No debía estar en ingeniería, pero ya llevaba dos años, así que bien podía seguir otros dos más. Además, ¿con qué cara le decía a mi papá que me había equivocado en mi elección? Va. Con la misma cara que puse dos años después para decirle que, perdón, no había terminado la carrera. Lo que nunca dije es que sí le agradecía mucho, muchísimo, por darme la oportunidad de leer, leer toneladas de libros, libros que me gustaban, que me hicieron inmensamente feliz. No tenía papelito, pero es que a nadie le entregan un título por ser feliz. Yo había sido muy feliz.
“Gazapo” fue el primer libro que leí en la UNAM. Ese título inició la relación de cientos de libros leídos. El término gazapo, lo sabe medio mundo, se usa cuando alguien comete un error sin mucha importancia al hablar o escribir. Yo, ahora lo veo, cometí un gazapo mental, dije ingenierías y debí decir artes. Por supuesto que enmendé de inmediato mi error y en lugar de acudir al aula de la Facultad de Ingeniería me senté en el césped de la plaza luminosa de la UNAM y me puse a leer, a vivir, con intensidad, a ser feliz. Pero de esto no notifiqué al señor Rector y por eso, al final, nunca recibí título alguno.