miércoles, 21 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, CON UNA ESQUINA APARTADA




Querida Mariana: Javier Molina ya cumplió setenta y cinco años. Javier, el poeta. El poeta que es escaso para las fotografías. ¿Algún fotógrafo se habrá acercado a pedirle una sesión fotográfica, sólo para que exista un documento gráfico de los creadores chiapanecos? Lo dudo. Lo dudo, porque Javiercito es escaso para las fotografías. No se deja retratar, como si pensara que su oficio es el de sembrar guijarros y no el de dejar que la avalancha tuerza los árboles del bosque.
Hace tres o cuatro meses me lo topé en una calle de San Cristóbal y le pregunté si podía tomarle una fotografía. ¡No, no!, dijo y agregó: “Tengo cosas por hacer” y siguió caminando. Sí, lo entiendo. La siembra de piedritas exige atención total. El poeta no está para sesiones fotográficas y mucho menos para fotografías callejeras. ¿Qué se cree el fotógrafo? ¿Que el poeta está, como las ventanas, a disposición de cualquier lente? Por supuesto que no. El poeta no es una ventana. El verdadero poeta es una puerta cerrada, clausurada, es una montaña que da fuego al ermitaño.
Pero el viaje permite hallazgos. Tiempo después regresé a San Cristóbal de Las Casas y volví a toparme con Javiercito y pensé que ahora no debía revelar mi intención ni pedir permiso. Saqué mi cámara y desde la banqueta contraria disparé, como si fuera un cazador furtivo o como si fuera uno de esos fotógrafos molestosos que se autodenominan paparazzi. Y temblé tantito, por la emoción, por la emoción de capturar con mi cámara al poeta escaso de fotografías. Porque, Javiercito ya cumplió más de setenta y cinco años y es un árbol con muchas ramas, ramas torcidas, llenas de pájaros, de nidos, de golondrinas y de historias, como aquella que cuenta que participó en el movimiento estudiantil del sesenta y ocho. Movimiento que en 2018 cumplirá los cincuenta años, las bodas de oro del terror. La historia cuenta que en ese tiempo anduvo en las calles repartiendo volantes y que participó en la Marcha del Silencio. Él, quien siempre ha soltado palabras al viento como los niños sueltan el hilo de los papalotes, hizo silencio y caminó por las calles de la Ciudad de México, con el mismo andar titubeante con el que ahora recorre las calles de su ciudad natal: San Cristóbal. A veces camino y me detengo en cualquier esquina y veo a los que caminan por ahí y pienso qué clase de personajes son ellos. Puede ser que uno de ellos sea un gran fotógrafo o uno que participó de manera activa en el 68 y nosotros no lo sabemos, porque casi nunca pensamos en los otros, en los que caminan a nuestro lado, no sabemos de sus vidas ni de sus propósitos, no podemos saber si van ensimismados porque su mamá está en el hospital o porque su esposa lo traicionó con su mejor amigo o lleva un cuchillo o es un poeta y piensa en las palabras que debe acomodar en un verso.
Y saqué la cámara y comprobé que había tomado la fotografía. Y vi que estaba en medio de dos puertas con barrotes de fierro, como si fuera una crujía y él caminaba (casi volaba) con el ala de papel de china un poco maltrecha. Caminaba pensando en quién sabe qué, mientras yo apretaba el botón de la cámara y lo capturaba como quien captura un canario y lo enjaula, pero él no se dejaba (no se deja) porque la crujía estaba abierta y las puertas nada cancelaban, ni siquiera el viento porque corría libre por en medio de los barrotes.
Y no pedí permiso. Tomé la foto como el turista que toma una fotografía del río Sena para compartir con sus amigos, al regreso del viaje. Acá está un río, un río de palabras, palabras que, igual que el poeta, nadie puede encerrar en jaulas. Sus palabras caminan como él, vuelan como él.
Posdata: Carlos Gutiérrez Alfonzo, también poeta, ha dicho de Molina que: “… se trata de un poeta interesado por una palabra viva, no altisonante ni con pretensiones de que su voz retumbe como imán para fantasmas”. Javiercito camina, en su cabeza hay sembradíos de guijarros, pequeñas piedritas que algún día servirán para hacer un cimiento.