jueves, 21 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UNA PALABRA SENCILLA

Querida Mariana: mi mamá me enseñó a decir ¡gracias!, a dar las gracias. La tía, como diosa del Olimpo, extendía la mano y me daba un dulce envuelto en papel rojo transparente y, de inmediato, mi mamá decía: ¿Cómo se dice? Yo había aprendido a decir gracias, así que, viendo el dulce entre mis manos, ya con ánimo de abrirlo y llevarlo a mi boca, decía: ¡gracias, tía! Aprendí a agradecer. Agradecer todo el dulce que recibo. Los sabios expresan que los seres humanos debemos agradecer incluso los cardos. ¡No llego a tanto! Me parezco al indígena que llegó a los pies de San Caralampio para agradecer que su milpita se había secado, que su oveja había muerto, “te lo vengo agradecer, pero te digo que mejor te busqués otro tu pendejo, porque yo ya no.” Sólo los sabios saben agradecer todos los hilos de luz y de oscuridad con que los dioses del destino tejen nuestras chambras. Pero soy un hombre agradecido, porque la vida, ¡gracias!, me ha enviado más dones que desgracias. De los dones recibidos, agradezco el de la lectura. ¡Lo agradezco al universo! En estos primeros días del año veinte veintiuno y los últimos días del año ya ido me han acompañado grandes escritores: Julio Cortázar, Isaac Bashevis, John Williams y William Faulkner. ¡Uf! Puro maestro, puro genio. Dos Premios Nobel y dos que no lo obtuvieron, pero que no les hizo falta, porque su genialidad estuvo (y está) por encima de un reconocimiento oficial. El mayor reconocimiento les es otorgado por los millones de lectores que los leen. Julio, de Argentina; Isaac, de Israel; y Williams y William, ¡norteamericanos!, norteamericanos notables, geniales. ¿Sabés qué dijo el gran actor Tom Hanks, también gringo, de la novela “Stoner”, de Williams? Copio textualmente: “Se trata simplemente de una novela sobre un tipo que va a la universidad y se convierte en un maestro. Pero es una de las cosas más fascinantes que jamás he encontrado.” Esta mañana, a las cuatro, agradecí la presencia de estos viejos en mi vida. Los cuatro están bien muertos y, sin embargo, a las ocho de la noche, hora en que me acuesto, y a las cuatro de la madrugada, hora en que despierto, ellos me acompañan. Son como viejos abuelos que se sientan en la orilla de mi cama y me cuentan cuentos o historias más largas. La vida está concentrada en lo que ellos cuentan. Lo que cuentan, por supuesto, toca todas las aristas del caminar de los hombres, las cosas bellas y las cosas horrendas. Ya lo dije, ellos son sabios, saben agradecer toda la luz y toda la oscuridad y estas sustancias las decantan y me las entregan sublimes. Esta mañana agradecí el don de la lectura y el don de apreciar la obra creativa de los grandes maestros. Agradecí el tiempo que Cortázar, Bashevis, Williams y Faulkner destinaron para entregarme esos trozos de vida. Cada vez que abro un libro encuentro cielos, grietas, techos, bosques y monstruos bien frescos. El tiempo no ha alterado su rostro. Como buenos vinos llegan con más esplendor. Sólo los escritores sabemos el esfuerzo que significa crear una obra. ¿Alguien sabe cuántas horas destina un escritor para escribir un cuento, una novela? Las horas se acumulan y forman montañas, montañas de tiempo. El tiempo es lo más valioso que poseen las personas. Los escritores destinamos ese tesoro para compartir con los otros, ¿y qué recibimos? Los grandes, los maestros que han sido tocados no sólo por la mano del dios de los genios, sino también por la mano del dios del bienestar, reciben elogios y dinero; pero los demás, los que pueden poseer el genio, pero no les fue concedido el don de recibir una compensación material a su esfuerzo espiritual, reciben la bendición de la nada. ¿Qué hice de bueno en la vida para merecer el prodigio de la lectura? ¿Qué cuerda de vida decidió darme este dulce envuelto en papel rojo transparente? Sé que este don me llegó en la infancia y yo, agradecido, lo he resguardado con emoción y lealtad. El sabio dijo que nada de lo humano le era ajeno. Esto lo pepeno a diario a través de esas soberbias páginas. Esta mañana agradecí la vida; agradecí la posibilidad de ser inmensamente feliz a través de la lectura. Sé que muchas otras personas tienen sus modos particulares de ser felices y, tal vez, son agradecidos por ese don. ¿Agradece el compa cuya pasión es el fútbol soccer? Cuando toma el balón, ¿agradece la textura y la redondez? Hay compas que son felices en los burdeles y en las cantinas, en esos espacios hallan el desasosiego que les da vida, son felices en medio de la carne que huele a perfume barato, en medio del olor del alcohol infecto. Posdata: Esta mañana agradecí la presencia del viejo Faulkner, norteamericano soberbio. No sé si los Estados Unidos de Norteamérica son el país más poderoso del mundo, sé que es tierra fértil para enormísimos árboles que tienen nombres tan altos como cielos: William Faulkner, Woody Allen, John Williams, Tom Hanks, Walt Whitman y más, muchos más. Esta mañana, como me enseñó mi mamá, dije: ¡gracias, muchas gracias! Y vi que esta palabra sencilla llegó al corazón de los viejos que me acompañan, que todas las noches y madrugadas, se sientan en la orilla de la cama y me cuentan cuentos e historias largas, cuentos e historias que hablan de la grandeza y de la miseria del hombre, de la sublime bendición de la vida y, también, ¡faltaba más!, de lo mierda que es. No soy sabio, por eso agradezco lo bueno, el dulce. Por eso, cada día, digo: Gracias, Mariana, querida, gracias. Tal vez algún día pueda agradecer el cardo y la espina. ¿Quién agradece ahora este tiempo de pandemia? Hay sabios que advierten la luz en medio de la niebla y agradecen, agradecen, también, con el corazón, la cuerda asfixiante. Son personas sabias, son Almas Grandes, espíritus sublimes.