viernes, 1 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON DOS MANZANAS Querida Mariana: los alumnos llevan manzanas al maestro; yo hice lo contrario, robé del árbol del maestro, del llamado manzanero, el que da las manzanas. Todo mundo ha lamentado la muerte de Armando Manzanero. Yo también. Vos sabés que soy escaso para el viaje y para el argüende, pero, en los años noventa, estuve en Mérida y escuché un concierto de Manzanero. Estoy seguro que Felipe Villanueva, paisano que radica en Tuxtla, cuando escuchó la lamentable noticia del fallecimiento del autor de “Esta tarde vi llover”, recordó lo mismo que yo: la noche que entramos al Teatro José Peón Contreras. Habíamos ido a Mérida por cuestiones de trabajo y como a las seis de la tarde, cuando ya habíamos terminado la chamba, con el sudor pegado en la camisa y en el pantalón, nos sentamos ante la mesa de un café al aire libre y pedimos unas cervezas, pedimos cervezas León, que son obra y gracia del genio yucateco. Brindamos y cuando los tarros chocaron escuché que una chica, sentada en una mesa cercana, comentaba algo de Armando Manzanero y la otra chica mencionaba que a esa hora estaba en Mérida ofreciendo un concierto, acá, dijo, y la vi señalar el edificio: “En el Peón Contreras.” El teatro estaba en nuestras narices. Y entonces (la escritora Rosa Montero cree en coincidencias) vi un soporte de madera que tenía un cartel anunciando el concierto de Armando. No recuerdo qué respondió Felipe cuando le pregunté si le gustaba la música de Manzanero, pero sí recuerdo que levanté la mano, no, no, no queremos otra ronda, no, le dije al mesero, queremos la cuenta, esperamos, pagamos y corrimos al Peón Contreras. El concierto ya había comenzado y la señorita, con el tono característico de las yucatecas, nos dijo que no, que las localidades ya estaban agotadas. ¡Uf! Puse mi cara de niño que no recibe el regalo que pidió en Día de Reyes. Felipe me vio y preguntó si sabía dónde trabajábamos. Sí, le dije. Como si fuera niño de escuela me dijo que dijera en dónde, y yo, dócil, dije: Secretaría de Gobernación. Lo vi sonreír, me jaló y fuimos a la entrada principal, donde un joven, de bigote, y con guayabera blanca, nos pidió los boletos para ingresar. Felipe se acercó al joven, sacó la charola de su saco y se la enseñó, al tiempo que le decía: “Vamos a revisar que esté completo el aforo.” El joven balbuceó un perdón incomprensible y nos franqueó la entrada. ¡No lo creía! Felipe, muy en su papel, caminó como si conociera desde siempre el teatro. Volvió a jalarme y subimos una escalinata, yo saqué una pastilla de menta, para disimular el olor de la cerveza y ya no supe en qué momento, por tercera ocasión, Felipe me jaló y aparecimos en un palco donde los asientos estaban ocupados. Se escuchaba ya la voz de Manzanero, los del palco nos vieron y luego nos ignoraron. Quedamos de pie, detrás de los asistentes que habían comprado las anheladas entradas de palco. Me incliné tantito a la izquierda y, en medio del gran escenario, vi al chaparrito, que, con su canto, hacía que una mujer, de treinta y tantos años, que estaba en “nuestro” palco, se pusiera de pie, apoyara sus manos en la baranda y gritara: “¡Te amo!” Vi los palcos del otro lado y la butaquería de abajo y vi a muchas mujeres que también se llevaban las manos a la boca, hacían una bocina natural, y gritaban. Muchas mujeres manifestando su amor a Armandito; él parecía un puntito en medio del escenario gigantesco, pero era gigantesco en medio de la luz de su genio musical. Imaginé que esa manifestación de júbilo, ese desborde amoroso, no sólo se daba ahí en su tierra, ¡no!, eso debía suceder en todos los lugares donde se presentaba, en escenarios de la república mexicana o de países latinoamericanos. Miles, millones de seres humanos, tenían (tienen) una de sus canciones grabadas en el corazón, lo habían hecho (lo han hecho) parte de su biografía sentimental. “Esta tarde vi llover, vi gente correr y no estabas tú…” Pues no, la chica estaba tranquila en su casa, resguardada, tomando un café, viendo la lluvia a través de la ventana, pero el amado, él sí estaba hecho una sopa, en una esquina y albergaba la esperanza de ver a su amada en medio de la lluvia. ¿Cuántos no fueron tocados por esa letra sencilla? Miles, millones. Estoy seguro que Felipe recordó esa noche en Mérida, cuando, gracias a su sagacidad, logré escuchar y ver al chaparrito en vivo, en forma gratuita, en un palco, al lado de gente que se veía era de la crema y nata yucateca. Escuché sus éxitos, vi a su público rendírsele. En cuanto terminaba una canción se aventaba un chiste y la gente lo disfrutaba enormidades. Los tenía (nos tenía), como se dice, en la palma de su mano, nos había seducido. Posdata: Tal vez perdí la apuesta y Felipe no recordó esa noche. A veces doy por sentado que los otros recuerdan un poco lo mismo que yo, pero cada persona vive las experiencias en forma diferente; cada uno de los millones de fans de las canciones de Manzanero, estoy seguro, cuando escuchó la infausta noticia recordó algo especial de la relación que él tuvo con todos nosotros. También recordé una tarde, de principios de los años setenta, en la rotonda donde estaba la estatua gigantesca de Belisario Domínguez en el parque central de Comitán. Estábamos sentados un grupo de amigos, uno tocaba la guitarra y los demás cantábamos, en un momento, Ramiro Suárez se paró y dijo que imitaría a Armando y ¡sí!, lo imitó en forma genial. Unió sus brazos y alzó los hombros, como para hacerse más pequeño, y con la vocecita de canario yucateco cantó “Somos novios, pues los dos sentimos mutuo…” y reímos y aplaudimos. Lo imitaba genial. Esa tarde, Ramiro fue nuestro Manzanero comiteco. No sé qué recordó Ramiro, en sus playas huatulqueñas, cuando se enteró del fallecimiento del cantante que imitaba. Dije dos manzanas, ya las puse sobre tu mesa. Se secó el gran manzanero que teníamos en el patio. Ya nada más hay que decir, me despido, niña mía, ahora “voy a apagar la luz.”