miércoles, 28 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, CON TARDES DE LLUVIA Y SOL




Querida Mariana: ¿Te cuento? Una tarde, Ofelia me preguntó: ¿De qué te acordás? Dije que me acordaba de las tardes, de las tardes pálidas del pueblo, de esas tardes donde los vendedores dormitaban detrás de los mostradores y los niños jugaban canicas en el espacio de tierra que había en el parque. Me acordaba de esa luz que era como reflejo de una piedra de ámbar, de esa luz que era como miel derritiéndose sobre los árboles.
¿Te acordás de la lluvia?, me preguntó. Dije que sí. Recordaba las tardes de lluvia. En el pueblo casi siempre caía una lluvia tenue, simpática. Pocas veces llovía de forma estruendosa. Una ocasión espectacular fue cuando, como a las cinco de la tarde, Juan, Emilio y yo estábamos en el billar y escuchamos un escándalo en el techo que nos espantó, que obligó a Emilio a fallar el tiro de la bola ocho que estaba ya frente a la buchaca. Cuando la bulla comenzó Emilio empujó el taco y la punta de éste resbaló sobre la bola blanca, cosa que nunca sucedía, porque Emilio era, de los tres, el que mejor jugaba, era un viciosillo para el billar. ¿Qué pasaba en el techo? ¡Está lloviendo!, dijo Arnulfo, el coime, y, tranquilo, siguió acomodando las bolas en un contenedor que tenía detrás del mostrador de madera. El techo del billar era de lámina de zinc y el aguacero de esa tarde era un diluvio, el ruido bestial era como si arriba soltara una camionada de piedra. Apoyados en la mesa forrada con una carpeta verde, vimos hacia el techo y sentimos que las láminas se doblaban. ¡Está granizando!, dijo Arnulfo, y, tranquilo, siguió acomodando las bolas. Casi no granizaba en el pueblo. Por esto, los tres teníamos una cara de aflicción. Juan se acercó y me dijo que saliéramos, antes que el techo fuera a caerse. Yo le dije que no, porque afuera llovía a cántaros, pero (no sé por qué) fui a dejar el taco en el mueble donde los demás tacos estaban parados. Acomodé el taco y le pedí a Arnulfo que me diera la cuenta. Además del tiempo de la mesa de billar debíamos pagar tres cervezas (cada uno había tomado una) y tres panes compuestos que habíamos comido. Vi que Arnulfo dejó la última bola de billar en el contenedor de madera y estiró el brazo para tomar el papel donde llevaba nuestra cuenta. Ya no alcanzó a tomarlo. El techo se desgajó y cayó como si fuera un hombre borracho. Vi a Arnulfo protegerse la cabeza con sus manos. El granizo cayó sobre él. Casi sentí el agua helándolo por completo. Arnulfo bufó como toro, se agachó, desapareció de nuestra vista, quedó detrás del mostrador. Todos los demás nos replegamos, como si la zona de atrás estuviera libre de caer. Cosa que, al final, así sucedió. Parecía que las vigas de madera de la zona donde estaba la administración del billar estaban más apolilladas que las otras. Todos nos hicimos para atrás. Pensamos que nos habíamos salvado. La lluvia continuaba, su mano empuñada seguía dando golpes brutales al techo de lámina. La bulla era como de mil cohetes explotando. Juan se cubrió las orejas con sus manos. Emilio dijo, a gritos, que fuéramos a auxiliar a Arnulfo. Nadie se movió. Como si nos hubiera escuchado, vimos asomar la cabeza de Arnulfo detrás del mostrador, primero aparecieron sus manos y luego su cara, como si fuera un submarino emergiendo a mitad del mar. “No se preocupen, estoy bien”, dijo, con voz temblorosa, tal vez no tanto del susto sino de lo helado del agua. Cuando Arnulfo lo dijo, nos sentimos mal, porque, en realidad, hubiéramos dejado morirlo, porque nadie se movió cuando Emilio pidió que auxiliáramos al coime. Arnulfo salió de la cascada y tomó el trapo que usaba para limpiar las bolas y comenzó a secarse el cabello y luego la cara y luego el torso y la espalda y las piernas y la entrepierna. Era un zanate debajo de una tormenta. En el lugar del techo donde se abrió un hueco el agua seguía desparramándose con el mismo descaro con que se desnudan las putitas.
Esto llegó a mi mente cuando Ofelia me preguntó si recordaba la lluvia. Claro, nada de esto le dije. Sólo lo recordé en un instante, como si el recuerdo fuese una de esas luces que caen en noche de lluvia de estrellas. Dije que sí, que recordaba las lluvias del pueblo, las que caían en la tarde, sin mucho aviso y que obligaban a correr a los niños que salían de la escuela, a los viejos que se protegían en los cafés, a las mujeres que abrían los paraguas y saltaban, como aves zancudas, por los charcos que aparecían sin descanso, de igual manera que brotan los hongos en la planta de los árboles.
¿De qué más te acordás?, insistió Ofelia. Entonces dije que recordaba las tardes en qué, de niños, íbamos a la doctrina, en que nos subíamos a los árboles a cortar jocotes o las tardes en que íbamos a los magueyales donde ahora están las gasolineras, las refaccionarias y los lotes donde venden carros, y nos acuclillábamos frente a los magueyes y escarbábamos en su corazón y tomábamos el aguamiel hasta que el dueño, a los lejos, pataleando, alzando los brazos, nos amenazaba y gritaba que nos fuéramos, porque si nos alcanzaba nos daría una tunda. Y nosotros nos parábamos, riendo con una risa nerviosa, y corríamos, alejándonos del hombre que nos perseguía sin alcanzarnos.
¿Y vos?, pregunté. Y Ofelia, quien había insistido en sus preguntas, dudó. No supo qué responder. Pero yo vi que una serie de recuerdos, como carros en un bloqueo, se detenían frente a sus ojos, frente a su memoria. El atasco fue tan intenso, tan severo (casi como la lluvia de aquella tarde en el billar), que quedó muda. Sus ojos se nublaron y se puso a llorar. Parece que todo un nudo de nostalgia le apretó la garganta y el corazón.
Sí, sí, dije. Ofelia se abrazó a mí y, con dificultad, dijo que se acordaba de todo.
Ahora, cuando alguien me pregunta qué recuerdo, digo esto que acabo de escribir: la tarde que Ofelia se fue llenando de tantos recuerdos, que, como barco, comenzó a zozobrar.
Posdata: El juego que comienza con la pregunta ¿Qué recordás?, es un juego que puede irse por el lado del recuerdo agradable o por el del recuerdo que se cuelga en el columpio de la nostalgia. La mayoría de veces, Ofelia y yo jugábamos el del recuerdo agradable, pero a veces nos daba por caminar por la senda del recuerdo triste, porque siempre (eso no puede evitarse) cuando alguien habla del pasado hay algo como una niebla gris que es el vestido de la nostalgia.
Vos, querida mía, ¿de qué te acordás?