jueves, 1 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UNA CHULADA DE FOTO




Querida Mariana: Tu amigo Hugo envió esta fotografía que anexo y dijo que era una “chulada de foto”. Sí. ¿No iba a decir algo?, preguntó. ¡No! ¿Qué podía decir? Es como cuando estás parado frente al mar y quien está a tu lado dice que eso es bello. Ante eso nada podés agregar, vale más quedarse mudo y admirar lo que tenés enfrente.
Lo que sí me impresionó fue lo que Hugo dijo: “Es una chulada de foto”. Recordé que cuando tenía ocho o nueve años, Ramiro llegaba a la casa, tocaba la puerta y cuando yo abría él me apuraba para que fuéramos a buscar “bonitas”. El juego era fascinante, caminábamos por las calles, al lado de casas con balcones y puertas enormes que resguardaban los patios con sus corredores y pilares de madera y bajábamos hasta Yalchivol donde comenzábamos con el juego. Ramiro pateaba las piedras, levantaba polvo, hasta que se acuclillaba y, como si tuviera una moneda de oro, levantaba el brazo y me mostraba una piedra bola, pequeña, que le cabía perfectamente en la mano. Me acercaba y veía la redondez, la perfección de la piedra, el color ambarino con vetas rojas. Los dos sabíamos que esa era una “bonita”. Esta piedra podía servir, si la colocábamos en la chapeta de la tiradora, para matar pajaritos en el rumbo del río grande, o podía servir para regalárselas a la tía Rosa para que la colocara en la mesa de centro o en su buró, o podía servir para dársela, envuelta en papel de china, a la niña que nos gustaba, o, en ocasiones, para espantar al “Bruno” que siempre, cuando pasábamos por el frente, se somataba en la malla de gallinero, mostrándonos sus colmillos, ladrando como si fuéramos delincuentes.
Cuando encontrábamos una bonita, Ramiro la guardaba en su bolsillo y subíamos al parque. En el camino, Ramiro que era un curioso inagotable, señalaba una casa con su dedo índice y decía: “¡Otra bonita!” y yo miraba la ventana que señalaba y sonreía, porque habíamos hallado otra bonita. Una ventana pequeña, casi del tamaño de un dedal, sólo para un ojo. ¡Ah, qué maravilla!
Como ya comprendiste, querida Mariana, no todo cabía en nuestro juego. Cabía, sí, la niña que caminaba en el parque y que nosotros veíamos sentados en una banca; cabía la abuela, la rosa, la piedra, la luna, la risa de Amanda, pero no cabía el balcón, ni el auto, ni el sol, ni el árbol; es decir, el juego de la bonita sólo permitía objetos femeninos.
Una mañana, cuando Ramiro tocó la puerta, abrí, salí y caminamos por la bajada de la Pila, comenté eso a Ramiro. Vi que una niebla apareció en su mirada y como si intuyera que estaba echando a perder su juego, un instante después, con la sagacidad que lo caracterizaba dijo: “A partir de hoy el juego se llama Chulada”. Rio y dijo: “Mula el último” y echó a correr por la bajada. Lo seguí. Siempre lo seguía. Lo seguí en su juego que, ahora, permitía todo. Cuando llegamos a la esquina, señaló con su índice y dijo: “Ahí está una chulada, ¡chulada de balcón!”. Yo sonreí, en mi sonrisa había una palomita de diez que, como maestro, estaba escribiendo en el cuaderno de Ramiro. ¡Su descubrimiento era maravilloso! La palabra chulada, a diferencia de la palabra bonita, admitía todos los objetos, los femeninos y los masculinos. Bien podía decirse: Chulada de piedra, chulada de casa, chulada de auto, chulada de hombre, chulada de mujer. En chulada cabía todo el universo. Pensé entonces que la palaba chulada era una chulada de palabra.
Posdata: Esto, querida niña, fue lo que pensé cuando leí lo que Hugo escribió, cuando me alentaba a ver la fotografía. Yo nada dije. ¿Qué iba a decir? No me había jalado la fotografía, me había subyugado el recuerdo de la palabra. La palabra chulada es una chulada de palabra. Permite que quepa todo el universo.