martes, 20 de febrero de 2018
MIL TEMAS
¿De qué hablan los que hablan? Digo esto, porque, desde siempre, cuando estoy con alguien no sé de qué hablar. No tuve novia cuando fui joven, entre otras cosas, porque me aterraba pensar de qué hablar al estar con una muchacha bonita. La peor imagen del mundo es la que muestra a una pareja de jóvenes sin hablar, dando vueltas en el parque. Ella mira hacia la izquierda y él hacia el piso. Así, vuelta tras vuelta, mientras sus amigos platican de mil cosas y ríen y disfrutan la convivencia.
El otro día una muchacha bonita me dijo que, sin duda, platicar conmigo debía ser muy interesante, porque como leía tanto mi plática debe contener mil temas. ¡Mil temas! La vi y le dije que no era así y ya no supe qué más decir, porque me trabo ante la presencia del otro, el otro (siempre ha sido así) me cohíbe.
¿De qué hablan los que hablan? ¡De mil temas! Entonces, porque hay jóvenes que no saben qué decir, no saben romper el hielo; es decir, parece que la pregunta no es ¿de qué hablar?, sino ¿cómo se adquiere valor para hablar? Porque hay personas que poseen la gracia y el talento para la platicada y personas que son sosas como piedras.
Tuve amigos que veían a la chica que les gustaba, se arreglaban el cuello de la camisa con ambas manos y abordaban a la muchacha con un gran desenfado. Cuando la pareja pasaba frente a nosotros (que seguíamos sentados en la banca del parque) veíamos que ella sonreía ante algún comentario que él hacía, se les veía bien, contentos. Ella, coqueta, alzaba las cejas como si fuese un ave apenas soltando las alas. A las vueltas siguientes, la plática seguía intensa, como si poco a poco se fuera llenando un pozo con agua de luz.
En no pocas ocasiones me acerqué a Ramiro, quien era un tipo experto en romper hielo y en seducir a las chicas. ¿Qué les decís?, preguntaba, y él, me daba tips y me decía que había mil temas para iniciar una conversación; me decía que a las chicas, como en cualquier juego, les gustaba sentirse ganadoras, les gustaba sentirse admiradas, queridas. Yo me emocionaba, retenía en mi memoria los hilos que me servirían para hacer el prodigio, pero, a la tarde siguiente, todo se derrumbaba en el instante que mis amigos me empujaban para abordar a la muchacha que me gustaba. Sí (ahora lo reconozco) caminaba con ánimo de árbol seco, iniciaba mal, porque en lugar de mostrar aplomo, preguntaba: ¿Te puedo acompañar?
Ramiro sugirió que no volviera a acercarme a una chica cuando iba con el grupo de amigas, porque podía suceder lo mismo que me había sucedido. ¡No!, me dijo la chica. La respuesta motivó la risa de todas que se burlaron al ver que yo me quedaba ensartado a la mitad del parque, mientras la chica volvía la mirada y me repetía ¡No!, y yo tomaba, no sé de dónde, el rojo más intenso y más vergonzoso para frotármelo en la cara. Regresé todo chiveado con mi grupo de amigos, quienes (lo agradezco) me dijeron que ella no valía la pena, que era una presuntuosa.
Así que a la vez siguiente (ya no con la misma chica) esperé que caminara sola para abordarla. Cuando vi que iba frente a Nevelandia, bajé del parque y me acerqué: “¡Qué tal!”, dije (ya había aprendido que no debía acercarme con una pregunta, porque ésta abría la puerta para que me dijeran no). Ella vio que me puse a su lado y caminé a su paso. “Qué tal”, respondió. ¡Bien!, pensé. Eso era comenzar con el pie derecho. Estaba a punto de decir la siguiente frase que Ramiro me había enseñado, cuando ella se paró, abrió los brazos y recibió, como si fuese un puerto, el barco que encalló en su orilla. ¡El muchacho la abrazó y le dijo: Chiquita mía! Yo volví a quedarme trabado a mitad de la banqueta, para no verme mal me acuclillé, desamarré la cinta de un zapato y volví a amarrarla. Mientras pedía a Dios que ellos se alejaran pronto, de soslayo miré hacia la banca donde había dejado a mis amigos, ellos se hamaqueaban de la risa.
¡No! Acercarse a una chica era como presentar examen de cálculo diferencial cuando no sabía sumar ni restar. Así que decidí seguir sin novia, porque no sabía cómo acercarme a ellas. ¿Qué decirles? ¿Cuál era el secreto para ser como Ramiro?
¿De qué hablan los que hablan? ¿Qué gracia poseen los que, un minuto después, logran gran conexión con la persona que acaban de conocer?
A mis sesenta años (ya casi sesenta y uno) sigo padeciendo un desasosiego al estar frente a un desconocido. ¿De qué puedo hablar? En muchas ocasiones, ahora ni siquiera llego a decir ¡Qué tal! Debe ser un complejo condicionado que aparece a la hora que pienso en la pareja. Porque en aquel momento pensé que me había ido bien, porque el muchacho pudo pensar que molestaba a la chica y darme una lección, con dos golpes y tres patadas, para que la siguiente vez no fuera tan atrevido, para que la próxima no me quisiera pasar de “galán”.
Ramiro no podía creerlo. Dijo que la chica no tenía novio. ¿Entonces? Dijo que el muchacho era amigo de ella y que yo era mejor prospecto que él.
Pero, pregunté, ¿qué debía hacer entonces? Ramiro sonrió y dijo que lo que había hecho era lo mejor, y como si fuese un maestro de Harvard, mencionó que en casos similares uno debía agacharse para amarrar las agujetas de los zapatos. Me felicitó, dijo que avanzaba a pasos agigantados en mi aprendizaje y me abrazó. Creo que ha sido la felicitación más ingrata de mi vida. Me sentía mal, muy mal.
¿De qué hablan los que hablan? ¿Cómo vencen el pánico interpersonal?
Veo a muchos muchachos (aún ahora) que no se acercan a las chicas que les gustan, porque no saben qué decirles, no saben cómo romper el hielo. ¡Ah, qué jodido! Muchos, de nacimiento, no traemos integrados los necesarios rompehielos.