miércoles, 14 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE LA CASITA DEL ÁRBOL




Querida Mariana: Tu amigo Hugo me envió esta fotografía, desde la Ciudad de México. A Hugo se la envió Likil, desde Vancouver. Ahora, yo te la envío, desde Comitán hasta Comitán.
¿Qué es? Es una casita, como aquella casita del árbol con la que sueñan todos los niños, pero esta casita (se ve por el tamaño) no es para jugar dentro de ella. Los juegos (como decía Cortázar) están en otra parte: “Acá los juegos”, decía Julio a la poeta Alejandra Pizarnik, en un poema.
Hugo dice que Likil dice que allá esta casita es para el juego del lector frecuente. Si ya viste con atención, adentro de la casita hay libros. La casita (a diferencia de las casas de México y, en tiempos recientes las casas comitecas) no tiene candados ni tiene orugas de púas en el techo. La casita de Vancouver (casi iba a decir la casita de Likil) permite que todos los paseantes puedan entrar como Pedro por su casa, meter la mano (ah, otra vez Cortázar. ¿Recordás aquella mano que llegaba a la casa de fulano y entraba por la ventana, como si fuera un gatito?) y sacar un libro y meter otro. ¿Ese es el juego? Sí, ese. El lector lleva un libro resguardado en el pecho (como llevan sus libretas los preparatorianos), abre la puerta de a casita de Vancouver y lo intercambia por otro que no ha leído. ¿Imaginás la probabilidad de intercambio? Uf, puede ser exponencial. Porque cuando uno, desde acá, ve el tipo de juegos que juegan los habitantes de la ciudad donde Likil habita piensa que una multitud es amante de los libros y, sobre todo, es respetuosa de las reglas del juego; es decir, allá (y no acá) las personas siguen las normas: abren la puerta de la casita, dejan un libro y toman otro y así el juego es infinito e infinitas las posibilidades de juego y de sueño y de vida.
¿Ya viste qué sencilla la casita de Likil? Es de una sencillez diáfana, como si fuese un simple respiro de una buganvilia. Jugar este juego acá no implicaría mayor dificultad, y digo que no habría dificultad porque acá (como allá) hay carpinteros de excelencia que harían casitas bien bonitas y las pintarían con los mismos colores que usó Tamayo en sus pinturas. ¡Ah, qué bonitas se verían estas casitas en la esquina de la casa! Acá también hay lectores. No tantos como allá, pero hay, los hay. Así que una mañana, ya que la casita de Comitán estuviera sembrada en una banqueta común, los jugadores acudirían y dejarían la dotación inicial de libros (diez, digamos), para que al otro día, comenzara el juego (Los juegos del hambre, del hambre intelectual, del hambre del conocimiento, del hambre del mejor juego del mundo -con perdón de los aficionados al soccer-). Pero, vos y yo lo sabemos, y lo saben miles de comitecos, a la mañana siguiente, cuando el primer jugador llegara con su libro para intercambiarlo por otro que no hubiera leído, ya no estaría la casita, porque las casitas de juegos en este pueblo ¡vuelan!, vuelan sin tener alas, vuelan porque los amantes de lo ajeno (rateros cabrones, se llaman) todo lo echan a perder. No sólo se llevarían los libros (siempre pueden dejarlos en prenda por una hora de billar o para calentar el boiler antiguo), también se llevarían toda la casita, porque la usarían como casa del perro o para reciclar la madera. Sí, querida mía, al otro día ¡ya no habría casita de Comitán! Muchos aún no lo advierten bien a bien, pero hay personas que se están apoderando de la casita de Comitán, las organizaciones, poco a poco, se apoderan de los espacios públicos, los que son de todos. Llegan a más, algunos invaden predios ajenos.
Hace algunos meses llegó una vecina a la casa, una vecina que ama al pueblo y nos regaló una maceta con la condición de que la colocáramos en la banqueta y le sembráramos flores. La intención era sencilla y maravillosa: Que nuestra calle estuviera llena de flores, para que los caminantes la disfrutaran. Mi mamá (que también es amante de las flores) preparó la tierra, le echó abono y sembró unas flores bien bonitas, flores que a la mañana siguiente habían desaparecido. ¿Quién se las llevó? Un jodón (o jodona), alguien que siempre echa a perder los juegos.
¿Una casita de Likil en Comitán? Algún día debemos intentarlo. Por ahora no. La gente no entiende aún el concepto de bien común; no comprende el juego comunitario, el que hace más feliz a la sociedad. Acá desaparecerían los libros y con ello ¡desaparecería el juego!
A cada rato me topo con amigos que dicen que no prestan libros, porque en México (y por supuesto en Comitán) el que da un libro en préstamo es un tonto y es más tonto el que lo regresa. ¿Mirás cómo pensamos? Decimos que quien regresa un libro prestado es un tonto. ¡Qué bobera! Qué bobera, pero así somos. Allá, en Vancouver, donde Likil vive, la gente juega, juega bonito, porque piensa que quien se lleva un libro deja otro para el otro y así juegan todos y todos se benefician.
¿Acá? Por ahora creo que no podemos intentarlo. Nos conformemos con saber que hay sociedades que sí saben vivir en convivencia sana.
Posdata: ¿Acá? ¿Has escuchado que alguien te dice: “No me robés el aire”? ¿Mirás cómo pensamos? ¡Ah!, sería tan bonito que en nuestro pueblo existieran decenas de Casitas de Likil y que jugáramos el juego del libro infinito, pero somos de lo que no hay. ¡Qué pena! Así somos. Y digo qué pena, porque sería bueno que los niños supieran que, como dijo Rosario Castellanos, hay “otro modo de ser”, un modo más pleno, más sano, más inteligente, más juguetón.