martes, 12 de enero de 2021
CARTA A MARIANA, CON VENTANAS CERRADAS
Querida Mariana: en todas las casas hay sitios poco visitados; en cambio, hay otros que son concurridísimos. Es una bobera lo que diré, pero uno de los lugares más visitados de las casas es el baño. Cuando en el departamento sólo hay un baño, es usado por los cinco integrantes de la familia. Ahí ves, en la mañana, a una niña que baila en uno y luego en otro pie, porque ya le gana, y su hermano no se apura. El abuelo entra y lava su prótesis dental y tarda mucho tiempo en acicalarse, mientras el papá, con el portafolio en la mano, espera entrar para lavarse los dientes.
¿Cuál es el espacio poco visitado en tu casa? ¿La bodega? ¿El oratorio? Cuando menos, en tu casa, tienen oratorio. En mis tiempos de infancia, muchas casas tenían un espacio especial para la oración; ahora, el espacio especial está destinado a la televisión, el Dios católico fue cambiado por los dioses con poderes súper especiales.
En mis años niños hubo un espacio que se llamó tapanco, era un espacio construido entre el techo y el plafón, servía como bodega. El tapanco era poco visitado, subían a él los adultos cuando necesitaban algún trebejo arrumbado ahí, o por los niños a quienes les encantaba jugar en ese espacio maravilloso; la mayoría de veces, los niños subían contra las recomendaciones maternas que alertaban acerca de arañas patonas y venenosas. En casa de tía Elena, el tapanco no sólo guardaba chunches viejos, arañas y telarañas, también (cuando lo decía abría los ojos como si fuesen estuches de puñales) el fantasma de una niña que había muerto de tuberculosis.
En las universidades sucede lo mismo: los archivos son poco visitados; en cambio, las cafeterías, sanitarios y las aulas siempre están llenos a su máxima capacidad. En los salones hay un asiento para cada alumno; en las cafeterías, a veces, dos o tres muchachos no encuentran un lugar vacío frente a las mesas; y no se diga en los sanitarios. A veces, en los sanitarios no es tanta la urgencia de hacer del uno o del dos, ¡no! A veces, los muchachos confunden los espacios (las mujeres, sobre todo) y convierten al sanitario en su lugar favorito para intercambio de chismes.
Pero ayer pensé que, en tiempos de pandemia, muchos espacios universitarios perdieron su capacidad de aglutinar a jóvenes. Las cafeterías y las aulas están igual de desiertas que los archivos. Los patios extraviaron su sonrisa y los brazos altos y los gritos de papagayo.
¿Y las bibliotecas? En las bibliotecas, desde siempre, la mayoría camina sin algarabía, los diálogos son cuchicheos, por respeto a quienes, en las mesas cercanas, resuelven problemas de trigonometría o piensan en la inmortalidad del cangrejo o buscan los tesoros escondidos del mundo, en las páginas de los libros.
El otro día me topé con la portada de un libro que no he leído. El título es: “Los últimos días de nuestros padres.” Aunque no he visto de qué se trata, pensé que todas las generaciones de seres humanos pueden suscribir historias con ese título. Todos advertimos que, con los últimos días de nuestros padres, vinieron nuevos días para los hijos.
Las bibliotecas, a pesar de estar llenas de personas, nunca tienen la actividad de colmenas que hay en cafeterías, aulas, plazas y sanitarios. ¡No! Y ahora, pienso, en este tiempo de pandemia, están vacías, sin una mano que tome un libro, que lo abra, que lo lea. Los libros, así, son inservibles, son como piedras, absurdos amontonamientos de papel que no sirven ni para envolver un kilo de jitomate en el mercado o para forrar las panzas de las piñatas.
Ya me lo habían advertido, ya me habían dicho que debería adquirir un Kindle, maravilloso chunche que permite almacenar más de cinco mil libros; ya me habían dicho que el futuro no podría ser de bibliotecas de estantería abierta, mucho menos de estantería cerrada. Me advirtieron que las bibliotecas del futuro serán pequeños dispositivos electrónicos colocados en una mesa o en una pared. Los lectores llegarán, activarán el chunche y éste presentará, en tecnología 7D, un catálogo con novedades literarias y clásicos de todos los tiempos. Los lectores elegirán un libro y éste se abrirá en el aire. Me lo habían advertido, las bibliotecas con libros en papel serán espacios poco visitados, llegarán los nostálgicos, los que no darán el siguiente paso en la escalera de las innovaciones; ya me lo habían dicho, cuando me vieron que seguía usando un celular sin acceso al WhatsApp. Yo era feliz con mi “chaparrito”, podía hacer llamadas a todos mis afectos. Me advirtieron que en la súper carretera de la comunicación ya no era conveniente, como sostenía yo, seguir con un Volkswagen cucaracho, ¡no!, si no podía adquirir un Jaguar me sugerían un todo terreno austero, pero me recomendaban, casi me exigían, botar mi chaparrito y adquirir un celular más moderno. ¡Lo hice! Y eso me permitió no quedarme rezagado en el mundo virtual. Asimismo, en tiempos de pandemia, Amazon hizo favor de enviarme un Kindle para la computadora personal y ahora leo en la pantalla los libros digitales que adquiero en esa empresa.
Posdata: Me lo advirtieron, mi niña, el futuro arrasaría el pasado. La pandemia empujó a todo mundo a dar otro paso. Quien ahora no tiene un celular se quedó encerrado en un cuarto oscuro, un tapanco donde hay telarañas, arañas ponzoñosas y uno que otro fantasma. Lamento mucho pensar en las bibliotecas vacías, imaginar los pasillos sin fantasmas, los estantes con libros olvidados, que sirven para maldita la cosa. En las bibliotecas del mundo hay millones de libros en papel que ahora no son consultados, que están extraviados en el éter. Me apena pensar en esos espacios sin visitantes, porque yo abrevé en muchas bibliotecas del país. Me duele, pero ya estaba advertido: el futuro está en otra habitación.
Quisiera que volvieran los tiempos idos, los de hace apenas un año, pero, los que me advirtieron de los cambios, me recuerdan que el futuro será otra cosa, algo que sigo sin advertir, sin comprender. ¿7D? ¿Qué es eso? Es algo que está detrás de la puerta, pero yo sigo sin abrirla. No quisiera. A veces soy feliz en el tapanco, donde el aroma a viejo se cuela en los suéteres, en los relojes de cuerda, en los radios de bulbos, en las sillas de mimbre, en el piano desafinado, en la pelota ponchada, en el carrito de cuerda, en el libro usado, con dobleces en las puntas y anotaciones en los márgenes de las páginas.