lunes, 30 de septiembre de 2019

CAMINOS INÉDITOS





Cada mente funciona de manera desigual, responde de una o de otra manera a ciertos estímulos. Yo, por ejemplo, si me paro a la orilla de un lago mantengo mi mente en blanco, soy incapaz de generar algún pensamiento, pero si en ese instante llega una niña y se para a mi lado y pregunta: “¿Acá está el monstruo del lago Ness?”, mi mente se estimula y no para de crear imágenes. La niña debe pensar que soy un viejo grosero, porque no le respondo, así, dos minutos después, ella me dice: “Viejo tonto” y se aleja, volviendo la mirada de vez en vez, sacando la lengua, mientras yo comienzo a bordar historias acerca de un lago.
Sí, mi mente necesita que alguien la estimule con cualquier palabra. No es necesario que el comentario sea un comentario inteligente, estilo Octavio Paz. ¡No! Basta que alguien diga una palabra cualquiera para que esta palabra abra un ventanillo en el muro de mi mente y se cuele como se cuela un pececito en la grieta de un estanque.
Por esto, cuando voy en la calle no dejo de crear imágenes en mi mente, porque en la calle se da un muestrario interminable de palabras, desde las muy castizas y recatadas hasta las más soeces y groseras. Mis conocidos se molestan porque no los saludo. No puedo. Lo siento. Voy generando historias, no puedo detener esa avalancha de imágenes. Antes que el Adiós que dijo mi conocido, una mujer, con chal y bolsa del mandado, había dicho la palabra Armonía y esta palabra fue el detonante para mi actividad mental.
Mi tía Elena respondía, como experimento de Pavlov, a la palabra Alegría. Cuando alguien decía tal palabra y ella la escuchaba, de inmediato soltaba el llanto, lo soltaba como si fuese de esas mujeres plañideras que antes cobraban por llorar en los entierros. ¿Por qué tal comportamiento? Porque su difunto esposo siempre andaba repartiendo la palabra alegría con medio mundo. Cuando alguien contaba una pena, el tío Arsenio decía: “Alegría, alegría, alegría. El remedio para tu mal es ¡alegría!” A la hora que salía del cuarto, alzaba los brazos y, mientras echaba alpiste a las jaulas de los canarios, tarareaba el Himno a la Alegría, de Beethoven y cantaba algo así como “Escucha hermano, la canción de la alegría…” y repetía esta última palabra una y otra y otra vez.
Ayer leía y hallé la palabra colonizador. De inmediato pensé en la colonia, en la Colonia Miguel Alemán, de mi pueblo. Cuando el pueblo tenía barrios, el efecto modernizador llegó a Comitán y el gobierno construyó (lejos del centro, en aquel momento) la colonia burocrática Miguel Alemán Valdez. Todo mundo de Comitán sabía que cuando alguien decía: “En la colonia”, se refería a ese lugar, porque no había más colonias. Don Aquileo fue a vivir allá. Cuando alguien le preguntaba dónde vivía, él decía: “En la colonia.”, y en voz baja, en tono de broma, agregaba: “En la Colonia, soy habitante de la Nueva España, primo hermano del Virrey don Antonio de Mendoza.” Y su estímulo mental fue tan intenso que, cuando alguien mencionaba la palabra colonia, él cambiaba su postura, se inflaba como guajolote, alzaba la mirada y caminaba como si lo hiciera en una calle empedrada de la capital de la Nueva España, en el siglo XVI.
Yo no actúo. ¡No! Digo que mi proceso mental funciona ante el estímulo de una palabra, más que de una imagen. Veo mucho cine, pero gran porcentaje de mi tiempo libre lo dedicó a la lectura y a escuchar lo que la gente platica en la calle, en el mercado, en las plazas, en los templos. Me encanta el instante donde una muchacha bonita le cuenta a otra amiga lo que le hizo su novio, una noche antes. Siempre hay una palabra fuego que arde en mí y provoca un incendio intelectual que disfruto.
La palabra es la llave que abre la puerta de mi imaginación, de mi proceso mental permanente. Por esto entiendo muy bien cuando alguien pronuncia Abracadabra, porque es la palabra que funciona como hechizo. Soy, si se me permite decirlo, una mente abracadabrante.