lunes, 26 de febrero de 2018

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA




Un niño en medio de una banqueta, al lado de una calle empedrada. El niño se rasca la planta del pie, está descalzo, frente a su par de zapatos y un carro de juguete. El niño juega “a los carritos” al lado de donde transitan los autos grandes, los verdaderos. Es un niño en medio de un mar, con olas petrificadas, en medio de un azul color hielo.
Yo caminaba rápido, debía llegar al banco para hacer un depósito, cuando esta imagen me detuvo. Me detuvo con la misma intensidad con que un semáforo en rojo detiene a un automovilista. Como si estuviese adentro de un auto ¡frené! Puse punto muerto y dejé que el tiempo, el de los automovilistas o de los demás peatones, continuara encaramado en su caballo de carreras. Me detuve y observé al niño que, ajeno a todo lo demás, se rascaba la planta del pie. Lo hacía (lo vi en su rostro) con fuerza. Algo le picaba. ¿Las niguas hacen su casa en la planta de los pies?
Mientras el oleaje de todos los días aventaba su avalancha de espuma sobre la orilla de la banqueta, el niño se rascaba, lo hacía con fuerza. Vi en su rostro que el acto de rascar le provocaba alivio, el mismo que tiene el niño cuando hace pis. El simple acto de rascarse le causaba cierto gozo.
Yo me recargué en la pared y dejé que una señora pasara. Ella vio al niño y lo ignoró. Tal vez pensó que el niño estorbaba su paso. El niño también ignoró a la señora, ignoraba a todos los peatones. Algunos de éstos lo miraban por uno o dos segundos y luego levantaban la mirada para continuar con su camino. Sólo yo había hecho una pausa, había dejado lo importante por lo trascendente, porque supe que ahí, en medio de ese mar de lajas, ocurría algo importante: el juego de todos los días.
Hubo un instante que el niño suspendió el acto y dejó de rascarse. No levantó la vista, sólo la desvió tantito, en lugar de ver la planta de su pie, vio el carrito y vio sus zapatos. Pensé (a veces lo hago) que se colocaría los zapatos de nuevo, porque vi que tomó uno, pero no se calzó. Lo que hizo fue poner la chancla atrás del carrito rojo y luego tomó el otro zapato y lo colocó en la fila de los dos objetos y pensé que eso era como un tren de tres vagones, pensé que el auto rojo era la locomotora. El niño (sin duda) pensó lo mismo porque, con su mano (la misma con la que se había rascado la planta) avanzó a la locomotora, lo avanzó una o dos lajas y luego hizo lo mismo con el otro zapato y luego con el último y oí que, con su boca, hacía sonidos que -¡no había duda!- eran los sonidos de un tren, de un tren que avanzaba por en medio de ese mar de lajas, avanzaba sin vías visibles, avanzaba sin interrupciones, porque el niño avanzaba al mismo ritmo que su tren. Cuando el tren estaba medio metro adelante, el niño se arrastraba y avanzaba, avanzaba a mitad del mar. Parecía un náufrago, cuando lo pensé algo como una niebla sembró un árbol triste en mi memoria; pero luego pensé que no era un náufrago, al contrario, era como un Cristóbal Colón del Siglo XXI y, con su Niña, su Pinta y su Santa María, descubría nuevas tierras y sembraba su bandera como conquistador, como dueño de nuevos territorios.
El niño, a mitad de la banqueta, había hecho su territorio de juego. Los peatones se hacían un lado, tal vez molestos, pero ellos se hacían a un lado. Se hacían a un lado los que, apresurados, iban al banco, los que iban a hacer inversiones, porque sueñan con comprar muchas casas en el pueblo. Y este niño, hijo de una limosnera, era dueño temporal de ese espacio.
El niño, con su boca, hacía el sonido de un tren, de un tren que, como si fuera un trasatlántico, araba las olas de ese mar, porque sólo la imaginación de un niño puede sembrar árboles llenos de vida en medio de un mar de piedra. Él, de manera temporal, había llevado el tren a Comitán, una ciudad que nunca ha tenido tren, ni andén, ni vías.
Estaba en esas cuando Marcos se acercó, me saludó y preguntó: “Qué profe, ¿en qué está?”. Fue como si despertara, saludé y dije que iba al banco. Nos despedimos y fui al banco y en el banco sólo vi a gente que, desesperada, esperaba pasar a ventanilla a depositar o a sacar dinero. El mundo de los adultos, pensé. ¡Qué aburrido, qué soso, qué tonto!