miércoles, 8 de noviembre de 2023

CARTA A MARIANA, CON UNA CONQUISTA

Querida Mariana: el maestro dijo que abriéramos el libro en la página tal, nosotros obedecimos, porque dentro del salón nos tocaba el papel de ser obedientes. A la hora del recreo podíamos disfrutar la libertad, pero dentro del aula éramos como esclavos, el pretexto era el conocimiento. El maestro decía que debíamos ser obedientes para llegar a ser buenos ciudadanos, nos exigía aprender las lecciones, porque, decía, eso nos permitiría ser libres, pero la libertad sólo la rozábamos a la hora del recreo. Así abrimos el libro en la página que él indicó, mientras somataba la varita que tenía en su mano izquierda. Esa vara de membrillo servía para reafirmar la necesidad del aprendizaje. Abrimos el libro y el maestro pidió a uno de nosotros que leyera, el aludido se paró y, con el libro sostenido con las dos manos, comenzó a leer, mientras los demás seguíamos la lectura con los ojos. A la hora que él se trababa nosotros debíamos hacer lo mismo. Uf. Era consecuencia de ser obedientes. Nadie se atrevía a ser libre, los buenos lectores debían trabarse igual que el bobo. Cuando el lector salía del bache donde sólo él se había internado, los demás continuábamos la lectura irregular que él hacía. Esa mañana la lección trató de la Conquista. Nos enteramos que un grupo de españoles nos cambió la religión por una donde un crucifijo es lo que se debía adorar en lugar de ese panteón lleno de dioses que exigían sacrificios humanos. Cuando cerramos el libro, el maestro señaló con la vara el pizarrón y pidió a uno de nosotros que escribiera las palabras: religión y lengua. El elegido tomó el gis blanco y escribió las dos palabras sobre la superficie de color verde. Parece que nuestro compañero no conocía la g de gato, porque las dos palabras las escribió con jota de juego: así la religión se convirtió en “relijión” y lengua en “lenjua”. ¡Ay juela! El maestro corrigió las dos palabras. Después de darle dos varazos en las manos al alumno. Casi oímos que el maestro decía a las manos: “por tontas, tomen, tomen”. Así fue como los gachupines nos conquistaron, nos quitaron nuestra religión, nuestra lengua. Esto fue lo que dijo como colofón el maestro. Nosotros apuntamos lo dicho en nuestros cuadernos y repetimos una y otra vez para que, en el examen, a la pregunta: ¿qué nos quitaron los conquistadores?, nosotros escribiéramos nuestra religión y nuestro idioma. Rubén se volvió a verme y desde su pupitre sacó la lengua y rio, yo también reí, debajo de mi mano, para que no me descubriera el maestro y me acariciara con su varita que no era mágica. Como estudiábamos en un colegio católico, arriba del pizarrón había un crucifijo y el idioma en que el maestro nos regañaba y nos impartía su sacro conocimiento era la lengua de los conquistadores. Nosotros no entendíamos bien a bien cuál era la religión que nos habían robado, porque crecimos yendo al templo de Santo Domingo y rezábamos el santo rosario en casa de abuelita, lo hacíamos con la lengua del conquistador. A veces daba ganas, ante la pregunta: ¿qué nos quitaron los conquistadores?, de responder ¡nada! A nosotros ¡nada! Ellos nos trajeron el crucifijo que nos han enseñado a respetar (una vez Emilio subió a una silla y bajó el crucifijo del salón y lo escondió debajo de un pupitre. No te cuento cómo le fue). Ellos, los conquistadores, nos trajeron la lengua con la que nos comunicábamos, con la que cantábamos, nos contábamos chistes, nos mentábamos la madre. Ellos, los conquistadores, nos dieron la lengua, decía el abuelo Enrique, la lengua más bella del mundo, con la que está escrito El Quijote. Posdata: Adentro del aula no gozábamos de libertad. Sólo a la hora del recreo podíamos sentirnos libres, nadando en medio del aire, brincando, corriendo. En el aula todo mundo debía estar sentado, callado, salvo que el maestro dijera que leyéramos en voz alta el poema que venía en el libro. En el aula nos portábamos como robots obedientes, salvo cuando el maestro iba a la dirección, entonces, nosotros convertíamos el aula en una sala de juegos, en un patio escolar donde brincábamos y, en ocasiones, nos atrevíamos a bajar el crucifijo y bailar a su alrededor. ¡Tzatz Comitán!