sábado, 7 de septiembre de 2019

CARTA A MARIANA, CON CHAPULÍN INCLUIDO




Querida Mariana: “Murió Toledo”. Este fue el encabezado de muchos periódicos en el mundo. Sí, ayer se dio a conocer el fallecimiento de Francisco Toledo, el artista oaxaqueño. Ayer, la muerte bailó la sandunga. ¡Ah, pero antes, sin duda se metió un pitutazo de mezcal, con gusano de maguey! No sé (te escribo el viernes, en la madrugada) si la familia de Toledo permitió que le hicieran un homenaje en Bellas Artes, con sus cenizas expuestas. ¿Así fue? ¡Qué pena! ¿No fue así! ¡Felicidades! Un acto de congruencia sería que las honras fúnebres oficiales no contaran con el permiso de los herederos de Toledo, y digo esto, porque el buen Toledito siempre anduvo alejado del poder político. De hecho, fue un artista incómodo para el sistema. Te conté una vez que, en 1999, anduve en Oaxaca y me tocó presenciar una exposición que presentó en la Casa de la Cultura, donde hubo marimba y mezcal, por supuesto. En ese tiempo, José Murat era el gobernador, él fue el encargado de inaugurar la exposición, a su lado permaneció el artista. El gobernador se deshizo en elogios para Toledo, Toledo, con la mano en la barbilla, veía hacia la audiencia reunida. El gobernador mencionó que esa tarde era histórica porque hacía años que el artista no exponía en esa tierra, su tierra. Llegó la hora del corte de listón y, cuando Murat esperaba hacer el protocolario recorrido de la obra en compañía del pintor, éste desapareció del lado del político y fue a mezclarse con los asistentes y con ellos platicó y rio. ¡Tómala! Yo estuve muy pendiente del hecho. Acostumbrado en mi tierra (hablo de Chiapas) donde los artistas aprovechan para abrazar al gobernador y aquéllos deshacerse en elogios para éste, se me hizo sorprendente un acto como el de Toledo. Digo que estuve pendiente, ya no de Toledo, sino de la reacción de Murat. Vi que éste, en compañía de su séquito observó dos o tres obras, pero en busca de la salida. Cinco minutos más tarde, el gobernador había desaparecido. Uf. Muchas preguntas asoman en la puerta de esta anécdota. Una de ellas es: ¿Por qué Toledo permitió entonces que el gobernador llegara? ¿Quería ignorarlo en el escenario? ¡Quién sabe! Lo que sí es un hecho es que esa tarde, el gobernador no recibió los baños de sahumerio a que estaba acostumbrado. Otro hecho inobjetable es que cuando el destino desaparezca por siempre a José Murat Casab, no tendrá la atención de tantos periódicos en el mundo como sí lo tuvo Toledo; es decir, si hablamos de grandeza, siempre lo hemos comentado, está muy por encima la grandeza del creador artístico que la del más alto político. Por encima de la política siempre está la nube del arte.
Muchos compas dicen que, ante el fallecimiento de un escritor, el mejor homenaje es leer su obra. Mario Vargas Llosa cuenta que cuando recibió una llamada, infausta llamada telefónica, y se enteró del fallecimiento de Julio Cortázar dejó de hacer lo que hacía y fue al librero para tomar un libro de Julito y releyó algunos de sus cuentos. ¿Qué se hace cuando fallece un gran artista plástico como Toledo? Pues tal vez sea un buen reconocimiento ver su obra. Los inversionistas millonarios, de buen gusto, podrán pararse en su estudio y ver los dos cuadros que poseen de Toledo, podrán sonreír porque su inversión ha ganado en valor monetario; los que aman el arte, pero no tienen posibilidad de adquisición, pueden entrar al Internet o ir a la biblioteca y revisar catálogos y libros con la obra del gran pintor oaxaqueño. ¿En Comitán? No sé si algún exquisito millonario de estas tierras tenga obra de Toledo en su residencia (puede ser que sí, como que recuerdo que hay alguien que sí tiene, entre mucha obra plástica mexicana, alguna obra del pintor oaxaqueño). Pero, bueno, los demás simples mortales sí podemos honrar la memoria de Toledo y honrarnos a nosotros mismos, porque en el Museo Hermila Domínguez de Castellanos, hay obra de Francisco. ¿Qué obra existe de Toledo en el museo que está a media cuadra de la oficina de Correos? Hay serigrafía. Recuerdo un trabajo con plenitud en sepias, del cual Toledo hizo 75 reproducciones. Una de éstas aparece colgada en la pared del museo. Es una obra bella donde, sobre todo, se muestra la espalda de una mujer que tiene un sostén, pero cuyo broche es una enormísima pigua. Es un detalle genial, porque las pinzas de la pigua sirven como broche para el brasier.
Los expertos de arte han explicado las obsesiones de Toledo. Él es un maestro para los que inician en el arte. Sus obsesiones están muy enraizadas con el cuerpo humano desnudo expuesto ante la fauna de la tierra caliente de Oaxaca; expuesto ante la presencia infinita de la muerte (en su representación mexicana de calavera); es decir, Toledo, igual que Rufino Tamayo, se empapó de la tradición prehispánica y de lo cotidiano de su entorno y lo envolvió en un petate lleno de colores tierra.
¿Cómo representa el cuerpo humano? En la mayoría de sus obras lo encontramos desnudo, con tatuajes simbólicos de animales o de huesos: lo encontramos con sus sexos descubiertos, gozosos. Toledo tuvo la capacidad de ver al hombre más allá de su piel, lo descubrió desnudo de complejos y lleno de temores.
Nadie puede negar que Toledo fue Oaxaqueño de la punta de los pies a la coronilla de su cabeza. Los animales de la costa oaxaqueña siempre estuvieron presentes (estarán por siempre) en su obra. Es un exceso, pero su obra exuda aroma de mar, de chapulín seco, de pigua, de vulvas abiertas, de aromas de cuartos húmedos y sudados. ¿Qué vio Toledo de niño cuando jugaba en los campos yermos de su tierra natal? Vio chapulines, muchos chapulines, vio los mercados con canastos llenos de pescados y camarones secos y piguas; vio los pies curtidos de los pescadores. Pero no sólo vio, también olió y desgajó entre sus manos la carne, la carne de todo tipo.
Toledo fue un hombre callado. Ya te conté también que, años después de aquella tarde con Murat, me tocó estar sentado frente a él. El director del Museo de Arte Contemporáneo era (es) amigo de mi jefe de aquel entonces y nos dijo que tenía una cita con el artista, nos presentó con él (sin advertirnos antes que agradecería que no fuéramos impertinentes con él). Si no charlaba, tal vez en ese instante prefería estar consigo mismo. Y así sucedió, mientras mi jefe y el director del museo charlaban, yo me dediqué a ver a Toledo, quien, como si los demás fuéramos Murat, nos ignoró olímpicamente. Yo me sentí un poco frustrado. Estaba frente al artista plástico vivo más importante del país y no podía hacerle alguna pregunta. ¡Nada! La charla transcurría en su entorno y él, como si estuviera en una isla o en la proa de un barco, miraba el horizonte. Ahora, muchos años después, entiendo perfectamente lo que hacía: jugaba con nosotros y jugaba con él mismo. Nuestro amigo escultor Luis Aguilar me dijo ayer: “Yo me quedo con su alma de niño”. Luis, excelso artista comiteco, sabe de lo que habla. Los artistas deben ser como niños, son niños. ¿Qué niño, pregunto ahora, deja de jugar sus carritos porque entró el señor gobernador a la sala? Si acaso, el niño levanta la cara, ve al personaje, dice “buenos días”, porque la mamá le dijo que saludara y continúa en su juego, en el juego de la vida, ahí donde los chapulines trepan a lomos de cocodrilos y donde éstos se recuestan debajo de las hamacas donde, con apenas un calzón puesto, dormitan las muchachas, sudadas, en la costa de Oaxaca. En vida, Toledo legó una gran lección creativa. Quienes deseen dedicarse al arte deben entender la tradición, hacer un exhaustivo repaso de lo hecho por los mayores en la región; deben comenzar a mirar su entorno y entenderlo. Jamás deben dar paso a la lisonja del poder político. Jamás deben olvidar su condición de origen. Jamás deben dejar de experimentar. Si en Oaxaca hay chapulines y piguas y tototopos y mezcal y sudor con aroma de sal, ¿qué hay en el espacio cotidiano del aprendiz? Toledo nos deja una lección de congruencia con la vida. Nunca fue vela de barco, porque nunca dejó que el viento le ordenara el camino. Fue el timón del barco y él, contra todo huracán, remó contracorriente en muchas ocasiones y recaló en playas donde la vida era plena. Huarachudo irredento. Jamás se alineó a la moda o al discurso retobado. Toledo fue fiel a su tótem, a su nahual. Toledo chapulín, Toledo pigua, Toledo mariposa de la muerte, Toledo de todos los santos y de vírgenes a punto de dejar de serlo.
En Comitán está Toledo. Sólo falta caminar por la calle del Correo y entrar al Museo Hermila Domínguez de Castellanos y pararse frente a la pared en donde cuelgan sus obras.
Posdata: Hasta ayer, Toledo fue el artista vivo más importante de México. A partir de hoy, Toledo se reincorpora al aire que corre en La Ventosa.