martes, 18 de octubre de 2022

CARTA A MARIANA, CON UN TEMPLO LLENO DE RECUERDOS

Querida Mariana: el templo de Santo Domingo estaba vacío. Tal vez a la hora de misa estuvo lleno, pero a la hora que llegamos con mi mamá nadie más había. Ah, el templo, hermoso, inmenso, estuvo dispuesto sólo para nosotros. Recordé las dos religiones que me legó mi papá: el cine y el catolicismo. Recordé que una vez, mi Paty y yo vimos una película sin nadie más en la sala y ahora, ¡qué prodigio!, el otro templo estuvo sólo para nosotros. Te he contado que a mí me encantan los grandes espacios públicos vacíos, los que tienen como vocación recibir a multitudes. Pensá en los estadios, en las plazas, en los teatros, en las salas cinematográficas, en los colegios y en los templos. Todos estos espacios fueron diseñados para recibir multitudes. Mi mamá oró, estaba emocionada por regresar después de dos años de encierro en casa. Esa mañana de domingo dábamos vueltas en el parque central, eran como las nueve y media de la mañana, me dijo que extrañaba en forma especial dos espacios: el templo de Santo Domingo y el mercado primero de mayo. Le dije que no debía extrañar el templo porque entraríamos y así lo hicimos y el impacto fue absoluto, el templo estaba vacío de fieles. Ella oró y yo, en esos minutos, recibí la cascada de recuerdos infinitos: todas las mañanas que acudí a misa en compañía de mis papás; las tardes de Viernes Santo con el Sermón de las Siete Palabras; el olor a incienso; los pesos que nos daban los padrinos a los acólitos después del bautismo; la subida al campanario, en una escalera altísima y tembleque; la tarde que mi papá me vistió de acólito para que llevara el incensario, acto relevante. La salida de misa, cuando buscaba al repartidor de programas de los cines, para ver la programación de las películas que vería en la tarde. Recordé las tardes de doctrina, cuando al término recibíamos los boletos que cambiábamos por juguetes y antojitos en las posadas de diciembre. Recordé el asombro de cada domingo a la hora que me aburría la misa y me dedicaba a ver los cuadros religiosos pintados por el maestro Güero; recordé la cara de una niña que lloraba al paso de la imagen de una virgen también llorosa. Mientras mi mamá oraba, daba gracias por las bendiciones y, sin duda, pedía la gracia divina, yo recordé las mañanas en que los hilos de luz que pasaban por los vitrales cruzaban el aire y me hacían inventar historias de arañas equilibristas. El templo de Santo Domingo de mi pueblo fue un crisol que me invitaba a crear historias desde edad pequeña y a enamorarme de la niña que, conmocionada, miraba la imagen de la virgen llorosa y sus ojitos se llenaban también de lágrimas. Nunca la había visto antes, desde ese instante me volví fanático para ir a misa los domingos, no por la misa en sí, sino por la esperanza de toparme con ella. Inventé que, en cuanto nos sentábamos, decía a mis papás que iría a rezar frente a la imagen de una virgen que estaba en la parte delantera al lado del altar, mi papá y mi mamá sonreían satisfechos, mi papá me daba una palmada afectuosa en el hombro y, con ese movimiento, me autorizaba a ir hacia el lugar donde estaba la imagen. Caminaba de prisa, me persignaba en forma apresurada, daba la vuelta y el regreso lo hacía con toda la calma del mundo, escuchaba el murmullo de personas que oraban en voz baja o que chismeaban, mientras buscaba afanoso en las bancas de ambos lados, pedía a Dios que, si era tan poderoso, hiciera el milagro y ¡Dios no fallaba! Siempre mi mirada se topaba con su carita que veía hacia el frente, con una concentración tal que parecía permanecer en estado de gracia. Pedía a Dios que ella, niña preciosa, me viera, aunque fuera un instante, para que me viera sonreír, en medio de mi timidez, pero Dios, ya había hecho el primer milagro, no estaba para cumplir todos mis deseos. La niña nunca me vio. Cuando salíamos de misa, yo trataba de retrasar a mis papás, pero mi mamá nos apuraba, ya nos esperaban los tamales untados, los pastelitos, el chocolate caliente. Miraba hacia atrás, mientras caminábamos, en busca de la niña bonita, la más hermosa del mundo. Posdata: esta mañana de domingo que tuvimos el templo sólo para nosotros, mientras mi mamá oraba, yo recibí el alud de recuerdos, los sonidos, las oraciones, los cantos, la campana, el órgano, el ruido que hacíamos al hincarnos, al ponernos de pie. Casi sesenta años se acumularon en dos o tres minutos que ahí permanecimos, en medio de una burbuja impresionante, llena de silencio. ¡Tzatz Comitán!