viernes, 10 de septiembre de 2021

CARTA A MARIANA, EN UN BARCO

Querida Mariana: todos los niños soñamos con barquitos; los que viven al lado del mar y los que crecen en lugares donde ni a río llegan. Tal vez ese sueño viene de los principios de los tiempos, de cuando Noé construyó el Arca. No sé si vos sabés cuál era el oficio del bíblico Noé. Imagino que no era carpintero, pero, por la gracia divina, logró construir un barco enormísimo, el barco más hermoso del mundo. Romeo dice que la genialidad hubiese sido que sólo animales fueran los sobrevivientes, y lamenta que la pareja de iluskar no haya alcanzado a subir al arca. Los iluskar fueron los animales más bellos que jamás habitaron en el Paraíso. La principal virtud de estos animales definió su extinción. En el libro de Kasandras Jurneda: “Los animales que ya no están”, aparece que los iluskar “de plumaje tan bello como el arcoíris sobre el Monte Divino, nunca se reunían con otras especies, porque en el espejo se reconocían como los reyes de la creación”. ¡Pucha! Todos los niños crecimos haciendo barquitos de papel, poniéndolos sobre el agua de los tanques o soltándolos en la calle en tardes de lluvia. Vimos a los barquitos deshacerse en el puño del agua, hacerse nada. Supimos que esos barquitos, como los seres humanos, estaban destinados a zozobrar; porque luego, ya mayores nos enteramos que el trasatlántico cuyo capitán expresó que ni Dios podía hundirlo se fue a pique, se hizo nada en medio del mar. El Titanic se hizo nada, como se hacían nuestros barquitos de papel. Nada dura, salvo los sueños de infancia. Los sueños niños no crecen y permanecen por siempre. Quienes nacieron cerca del mar tienen sueños con aroma a sal; quienes nacimos en valles o montañas tenemos sueños hechos con lianas de aire. Ayer leí una frase de Le Clézio, el escritor que obtuvo el Nobel de Literatura en 2008. Mirá qué dijo: “Viajar menos, soñar más”. Vos sabés que esa frase me cae como anillo al sueño. Si juego con la frase diría que hay que soñar más viajes o viajar más en el sueño. Cuando construíamos barquitos de papel hacíamos lo que Le Clézio sugiere: soñábamos; soñábamos que el barquito hacía el viaje y nosotros decíamos adiós desde la banqueta, con las gotas de lluvia rebotando en nuestros zapatos. No sé vos, pero yo, desde niño, aprendí que el sueño es más rico que el viaje. Mis viajes más intensos, perdón, han sido a través de la lectura, que es la ventana que da hacia el territorio del sueño. Sé, no soy bobo, que la experiencia real de un viaje es intensa. Subir a una góndola y recorrer las avenidas de Venecia debe ser una vivencia sensacional. Nada suple a lo que tiene uno a la mano. Ahora, en tiempo de pandemia, la sensación de querer tocar, de querer oler, es una constante en los seres humanos. El abrazo real del abuelo no puede compararse al abrazo virtual que ahora se procura en tiempos de emergencia sanitaria. Lo mismo sucede con el viaje. Mencioné Venecia, lo hice porque ahora releo “Muerte en Venecia”, de Thomas Mann. Quienes han visitado esa isla italiana mencionan, emocionados, la excelsa experiencia de pasar por debajo del Puente de los Suspiros, mientras el gondolero (así lo refiere el mito) canta canciones de amor. Iba a decir que ni en sueño he estado en Venecia, pero es falso. He estado en Venecia dos o tres veces y ahora, desde mi casa (espacio favorito de mis sueños, donde los realizo) he vuelto y este viaje ha sido tan intenso, porque (como Dante estuvo de la mano de Virgilio) Mann, Premio Nobel de Literatura, me lleva a esas callejuelas y puentes, en un tiempo semejante a estos tiempos, un tiempo donde la epidemia de Cólera provoca el contagio y posterior muerte de las personas. Le Clézio sugiere “viajar menos, soñar más”. Yo, admirador de los grandes escritores del mundo digo que hay que soñar más, a través del acto creativo y crear más al abrevar en el pozo del sueño. Viajar menos, crear más. Posdata: para reafirmar mi idea boba de resistirme al viaje real y estar inmerso en el viaje a través de la imaginación, mediante el libro, digo que los lectores poseemos una gran ventaja inalcanzable para el viajero común: éste no puede viajar a lugares donde nosotros sí. Yo, igual que él viajo a Venecia, entro a habitaciones donde el viajero común no logra, disfruto estancias reales vedadas en el plano real; pero, además, yo puedo viajar al fondo marino o viajar a la luna o a planetas fuera de nuestra galaxia. Hoy estoy en Venecia. Mañana, primero Dios, estaré en otro país, un país de sueño, descubierto por Le Clézio, ya que, en el Kindle, me espera su más reciente novela: “Canción de infancia”. Igual que todos los niños, en mi infancia construí barquitos de papel. A mis sesenta y cuatro años sigo haciéndolos, soy un hombre que le ha hecho caso a Le Clézio desde siempre: sueño más que viajo.