viernes, 17 de noviembre de 2023

CARTA A MARIANA, CON SONIDOS

Querida Mariana: ¿definición de silencio? Recuerdo que el padre Carlos decía que era la ausencia de sonidos. Hemos dicho que no hay un silencio absoluto, jamás. Tal vez existió antes del Big Bang, pero a partir de ahí el mundo es un cofre lleno de sonidos, algunos armoniosos (como el balbuceo de una criaturita de pocos meses de edad o las notas de una sonata de Beethoven), otros con cara de piedra torcida (como los aullidos de las ambulancias en la madrugada), seductores (como cuando tu mano descifra el misterio en la piel de tu novio), sedantes (como la voz de una mamá cuando abraza a su niña), olorosos (¿olorosos? sí, como cuando el tío Alberto se pedorrea en su habitación y luego entra la Andrea y sale echo la mocha, porque, dice, apesta a albañal. ¿Y por qué entraste?, pregunta la tía Eusebia. Andrea responde: porque oí como que me hablaba. ¡Me hablaba!, remeda la tía, ¿de cuándo acá su culo apestoso te habla?). Pensá tantito en el tambache de sonidos que nos acompañan todos los días. Damos por descartados los pedos sonoros que a toda hora invaden el mundo (sobre todo en la noche). Ahora estoy en la oficina de Arenilla. Sabés que la oficina está en la parte superior de un edificio de dos plantas. Dos balcones iluminan el espacio. Por ahí se cuelan los sonidos de la calle: el silbato del afilador; a veces un cilindrero que hace la finta de mover el cilindro, aunque sabemos que es una grabación chafa; una tarde pasó un platanero y soltó el pitido de su carrito, sonido único. Escucho los sonidos de los autos que transitan a diferentes velocidades, unos llevan aparatos de música estridentes, a veces hay algún comiteco que recuerda la marimba y la escucha en el radio. El sonido de las motocicletas cada vez es más frecuente; el sonido de las mercaderas también sube desde la banqueta: “pitaúles, chalupas, tzejebes…” El abanico de sonidos se hace más amplio conforme las ciudades crecen, aunque algunos se catafixien, porque los sonidos de las vacas mugiendo y los gallos cantando (aunque no sé si sea el término correcto, porque quien canta es Juan Gabriel y Michael Bublé, pero Daniela dice que en la Biblia aparece lo siguiente: “antes de que el gallo cante me negarás tres veces”, se supone que esto dijo Jesús a Pedro. En Nueva York hay sonidos que jamás se escucharán en San José Obrero o en Cajcam y lo mismo, el sonido del aire bailando en medio de los maizales jamás se escucha en Nueva York. Cada ciudad tiene sus propios sonidos que otorgan identidad. Lo mismo puede decirse con respecto a los seres humanos. No todos los comitecos oímos lo mismo. Los seres humanos tenemos sonidos favoritos y sonidos que aborrecemos. A mí me sigue gustando el silbido que mi amado padre hacía para llamarme. Como soy un pésimo memorista no recuerdo bien la tonada, pero muy seguido (ahora mismo lo estoy haciendo) pongo mi shuta de silbador y silbo, silbo algo que suena como “cuuucú”. Él era un palomo y yo su pichoncito, porque en cartas que enviaba cuando estábamos en la Ciudad de México, él le preguntaba a mi mamá cómo estaba su pichoncito. Ah, qué padre tan amoroso tuve. Diría el pinche Molinari: ¡es mi privilegio! Como en la casa fuimos tres y no más, la algarabía de familias numerosas estuvo ausente. Me acostumbré al silencio. En mi casa de infancia había un gran rebumbio durante la mañana, los pasos y carreras de los empleados, las pláticas de los señores que llegaban a hacer transacciones en la corresponsalía del Banco Nacional de México, las cajas de refresco al acomodarlas en la bodega, las risas de la cocinera y de la salera, las llantas de mi triciclo, los pájaros en los árboles. En la noche todo quedaba en silencio, los mismos focos del pasillo lo iluminaban casi en voz baja. Me acostumbré al silencio. A veces, bobo que soy, aparece un sentimiento que niebla mi espíritu cuando hay una multitud haciendo bulla. Pienso en la Marcha del Silencio que realizaron en la Ciudad de México en 1968, cuando sólo se escuchaban cientos de pasos de manifestantes. La respuesta a esa marcha fue la matazón que se dio días después en Tlatelolco. Hoy, ¡Dios mío!, en forma frecuente se escuchan relatos de personas que cuentan los tableteos y ráfagas que suceden en las noches en diversas ciudades del país. Son ruidos paralizantes, obscenos, castrantes, lastimeros. El silencio de la tranquilidad nada tiene que ver con el silencio de los sepulcros. ¡Tzatz Comitán!