miércoles, 20 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, ACTUALIZADA

Querida Mariana: en 2014 te mandé esta fotografía, adentro de una carta. Era como ese álbum de caritas que antes se acostumbraba hacer en estudios fotográficos. Por ahí he visto en casas de amigos esas fotografías con caritas infantiles. Se trataba de que, en la sesión, el chiquitío saliera serio, chupando un puro apagado, sonriendo (de frente y de perfil) y, ¡Dios mío!, llorando. Para provocar el llanto algo le hacían al niño. Siempre he pensado que esa sesión fotográfica era cruel, pero eran los modos. Como siempre he tenido espíritu de niño te mandé mi sesión de caritas, donde no hubo necesidad de que hiciera muecas fingidas. No. Acá estoy en diversos momentos de mi vida. La primera fotografía, donde estoy sonriente, la despegué de mi certificado de primaria, la otra corresponde a la fotografía que apareció en mi certificado de secundaria (las dos fueron tomadas en el estudio del señor Cancino); luego ya vienen fotografías de los tiempos en que fui bachiller. La penúltima, donde estoy muy flaco, fue de la carta donde me liberaban de mi servicio social (ya te conté que el servicio lo hice en Puebla, muchos años después de salir de la Facultad de Humanidades, de la UNACH. La directora permitió que yo realizara mi servicio en Puebla. Lo hice en el departamento donde elaboraban la prestigiosa revista “Crítica”, de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Revista donde publicaron algunos de los más prestigiosos escritores de México y de otros países. Un día me enteré, con pena, que las autoridades de la BUAP habían cancelado dicha propuesta editorial, propuesta que elevó la reflexión intelectual del país.) Y la última fotografía es la que me tomé para mi título universitario. Ahora, actualizo el álbum y anexo una fotografía actual. Las caritas, entonces, son como una síntesis de vida. Te envío este álbum para decirte lo que es evidente. Durante nuestra vida reímos, nos ponemos serios y lloramos. Sí, tenés razón. Muchos amigos me dicen que tengo cara de piedra, que no sonrío, que lo hago muy de vez en vez. Es cierto. Pero (acá está la prueba) yo también sonreí y tuve una sonrisa afectuosa. Sí, algo extravié en el camino. De niño fui feliz. Era feliz en casa, al lado de mis papás. Me costaba salir de la casa. En la calle siempre hallaba algunas piedras que me impedían avanzar con la misma tranquilidad con que lo hacía en casa. Hasta la fecha admiro a los que se mueven en las calles como pez en el agua. A mí (por lo mismo) me faltó adiestramiento en cosas del exterior. En mi casa de infancia tenía todo: juguetes, gente que me servía, patio y sitio generosos en recibir la luz del sol y de la lluvia. En mi casa de infancia tenía cuatro corredores amplísimos donde me trepaba al carro de pedales y me sentía un Taruffi cualquiera (Taruffi era un corredor italiano que mi papá mencionaba a cada rato.) Ya mencioné a mi papá y lo hice porque en casa lo tenía a él y a mi mamá. Sé que millones de niños han sido amados por sus padres y han tenido padres buenos. Bueno, yo fui uno de esos millones. En casa todo era plácido. El viento que en el parque azotaba directo, proveniente de la Ciénega, en casa se tornaba afectuoso, era como un chal de hilo fuerte, pero delicado, era un chal que me consentía, que me daba calorcito. En una de mis novelas breves (vos lo sabés) tengo un personaje que se llama Caralampio y que el mismo día que fue al kínder no entró a la escuela y regresó a su casa para no volver a salir durante más de cuarenta años. Fue feliz. Ahora que miro este muestrario de caritas, pienso que algo interno me hizo escribir esa vida. La de un hombre que no tuvo necesidad de salir a la calle. Mi personaje, al contrario de mi vida personal, no lee mucho, pero sí (un poco lo que hago) se dedicó a ver mucho cine, mucho cine mexicano. Cuando le otorgué los hilos de mi vida a mi personaje lo pensé como un Carlos Fuentes o un Carlos Monsiváis, par de Carlos que eran expertos en el cine mexicano de todos los tiempos. En este álbum estoy yo, pero están todos los seres humanos. Cada uno tiene su historia particular. Hay gestos, hay rasgos, hay miradas, hay huellas. La geografía de cada uno tiene lagos, cielos, árboles, páramos, flores rojas con chupamirtos, abismos, mares, ovejas, leones, toros, tortugas. Estamos llenos de grietas, algunas se van dando por el avance del tiempo inexorable, otras son provocadas por tropezones a media calle o porque alguien (siempre de afuera) nos avienta sólo porque sí, porque así se divierte. Posdata: admiro a los que se hicieron en la calle, a los que no tienen temor ante la vida; pero, de igual manera, admiro a quienes, amantes de esa hamaca donde los papás siempre estaban pendientes de que no se parara ni una mosca sobre su cabeza, se atreven a entrar a esa gruta donde los monstruos están en cualquier esquina; y admiro, con proverbial luz, a los que han tenido el valor suficiente y se han enclaustrado para vivir una vida donde el contacto social es mínimo, devaluado, apenas brizna de aire. Miro mis caritas y miro a todos los seres humanos. ¿Vos tenés foto de caritas? En tus ya casi treinta años de vida tu rostro ha cambiado. Gracias a Dios, vos seguís teniendo la sonrisa de tu infancia, la has hecho más fértil, más de agua limpia. Pero tenés algunas sombras y algunas arrugas, grietas del tiempo y de la vida.