sábado, 10 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, CON PASO CORTO




Querida Mariana: Hasta en los desfiles había ritmos diversos. Recuerdo que, en algún momento, el maestro indicaba: “Paso corto”. Nosotros, del paso apresurado y marcial que llevábamos (paso redoblado) pasábamos a un paso más ruidoso, pero con menor avance. Y el extremo del movimiento sucedía cuando nos ordenaban: “Marcar el paso, ¡ya!”, en ese instante todo mundo movía el pie izquierdo y marcaba con el derecho, sin avanzar ni un solo centímetro. Ahí nos estábamos, como si frente a nosotros pasara un tren y debiéramos suspender la marcha, pero sin parar, porque se podía apagar nuestro motor. “¡Uno, dos, uno, dos!”, marcaba el maestro y nosotros le dábamos gusto a los pies.
Algo similar ocurre con el baile. Cualquier danza tiene cambios de ritmo, pero hay algunos que avanzan por la pista y otros que son como “marcar el paso”. Ejemplo de estos últimos es el danzón, porque los bailarines apenas se mueven en un pequeño cuadrado; por el contrario, quienes bailan tango se desplazan un poco más allá, porque así lo exige el movimiento.
En esto pensé, el sábado pasado que fui a comer esquites y me senté en la grada del corredor de la Casa de la Cultura. La vida tenía ritmos diferentes. Uno era el movimiento del pasajero que iba en el taxi y otro el de don Óscar Penagos Arrona, que caminaba por la banqueta lateral del parque; otro era el movimiento del niño que se resbalaba por el tobogán de laja al lado de las gradas y otro el de las palomas que bajaban del techo del 500 noches para comer los pedazos de tortillas que un hombre regaba en el suelo.
El ritmo del tiempo era el mismo (en apariencia). El minuto que pasaba sobre mí, como un pájaro, era el mismo que pasaba por encima de don Óscar. Sin embargo, había algo como una niebla dorada que deslizaba la idea de un tiempo diferente. Todo mundo sabe que los ancianos tienen la sensación que el tiempo pasa más rápido que cuando eran niños. El otro día me sorprendió escuchar que ya era febrero y que la feria de la Pila estaba a punto de comenzar. Iba a comentar algo pero me contuve. Iba a comentar el lugar común de que apenas a la vuelta de la esquina había quedado navidad. Sí, el tiempo parece pasar más de prisa conforme uno envejece. Cuando somos niños el tiempo tarda en caminar, tiene el paso de don Óscar y ahora es don Óscar el que camina lento (salvo cuando él pasa la calle, entonces apresura tantito el paso y su andar lento lo convierte en un prodigioso saltito, como de chapulín arrecho).
Esa tarde, el mismo aire era un todo uniforme, pero, a la hora que terminé de comer los esquites, se intensificó y se volvió un viento rebelde, como si alguien (algún maestro) hubiese dado la orden de abandonar el paso corto y retomar el paso redoblado. Las copas de los árboles se movieron al ritmo que el viento les imponía. También la naturaleza modificaba su paso. ¿Qué sucederá con el ritmo universal? ¿Habrá algún momento en que una galaxia deja el paso redoblado y retoma el paso corto? ¿O lo contrario?
Las ciudades tienen distintos ritmos. Los comitecos alabamos el ritmo armonioso que, aún, tiene nuestra ciudad. Pero no terminamos de ponernos de acuerdo. Intereses personales botan las iniciativas generales. ¿Por qué no nos atrevemos a hacer peatonal el centro? Quienes están en contra aluden a que el comercio bajaría (¿De verdad?) o que si se hace peatonal, los espacios serán ocupados por las organizaciones para vender chicharrines, palomitas, cigarros sueltos y halls o, en el colmo, llenar de puestos y carpas para vender calzoncillos, mochilas, pizzas todas llenas de grasa, tacos de ubre y de tinga (¿No puede la autoridad imponer el derecho colectivo por encima del interés de unos cuantos?). Si el centro se hiciera peatonal la ciudad tomaría otro ritmo, uno más armonioso, más tranquilo, sería el lujo que se dan las ciudades que respetan la convivencia colectiva, porque, seamos claros, la mayoría prefiere vivir en espacios donde la coexistencia es más tolerante. Digo que cada ciudad tiene su propio ritmo, la Ciudad de México, por ejemplo, marcha siempre a paso redoblado, redobladísimo; por el contrario, hay ciudades, de las llamadas provincianas, que son un deleite para el espíritu. Estas ciudades procuran marchar a paso corto y, si es posible, marcando el paso. ¡Ah!, qué deleite ver a los niños correr sin el peligro de que un alocado conductor se trepe a la plaza con todo y su 4x4, con bocinas vomitando banda en sonido altísimo, ensordecedor.
¿Por qué el transporte urbano no circula por otras rutas? ¿Por qué no hacemos un pacto y decidimos vivir con tranquilidad? ¿Por qué no procuramos, poco a poco, humanizar nuestra ciudad?
Yo no sé si alguno de los que andan muy dispuestos a sacrificarse para llegar a ocupar la presidencia municipal contempla, en su programa de gobierno, hacer más digno el centro. Y que conste, que no se trata de hacer modificaciones a la traza, ¡no!, se trata de dignificar el espacio de convivencia, el corazón de nuestro pueblo. ¿Vamos a seguir caminando por ese parque “enlajado” que tiene muchos huecos, huecos que provocan torceduras en los caminantes? ¿De veras permitiremos que el deterioro continúe y cada vez sea un espacio más desagradable? Yo pienso que no debemos permitirlo. Los comitecos (los verdaderos comitecos, los que aman su pueblo y todos los días abonan porque siga siendo el espacio bendito que es) no somos malhechos; por el contrario, heredamos la grandeza de nuestros ancestros, de quienes (en su tiempo) abonaron para que el pueblo fuera esta hoja de hierbabuena con sabor de menta que nos endulza el espíritu cada día.
Don Óscar, como dijera el cantante, “ya camina lento”, sin prisas. Tal vez es un hombre sabio. Los comitecos reconocemos en él a un buen ejecutante de marimba, parte de ese tronco genealógico de los famosos Penagos, que tanto lustre han dado al instrumento musical en la región. Cuando don Óscar tocaba la marimba, sus manos se movían como alas de cenzontle y sus pies tenían la certeza de los pilares de madera de las casas tradicionales. Como ante todo buen ejecutante, la madera de hormiguillo se rendía a sus pies y los pies de los bailarines seguían la orden afectuosa que él indicaba: “¡Muevan los pies en marcha redoblada!”, y los comitecos, debajo del manteado, en el patio central, iban de un lado para otro y daban la vuelta y hacían una rueda y uno de ellos hacía un “solito”, como si fuera un bebé precoz y todo mundo aplaudía, porque el ritmo de las manos (cuando hay guateque) también se vuelve otro, las manos que, por lo regular, están destinadas al trabajo diario se alebrestan y bailan en el aire.
Cuando terminé los esquites me quedé un rato más. Don Óscar caminaba con rumbo a la jardinera frente al templo de Santo Domingo, donde, casi todas las tardes, lo espera su esposa. Ellos tienen la costumbre de sentarse y mirar cómo es el ritmo de la tarde. Sus amigos se acercan, se sientan y platican con ellos. La plática es armoniosa, pero a veces el agua de la risa desborda y sus rostros se iluminan. En ese instante la vida tiene un ritmo de guaracha, de mambo.
Posdata: Esta semana, el pueblo recibió una noticia lamentable: Murió el ingeniero Rodolfo Meza Arrona, un bailarín de primera. Su presencia, en los jueves y domingos de marimba, en el parque central, se volvió proverbial. Su entusiasmo desbordaba, era como un río de esos que no sólo siguen el cauce, sino que abren nuevas rutas para mojar las tierras donde hay semillas. Sembró. Sembró alegría, asombro. Las personas que siempre se reúnen en torno a los bailarines reconocían la grandeza de su alma, bailaba con una gracia especial, con un don casi divino. Por eso no era raro que las muchachas bonitas hicieran lo posible para ser pareja de tan excelso bailarín. Hará falta, sí, mucha falta. El guateque seguirá y muchas personas seguirán bailando, pero faltará su magia especial, ese brazo en alto que parecía bajar las estrellas con un simple movimiento hacia el centro del parque. Cuando bailaba, uno sabía que los pies eran su corazón, los pies bombeaban la sangre y ésta era la savia que daba vida a su pareja y a las decenas de curiosos y adoradores de la marimba. Él imponía el ritmo en que la tarde se estiraba plácida. Hará falta, porque él fue un hombre que impuso el ritmo en que el mundo, en ese instante, debía moverse: ¿A paso de redoble? ¿Marcando el paso? ¿Por la orilla del mundo? ¿A paso corto para marcar el centro del universo?
Cuando me siento en una banca y veo a los bailarines y a los espectadores haciendo rueda y escucho la marimba que se descuelga de lo más alto, como si fuera un dedo de sol, pienso que Comitán tiene un ritmo armonioso, que no debemos descuidar, que debemos amamantar con el cariño de sus hijos más preclaros.