martes, 19 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN PARQUE

Querida Mariana: a mí también me gustan los parques, esos espacios públicos por excelencia. Me molesta cuando algunas personas no respetan los espacios de convivencia y molestan a los otros. Me gusta mucho el parque de San Sebastián, pero en ocasiones, cuando estaba sentado en una banca, leyendo, no faltaba el teporocho que llegaba a malgastar la armonía común. ¡Ah, qué coraje! Quienes vivimos el Comitán de los años sesenta, ya te lo dije, tuvimos un parque muy afectuoso. El parque central de aquellos años era la mitad de lo que ahora es. Ya te conté que en los años setenta botaron toda una manzana para ampliar el parque y dejarlo como actualmente está. El parque, ¡por supuesto!, ganó en amplitud. La vista se extiende en forma generosa y rebota, en frontenis magistral, con las fachadas del templo de Santo Domingo, del salón Lino Morales y los arcos del Centro Cultural Rosario Castellanos. Pero, ¿sabés qué?, perdió en intimidad. Y esto hizo, también, que se extraviara algo de identidad. Sé que el ejemplo es bobo, pero lo diré. ¡Total! Recuerdo mucho que cuando regresaste de tu viaje a Nueva York me contaste todos los prodigios que pepenaste en tu viaje. Recuerdo, como si ahora me lo estuvieras diciendo, que me dijiste que te impresionó Central Park, era un espacio verde rodeado de hormigón. Así me lo dijiste. Y digo que el ejemplo es bobo, porque Central Park es enorme, pero, la impresión que tuviste fue la misma que de nuestro parquecito teníamos los comitecos, en los años sesenta, porque la distribución era la misma. Nuestro parque estaba delimitado en sus cuatro lados, por un lado teníamos el edificio del palacio municipal; por otro, el portal poniente; en otro lado, negocios y restaurantes donde ahora está la Farmacia del Ahorro; y luego los edificios de la manzana que fue derruida. Esta distribución creaba un espacio íntimo, tanto que el parque central era el núcleo principal de nuestra convivencia. Loa edificios tan cercanos “achiquitaban” nuestro parque, lo hacían como casita de muñecas. Derruyeron la manzana y ese espacio íntimo se perdió, fue como si alguien hubiese abierto una válvula y por ahí se desfogara nuestra convivencia. Perdimos parte de nuestra intimidad. A ver si logro transmitir mi sentimiento. Los domingos, muchos comitecos íbamos al cine. A las siete de la noche terminaban las funciones del Cine Montebello y del Cine Comitán. Esos cientos de espectadores se unían a los cientos de personas que daban vueltas en el parque. Todo era un ritual, porque, desde tiempo inmemorial, las mujeres caminaban en un círculo cercano al punto medio, y los hombres caminaban, en sentido contrario, en otro círculo concéntrico más amplio. Esto permitía que las miradas de ellas se toparan con las de ellos. La cronista Tony Carboney dice que a esos encuentros de miradas los llamaban “quemones”. ¡Jamás volvieron a darse esos encuentros! En los años sesenta muchos enamoramientos y noviazgos tuvieron su inicio en el parque central, porque, ya lo dije, la intimidad del parque permitía que los encuentros se dieran, porque ese espacio público funcionaba como el mejor lugar de encuentro. Ah, era sensacional ese vals armonioso que ahí sucedía. Me tocó ver cómo en un grupo de chicas, una de ellas se cambiaba de lugar y se iba al extremo para quedar del lado donde pasaría el chico que le gustaba, que, de igual manera, se había pasado al extremo de su fila. Era mágico el instante en que ambos rostros se topaban, por segundos, y sonreían y se enviaban señales de “¡Me gustás!” El parque se amplió y la magia se fue por ese callejón que abrieron. No imagino, no da mi cabeza, a Central Park sin los edificios que resguardan ese maravilloso espacio verde. Acá, insisto, ganamos en amplitud de miras, pero perdimos ese cofrecito que era el lugar donde guardábamos nuestros mejores recuerdos. Bueno, con decirte que, en este afán de hacer más amplio el horizonte, perdimos también una cuerda cívica. En los años sesenta, mero en el centro del parque, estaba la estatua de Belisario Domínguez que ahora está en el inicio del bulevar. ¿Podés imaginarlo? Era una estatua monumental. Bueno, esto también nos daba identidad. Todos los comitecos nos topábamos a diario con la gigantesca figura del héroe comiteco, casi casi como los parisinos se topan con la Torre Eiffel o como los neoyorquinos se topan con el Empire State. Esa proximidad hizo que la figura del héroe fuera una imagen cercana, tan cercana, que medio mundo llamó Tío Belis a don Belisario Domínguez. ¿Ahora? La figura del héroe comiteco no está ya más en el parque central. Posdata: Muchos comitecos de mi generación deben tener recuerdos de ese parquecito íntimo, pueblerino, lleno de gajos tiernos; muchos de mi generación debieron enamorarse alguna tarde en que su mirada se topó con la mirada de una chica hermosa, la más hermosa del mundo. La intimidad del parque permitía los encuentros más sublimes, los definitorios. Jamás volví a ver el parque con esa alegría de parvadas de palomas. Sólo muy de vez en vez el parque central vuelve a ser espacio de convivencia. Y ahora ¡menos! La pandemia no sólo nos arrebató la convivencia común, también nos obligó a mirarnos a través de pantallas. ¿Cómo se da el proceso del “quemón” en zoom? Ya sé que dirás que la comparación de aquel parquecito con Central Park es absurda, que, puestos a comparar absurdos, ahora tiene más semejanza, porque el espacio central sigue estando delimitado, pero ahora tiene más amplitud. Es cierto. Yo nunca he estado en Nueva York (no paso de Chacaljocom). Mi símil fue en el sentido de pertenencia y de intimidad. He visto escenas fílmicas de Central Park y veo que es un espacio que no ha tenido modificaciones y es lugar de apropiación de los residentes de esa gran ciudad. En fin. Esto no es más que un hilo de nostalgia. Viví aquel parquecito y sentí una gran intimidad, intimidad que ahora ya no existe.